Falk se acercó a las brasas, tomó la mano de la mujer y la condujo por encima del cuerpo del hombre que había matado en la oscuridad.
El viento cernía y desmenuzaba la nieve y les helaba el aliento. Estrel respiraba entrecortadamente. Sosteniéndola con su mano izquierda por la muñeca mientras con la derecha empuñaba su láser, Falk se dirigió hacia el oeste entre las diseminadas tiendas que apenas eran visibles como franjas o hilos de color naranja obscuro. En menos de dos minutos se habían alejado y nada quedaba en el mundo sino la noche y la nieve.
Los láser manuales de la Selva Oriental tenían diversos usos y funciones: la empuñadura servía como encendedor y el caño se convertía en una no demasiado eficiente linterna. Falk iluminó con un destello su brújula para orientarse y siguieron adelante, guiados por la mortal luz.
Sobre la extensa pendiente donde se encontraba el campamento de invierno Basnasska el viento había adelgazado la capa de nieve, pero cuando prosiguieron, incapaces de determinar por sí su camino, la brújula señaló el oeste como un guía en medio de la confusión de la tormenta de nieve que mezclaba tierra y aire en un remolino; de este modo llegaron a tierras más bajas. Había allí corrientes de cuatro o cinco pies de profundidad que Estrel vadeó boqueando como un nadador agotado en alta mar. Falk quitó el cordel de cuero crudo de su capucha, se lo ató alrededor del brazo y le dio a ella el otro extremo para que se sostuviera y luego marchó adelante, abriéndole camino. Una vez, ella cayó y el tirón casi lo derrumbó; se volvió y tuvo que buscarla con la luz hasta que la divisó agachada sobre sus huellas, casi a sus pies. Se arrodilló y, en la pálida y nevada esfera de luz, vio su rostro claramente por primera vez. Ella murmuraba:
—Esto es más de lo que yo suponía…
—Toma aliento por un rato. Estamos fuera del viento en este hueco.
Se agacharon juntos en una pequeña burbuja de luz a cuyo alrededor cientos de miles de vientos lanzaban con furia la nieve, en la oscuridad, por sobre la llanura.
Ella susurró algo que él primero no entendió:
—¿Por qué mataste al hombre?
Relajado, los sentidos embotados, juntando fuerzas para el próximo tramo de su larga y lenta fuga, Falk no respondió. Finalmente, con una especie de mueca murmuró:
—¿Qué otra cosa…?
—No sé. Tuviste que hacerlo.
Su rostro estaba blanco y tenso; él no prestó atención a lo que ella le decía. Estaba demasiado helada para permanecer allí, y se puso de pie y la ayudó a levantarse.
—Ven. No debe de faltar mucho para llegar al río.
Pero faltaba mucho. Ella había llegado a su tienda después de algunas horas de oscuridad, según su evaluación —existe una palabra para «horas» en la lengua de la selva, aunque su significado es ambiguo y cualitativo, pues un pueblo sin negocios ni comunicaciones a través del tiempo y del espacio no utiliza fragmentos de tiempo— y la noche invernal duraría mucho todavía. Siguieron y la noche también siguió.
Cuando el primer gris albor comenzó a abrirse paso a través del negro remolino de nieve de la tormenta llegaron a una pendiente de helados pastos enmarañados y de arbustos. Un poderoso toro que rezongaba se levantó justo adelante de Falk, emergiendo de entre la nieve. En algún otro lugar cercano a ellos escucharon el bufido de otra vaca o toro y luego, en pocos minutos, las enormes criaturas los rodearon, morros blancos y salvajes ojos líquidos que reflejaban la luz, y la nieve onduló con montecillos de flancos y peludos hombros. Luego de atravesar el rebaño llegaron a la ribera de un pequeño río que separaba Basnasska del territorio Samsit. Era de aguas rápidas, poco profundas, descongeladas.
Tuvieron que vadear la corriente que serpenteaba a sus pies entre las piedras y que les llegaba hasta las rodillas, y que subía helada hasta sus cinturas mientras ellos se debatían a través del quemante frío. Las piernas de Estrel cedieron antes de que terminaran de cruzar el río, Falk la levantó en andas y la condujo hacia afuera del agua; entonces se dirigió a las heladas cañas de la ribera occidental y luego, nuevamente, se agachó junto a ella que yacía exhausta y pálida entre los arbustos cubiertos de nieve que colgaban desde la barranca. Apagó su fusil linterna. Muy débil, pero muy extensa, la tormentosa alborada ganaba terreno a la noche.
—Tenemos que seguir, tenemos que conseguir un buen fuego.
Ella no respondió.
Él la sostuvo entre sus brazos. Sus botas y calzas y chaquetas, desde los hombros para abajo, ya se habían congelado. El rostro de la mujer, volcado sobre su brazo era de una palidez mortal.
Él la llamó por su nombre, intentando despertarla.
—Estrel, Estrel, vamos. No podemos quedarnos aquí. Tenemos que andar un poco más. No será ya tan difícil. Vamos, despierta, pequeña, pequeño halcón, despierta… —desde su gran agotamiento le hablaba como acostumbrara hablarle a Parth, al amanecer, hacía mucho tiempo.
Ella finalmente lo obedeció, se puso dificultosamente en pie, con su ayuda y aferró la cuerda entre sus helados guantes y luego siguió, paso a paso, detrás de él, a través de la ribera, por riscos bajos, entre la infatigable y constante nevada.
Se plegaron al curso del río, en dirección sur, tal como ella le había dicho que deberían hacer cuando planearan su fuga. Él no tenía verdadera esperanza de encontrar algo en esta blancura tan sin rasgos como la tormenta nocturna. Pero, a poco, llegaron a un cauce tributario del río que habían cruzado y por él tomaron, caminando dificultosamente por lo abrupto del terreno. Siguieron luchando. A Falk le parecía que sólo le quedaba el recurso de echarse a dormir, pero no consentía porque había alguien que contaba con él, alguien que estaba muy lejos, hacía mucho tiempo, alguien que lo había enviado a hacer un viaje; no podía echarse porque era responsable ante alguien…
Hubo un graznido susurrante en su oído, la voz de Estrel. Adelante de ellos un grupo de altos troncos de álamos descollaban como hambrientos espectros entre la nieve, y Estrel tironeaba de su brazo. Comenzaron a recorrer a tropezones de arriba a abajo el lado norte del cauce lleno de nieve, hasta más allá de los álamos, en busca de algo.
—Una piedra —no dejaba de repetir ella— una piedra. —Y, aunque él no sabía por qué necesitaban una piedra, buscó y escarbó entre la nieve junto a ella.
Se encontraban ambos agachados sobre las manos y las rodillas cuando, finalmente, ella descubrió la señal en la tierra que buscaba, un bloque de piedra cubierto de nieve y de unos dos pies de altura.
Con sus guantes congelados limpió ella el lado oriental del bloque. Sin curiosidad, indiferente por la fatiga, Falk la ayudó. Escarbando lograron descubrir un rectángulo de metal, nivelado a la altura del suelo. Estrel intentó abrirlo. Un picaporte oculto chirrió, pero los bordes del rectángulo estaban cerrados con el hielo. Falk gastó sus últimas energías en levantar la tapa hasta que, por fin recuperó sus facultades y fundió el sello del helado metal con el rayo de calor del mango de su láser. Luego, levantaron la puerta y vieron, hacia abajo, el empinado declive de una escalera, misteriosamente geométrica en medio del abandonado lugar, que conducía a una puerta cerrada.
—Está bien —murmuró su compañera y bajó por las escaleras, de espaldas, como si se tratara de una escala, porque no podía sostenerse con firmeza sobre sus piernas, abrió la puerta y se volvió hacia Falk— ¡Ven! —dijo.