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—¿Has visto alguna vez ojos como los míos, Estrel?

—No.

—¿Conoces… la Ciudad?

—¿Es Toch? Sí he estado allí.

—¿Entonces has visto a los Shing?

—Tú no eres un Shing.

—No. Me dirijo a su encuentro —habló con orgullo—. Pero tengo miedo —se detuvo.

Estrel cerró el saquito con los remedios y lo guardó en su bolso.

—Es Toch es extraña para los hombres de las Casas Solitarias y de las tierras lejanas —dijo, finalmente, con su suave y cautelosa voz—. Pero yo he andado por sus calles sin peligro; mucha gente vive allí, sin temor a los Amos. No tienes que temer. Los Amos son muy poderosos, pero mucho se dice de Es Toch que no es verdadero…

Sus ojos se encontraron con los de él. Con súbita decisión, concentrándose en la habilidad paraverbal que pudiera tener, Falk le habló telepáticamente por primera vez:

—¡Entonces cuéntame la verdad de Es Toch!

Ella sacudió la cabeza y respondió en voz alta:

—He salvado tu vida y tú la mía, y somos compañeros, y quizás camaradas Merodeadores por algún tiempo. Pero no hablaré telepáticamente contigo ni con nadie que encuentre por casualidad; ni ahora ni nunca.

—¿Crees que soy un Shing, a pesar de todo? —le preguntó él irónicamente, algo humillado pues sabía que ella tenía razón.

—¿Quién puede estar seguro? —dijo ella, y añadió con su débil sonrisa—. Aunque me parece raro que tú puedas serlo… Mira, la nieve se ha fundido en la marmita. Iré a buscar más. Tarda tanto en convertirse en agua y ambos estamos muy sedientos. ¿Tú… tú te llamas Falk?

Él asintió y la observó.

—No desconfíes de mí, Falk, —dijo ella—. Déjame que te demuestre quien soy. La comunicación telepática no prueba nada; y la confianza es algo que tiene que crecer, por las acciones, a través de los días.

—Busca el agua —dijo Falk— y espero que sea cierto.

Más tarde, en la larga noche y silencio de la caverna, él despertó y la vio sentada junto a las brasas, su morena cabeza apoyada en las rodillas. El la llamó por su nombre.

—Tengo frío —dijo ella—. No se caldea el ambiente…

—Ven conmigo —dijo él, adormecido, con una sonrisa.

Ella no respondió pero se acercó a él a través de la rojiza penumbra, desnuda, excepto por el pálido ópalo entre sus pechos. Era grácil y temblaba de frío. En su mente, que, en cierto sentido era la de un hombre muy joven, él había resuelto no tocar a la que tanto padeciera entre los salvajes; pero ella le susurró:

—Dame calor, dame placer —y él se encendió como el fuego en el viento, toda determinación descartada por su presencia y su entera complicidad.

Y ella pasó toda la noche entre sus brazos, junto a las cenizas del fuego.

Durante tres días y tres noches, mientras la tormenta arreciaba y se agotaba, finalmente, Falk y Estrel se quedaron en la caverna durmiendo y haciendo el amor. Ella era siempre la misma, sumisa y aquiescente. Falk, que sólo tenía el recuerdo del hermoso y feliz amor que había compartido con Parth, se asombraba de la avidez y violencia del deseo que Estrel suscitaba en él. Con frecuencia, el pensamiento de Parth lo asaltaba, acompañado por una vivida imagen, el recuerdo de manantial de agua clara y rápida que fluía entre las rocas, en un lugar umbrío de la selva, cerca del Claro. Pero no había recuerdo que aplacara esta sed, y nuevamente buscaba alivio en la insondable sumisión de Estrel y encontraba por fin, el agotamiento. Una vez todo eso se convirtió en una incomprensible cólera. Él la acusó:

—Tú sólo me aceptas porque crees que debes de hacerlo, que, si no, yo te violaría.

—¿Y no lo harías?

—¡No! —dijo él con convicción—, no quiero que me sirvas, que me obedezcas…, ¿acaso no es la calidez, la calidez humana, lo que ambos buscamos?

—Sí —susurró ella.

No volvería a ella durante un tiempo; decidió que no la tocaría más. Se marchó solo con su luz para explorar el extraño lugar donde se encontraban. Después de algunos centenares de pasos, la caverna se angostaba y se convertía en un túnel ancho y elevado por sobre el nivel. Negro y silencioso, lo condujo en línea recta durante largo tiempo, luego dobló sin estrecharse ni ramificarse y siguió dando vueltas en la oscuridad. Sus pasos producían un sordo eco. Nada fue captado ni desvelado por su luz. Caminó hasta sentirse fatigado y hambriento, luego regresó. Era siempre lo mismo, no conducía a ningún lado. Regresó a Estrel, hacia la interminable promesa y la insaciabilidad de su abrazo.

La tormenta había pasado. Una lluvia nocturna había despejado la Tierra y los últimos huecos con nieve se licuaban y reflejaban la luz. Falk se detuvo en lo alto de la escalera, la luz del Sol en su pelo, el viento fresco en su rostro y en sus pulmones. Se sentía como un topo que emergía de su hibernación, como una rata que salía de su cueva.

—Vamos —le dijo a Estrel, y volvió hacia la caverna sólo para ayudarla a empacar rápidamente y marcharse.

Él le había preguntado si sabía donde se encontraba su gente, y ella había respondido:

—Probablemente mucho más adelante, en el oeste, en estos momentos.

—¿Sabían ellos que cruzarías el territorio Basnasska sola?

—¿Sola? Salvo en cuentos de hadas del Tiempo de las Ciudades las mujeres no andan solas. Un hombre me acompañaba. Los Basnasska lo mataron —su delicado rostro se había endurecido y estaba inexpresivo.

Falk comenzó a explicarse a sí mismo, entonces, su extraña pasividad, la necesidad de respuesta que siempre le había parecido una especie de traición a sus fuertes sentimientos. ¿Quién era el compañero que los Basnasska le habían matado? No era asunto que le incumbiese a Falk, hasta que ella decidiera contárselo. Pero su ira desapareció y desde ese momento trató a Estrel con confianza y ternura.

—¿Puedo ayudarte a buscar a tu gente?

Ella dijo suavemente.

—Tú eres un hombre bondadoso, Falk. Pero ellos deben estar muy lejos, no puedo buscar a través de todas las Llanuras Occidentales.

La perdida y paciente nota de su voz lo conmovió.

—Ven hacia el oeste conmigo, entonces, hasta que sepas algo de ellos. Sabes cuál es mi camino.

Todavía le resultaba difícil decir el nombre «Es Toch», que, en la lengua de la Selva era una obscenidad abominable. Todavía no se había acostumbrado al modo es que Estrel hablaba de la ciudad de los Shing como de un simple lugar entre otros.

Ella vaciló, pero cuando él la presionó, consintió en ir con él. Eso lo alegró por el deseo que ella le inspiraba y por la piedad que experimentaba por ella, y, también por la soledad que había padecido y no quería sufrir nuevamente. Partieron juntos a través del frío brillo del Sol y del viento. El corazón de Falk se animaba por encontrarse afuera, por la libertad, por el viaje que proseguía. Hoy no le preocupaba el final del viaje. El día era luminoso, las grandes nubes se abrían, el camino mismo era su propio fin. Reanudaba su viaje y la bella, dócil e infatigable mujer caminaba a su lado.

Capítulo 5

Cruzaron las Grandes Llanuras a pie, cosa fácil de decir pero no, por cierto, de hacer. Los días eran más largos que las noches y los vientos de la primavera se volvían más suaves y templados cuando vieron, por primera vez, aun desde muy lejos, su meta: la barrera, pálida por la nieve y la distancia, la muralla que atravesaba el continente de norte a sur. Falk permaneció inmóvil mientras contemplaba las Montañas.

—Muy arriba, en las Montañas, queda Es Toch —dijo Estrel, que miraba a su lado—. Espero que encontremos allí lo que buscamos.