—Con frecuencia tengo más miedo de ello que anhelo… Aunque estoy contento de haber visto las Montañas.
—Seguiremos desde aquí.
—Le preguntaré al Príncipe si es posible que partamos mañana. —pero antes de dejarla, él se volvió y miró hacia el oeste, la desértica tierra que se extendía más allá de los jardines del Príncipe, durante unos momentos, como si contemplara el largo camino que ella y él habían recorrido juntos.
Sabía todavía mejor, ahora, cuan vacío y misterioso era el mundo habitado por los hombres en estos últimos años de su historia. Durante innumerables días, él y su compañera habían andado sin ver huella alguna de presencia humana.
En la primera parte de su viaje habían avanzado cautelosamente, a través de los territorios de los Samsit y de los Cazadores de Ganado, que Estrel sabía eran tan rapaces como los Basnasska. Luego, al llegar a parajes más áridos, se vieron obligados a seguir caminos utilizados antes por otros, con el fin de procurarse agua; sin embargo, cuando había señales de gente que recientemente había pasado por allí, o que vivía en los alrededores, Estrel examinaba el terreno minuciosamente y, a veces, cambiaban su ruta para evitarlo, aun a riesgo de ser vistos. Ella tenía un conocimiento general y, en ciertos lugares, extraordinariamente específico de la vasta superficie que recorrían; y, en algunos casos, cuando el terreno desmejoraba y dudaban de la dirección a seguir, ella decía:
—Esperemos hasta el amanecer —y apartándose ligeramente, oraba unos minutos a su amuleto, luego volvía, se enroscaba en su bolsa de dormir y descansaba serenamente.
Y el camino que elegía siempre era el mejor.
—Instinto de Merodeadora —decía cuando Falk admiraba su intuición—. De todos modos, mientras nos mantengamos cerca del agua y lejos de los seres humanos, estaremos a salvo.
Pero, una vez, a muchos días de caminar en dirección oeste de la caverna, mientras seguían la curva de un profundo y regado valle, llegaron tan abruptamente a una población, que los guardias del lugar los rodearon antes de que pudieran escapar. Una espesa lluvia había velado toda visión o sonido del lugar antes de que ellos lo alcanzaran. Cuando la gente no manifestó violencia y declaró que les daría amparo por uno o dos días, Falk se alegró, porque caminar y acampar bajo esa lluvia hubiera sido bastante difícil.
Esta tribu o pueblo se llamaba a sí mismo los Guardias de las Abejas. Gente extraña, informada y armada con lasers, todos vestían igual, hombres y mujeres, largas camisas de tela de invierno amarilla, marcada con una cruz parda en el pecho, eran hospitalarios y poco comunicativos. Les brindaron camas en sus cuarteles, edificaciones largas, bajas, endebles, construidas con madera y greda y les sirvieron abundante comida en su mesa común; pero hablaban tan poco, tanto a los extranjeros como entre ellos mismos, que más bien causaban la impresión de una comunidad de mudos.
—Están conjurados para guardar silencio. Han hecho votos y juramentos y cumplen con ritos que nadie conoce enteramente —dijo Estrel, con el tranquilo e indiferente desdén que parecía profesar por la mayoría de las razas humanas.
Los Merodeadores deben ser muy orgullosos, pensaba Falk. Pero los Guardias de las Abejas le devolvieron su desprecio: nunca le hablaron. Preferían hablar con Falk:
—¿Quiere «la tuya» un par de zapatos? —como si ella fuera su caballo y hubieran advertido que estaba descalzo.
Sus propias mujeres llevaban nombres masculinos, y se dirigían a ellas y las nombraban como si se tratara de hombres. Graves jóvenes de ojos claros y labios silenciosos, vivían y trabajaban como hombres entre los igualmente graves y sobrios muchachos y hombres. Pocos de los Guardias de las Abejas superaban los cuarenta años y ninguno de ellos era menor de doce. Era un extraña comunidad, como si fueran los cuarteles de invierno de algún ejército que allí acampara en el medio de la más completa soledad, en una tregua de alguna incomprensible guerra; extraños, tristes y admirables. El orden y la frugalidad de sus costumbres le recordaban a Falk su hogar de la Selva, y el sentimiento de una esotérica pero virtuosa consagración integral le resultaba curiosamente beatífica. Estaban tan seguros estos hermosos guerreros asexuados, aunque nunca le contaron al extranjero de qué lo estaban.
—Reclutan mujeres salvajes capturadas para la crianza, como si fueran semillas, y crían a los chicos en grupos. Adoran algo que llaman el Dios Muerto, y lo aplacan con sacrificios, asesinatos. Mantienen los vestigios de alguna superstición antigua —dijo Estrel, cuando Falk habló en favor de los Guardias de las Abejas.
Pues, aparentemente, toda la sumisión de Estrel se rebelaba al ser tratada como una criatura de especie inferior. La arrogancia en una persona tan pasiva, conmovía y divertía simultáneamente a Falk, y decidió hacerle un chiste:
—Bueno, te he visto a la caída de la noche murmurarle cosas al amuleto. Las religiones difieren…
—Por cierto que sí —dijo ella, pero mansamente.
—¿Contra quién están armados, pregunto yo?
—Contra su Enemigo, sin duda. ¡Como si pudieran pelear contra los Shing. Como si los Shing tuvieran que molestarse en luchar contra ellos!
—¿Quieres seguir viaje, no es cierto?
—Sí. No confío en esta gente. Ocultan demasiado.
Esa tarde él se dirigió a anunciarle su partida al cabecilla de la comunidad, un hombre de ojos grises llamado Hiardan, quizás más joven que él. Hiardan aceptó su gratitud lacónicamente, y luego dijo en el modo llano y mesurado de los Guardias de las Abejas:
—Creo que sólo nos has dicho la verdad. Te lo agradezco. Te hubiéramos dado la bienvenida más libremente y te hubiéramos hablado de cosas conocidas por nosotros, si hubieras venido solo.
Falk vaciló antes de responder:
—Lamento eso. Pero no hubiera llegado hasta aquí si no fuera por mi guía y amiga. Y… viven ustedes todos juntos, aquí, Amo Hiardan. ¿Has estado alguna vez solo?
—Raras veces —dijo el otro—. La soledad es la muerte del alma: el hombre es la humanidad. Así decimos nosotros. Pero, también decimos, no confíes en nadie sino en tu hermano gemelo de la colmena, conocido desde la infancia. Esa es nuestra regla. Es la única cierta.
—Pero yo no tengo parientes ni seguridad, Amo —dijo Falk, y con un saludo militar a la moda Guardias de Abejas, obtuvo el asentimiento para su partida y, a la mañana siguiente, al amanecer, siguió rumbo al oeste con Estrel.
De tanto en tanto vieron otras poblaciones o campamentos, ninguno grande, todos dispersos, cinco o seis quizás en trescientas o cuatrocientas millas. En algunos de éstos, si Falk se hubiera encontrado solo, habría hecho un alto. Estaba armado y no parecían dañinos: un par de tiendas nómadas junto a un cauce helado, o un solitario pastor sobre un alta colina cuidando a los rojizos bueyes a medias salvajes, o, en la lejanía, a través del ondulado terreno, un hilito de humo azulado contra el infinito cielo gris. Él había abandonado la Selva para buscar, donde fuera, informaciones que le concernieran, algún indicio de lo que él era o una guía de lo que había sido durante los años que no podía recordar; pero, ¿cómo podría aprender si no se atrevía a preguntar? Mas Estrel temía detenerse hasta en el más pequeño y pobre de estos campamentos de la pradera.
—A ellos no les gustan los Merodeadores —decía—, ni los extranjeros. Los que viven tan solos están llenos de miedo. En su temor, nos recibirían y nos darían comidas y amparo. Pero después, durante la noche, nos amarrarían y nos matarían. No puedes acercarte a ellos, Falk —y lo miraba en los ojos— y decirles yo soy vuestro hermano… Saben que estamos aquí; nos observan. Si ven que mañana partimos no nos molestarán. Pero si no seguimos viaje, o si intentamos acercarnos a ellos, nos temerán. Es el miedo el que mata.