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Estrel había mantenido el fuego humeando para guiarlo de regreso. Yacía en su gastada bolsa de dormir. No levantó la cabeza cuando lo vio llegar.

—Hay unos árboles no demasiado lejos hacia el oeste; debe de haber agua. Esta mañana me equivoqué de camino —dijo, mientras juntaba las cosas y las guardaba en su bolso.

Tuvo que ayudar a Estrel a levantarse; la tomó del brazo y partieron. Encorvada, con una mirada ciega en su rostro, ella luchó junto a él a lo largo de una milla y, después, a lo largo de otra. Llegaron a una de las suaves cimas de la Tierra.

—Allí —dijo Falk—; allí… ¿lo ves? Son árboles, es cierto… debe de haber agua allí.

Pero Estrel había caído de rodillas, luego se tendió de costado sobre el pasto, doblada por el dolor, los ojos cerrados. No podía caminar más.

—Son dos o tres millas a lo sumo, creo. Haré un fuego aquí, y podrás descansar; iré a llenar las cantimploras y luego regresaré; no tardaré mucho. Ella permaneció inmóvil mientras él juntaba toda la leña que podía y encendía un pequeño fuego y apilaba leña verde para que ella pudiera arrojarla al fuego.

—Regresaré pronto —dijo y comenzó a alejarse.

Ante esto ella se incorporó, pálida y temblorosa y gritó:

—¡No! ¡No me dejes! ¡No debes dejarme sola no debes ir…!

No había manera de razonar con ella. Estaba enferma y atemorizada más allá de la razón. Falk no podía abandonarla allí, con la noche que se cernía ya; tendría que haberlo hecho pero no le pareció posible. La levantó, el brazo de ella sobre su hombro, a medias en andas, a medias a rastras, y partieron.

Cuando alcanzaron la próxima loma vio él nuevamente los árboles, pero no le parecieron más cercanos. El Sol se ponía, adelante, en una bruma de oro sobre el océano de la Tierra. Ahora llevaba alzada a Estrel y, cada pocos minutos, tenía que detenerse y dejar su carga y caer a su lado para recuperar el aliento y las fuerzas. Le parecía que si tuvieran algo de agua, solo un poco para humedecer su boca, no sería tan duro.

—Allí hay una casa —le susurró a ella, su voz seca y sibilante; luego nuevamente—: Hay una casa, entre los árboles. No falta mucho…

Esta vez lo escuchó y retorció su cuerpo débilmente y se debatió contra él, gimiendo:

—No vayas allá. No, no vayas allá. No a las casas. Ramarren no debe ir a las casas, Falk… —comenzó a llorar quedamente y a hablar en una lengua que él no conocía, como si pidiera auxilio.

El se afanó hacia adelante, doblado bajo el peso de ella.

A través de la penumbra una luz brilló súbitamente y doró sus ojos: luz que brillaba a través de altas ventanas, detrás de los obscuros árboles.

Un áspero ruido de aullidos se escuchó del lado de la luz y se hizo más fuerte y más cercano. El siguió luchando y luego se detuvo, al ver unas sombras que corrían hacia él desde la oscuridad y que aullaban y producían un penetrante clamor. Pesadas formas obscuras que le llegaban hasta la cintura lo rodearon, arremetiendo y olfateándolo mientras él permanecía inmóvil con la inconsciente Estrel entre sus brazos. No podía esgrimir su fusil y no osaba moverse. Las luces de las altas ventanas brillaban serenamente, sólo a unas pocas yardas de distancia. El gritaba:

—¡Socorro! ¡Socorro! —pero su voz era apenas un sordo graznido.

Otras voces hablaban en voz alta y gritaban, penetrantes, a lo lejos. Las obscuras bestias se mantenían alertas. La gente se acercó a él, que todavía sostenía a Estrel contra sí y había caído de rodillas.

—Sostengan a la mujer —dijo una voz de hombre; otra voz dijo claramente:

—¿Qué tenemos aquí… un nuevo par de instrumentos?

Le ordenaron que se levantara, pero él se resistió susurrando:

—No le hagan daño… está enferma.

—¡Ven, pues! —manos rudas y expeditivas lo obligaron a obedecer.

Dejó que se llevaran a Estrel. Estaba tan aturdido por la fatiga que no tenía idea de lo que le había sucedido y de dónde se encontraba hasta que hubo transcurrido un buen rato. Le ofrecieron un vaso de agua fresca, que era todo lo que quería y todo lo que importaba.

Estaba sentado. Alguien cuyas palabras no lograba entender intentaba hacerle beber una copa llena de cierto líquido. Tomó la copa y bebió. Era un licor fuerte y de penetrante aroma a enebro. Una copa, una pequeña copa de verde ligeramente opaco; la vio con nitidez, por primera vez. No había bebido en una copa desde que abandonara a Casa de Zove. Sacudió la cabeza, y sintió que el sutil licor le aclaraba la garganta y el cerebro y levantó la mirada.

Se encontraba en una habitación, una habitación muy grande. Un largo tramo de piso de piedra lustrado reflejaba vagamente la pared opuesta, sobre la cual o en la cual, un disco verde de luz brillaba con suave resplandor amarillo. El radiante calor que provenía del disco alcanzaba su levantado rostro. A mitad de camino, entre él y el círculo semejante a un sol, una silla alta, maciza, se erguía sobre el piso desnudo; junto a ella, inmóvil, se perfilaba una obscura bestia, agazapada.

—¿Quién eres tú?

Vio el ángulo de la nariz y de la mandíbula, la negra mano sobre el brazo de la silla. La voz era profunda, y dura como la piedra. Las palabras no pertenecían al Galaktika que durante tanto tiempo había hablado sino a su propia lengua, la de la Selva, aunque era un dialecto diferente. Contestó lentamente con la verdad.

—No sé quien soy. Me arrebataron mi propio conocimiento hace seis años. En una Casa de la Selva aprendí las costumbres del hombre. Me dirijo a Es Toch para descubrir mi nombre y mi naturaleza.

—¿Te diriges al Lugar de la Mentira para descubrir la verdad? Los instrumentos y los tontos corren sobre la fatigada Tierra, errantes, pero eso los conduce a la locura o a la mentira. ¿Qué te trajo a mi Reino?

—Mi compañera…

—¿Me dirás que ella te condujo aquí?

—Ella estaba enferma; yo buscaba agua. Está ella…

—Contén la lengua. Me alegro de que no me dijeras que fue ella la que aquí te trajo. ¿Conoces este lugar?

—No.

—Este es el Enclave de Kansas. Yo soy el amo. Soy su señor su Príncipe y su Dios. Estoy a cargo de todo lo que aquí sucede. Aquí jugamos uno de los grandes juegos. Se llama el Rey del Castillo. Las reglas son muy viejas y son las únicas a las que me someto. Yo dicto las demás.

El suave y sumiso Sol brillaba del piso al techo y de pared a pared detrás de quien así hablaba cuando se levantó de su silla. Por encima de la cabeza hacia arriba, bóvedas y vigas reflejaban la pareja luz dorada entre las sombras. La irradiación perfilaba una nariz de halcón, una levantada y huidiza frente, una figura alta, poderosa y delgada, de majestuosa apostura, abrupta en los movimientos. Falk se movió ligeramente y la mitológica bestia echada junto al trono se estiró y gruñó. El licor con aroma a enebro había volatilizado sus pensamientos; pensaba que la locura había inducido a este hombre a llamarse a sí mismo rey, y simultáneamente, que el reino lo había llevado a la locura.

—¿No has aprendido tu nombre, todavía?

—Me llamaron Falk, los que me recogieron.

—Ir en busca del propio nombre: ¿qué mejor camino ha recorrido alguna vez el hombre? No es extraño que hayas atravesado mi puerta. Te acogeré como a un Jugador del Juego —dijo el Príncipe de Kansas—. No todas las noches un hombre con ojos como joyas amarillas viene a golpear a mi puerta. Rechazarlo implicaría cautela y aspereza, ¿y qué es la realeza sino riesgo y gracia? Te llamaron Falk, pero yo no. En el juego eres Piedra de Ópalo. Eres libre de moverte adonde quieras. ¡Griffon, quieto!

—Príncipe, mi compañera…

—…es una Shing o un instrumento o una mujer: ¿para qué la quieres? Quédate tranquilo, hombre; no seas tan rápido para responder a los reyes. Sé para qué la guardas. Pero ella no tiene nombre ni juega el juego. Mis mujeres «cowboys» la cuidan, y yo no hablaré ya de ella —el Príncipe se acercaba a él, a lentas zancadas a través del desnudo piso mientras hablaba—. Mi compañero se llama Griffon. ¿Has oído hablar en los antiguos Cánones y Leyendas del animal llamado perro? Griffon es un perro. Como verás, tiene poco en común con los amarillos cimarrones que corren por las llanuras, aunque son sus parientes. Su raza se ha extinguido, como la realeza. Piedra de Ópalo, ¿qué es lo que más deseas?