El Príncipe preguntó con su sagaz y abrupta genialidad, la mirada clavada en el rostro de Falk. Cansado y confundido y decidido a hablar la verdad, Falk respondió:
—Volver a casa…
—Volver a casa… —el Príncipe de Kansas, obscuro como su silueta o su sombra, era un hombre anciano, negro como el azabache, de siete pies de altura y un rostro como la hoja de una espada—. Volver a casa…
Se alejó ligeramente para estudiar la larga mesa junto a la silla de Falk. Toda la superficie de la mesa. Falk reparó ahora, estaba enmarcada en un recuadro y contenía una red de alambres de oro y de plata sobre los cuales corrían cuentas, y eran aquellos tan finos que las cuentas podían deslizarse de alambre a alambre y, en ciertos puntos, de un nivel a otro. Había cientos de cuentas, desde el tamaño del puño de un bebé hasta el de una semilla de manzana, hechas de greda y roca y madera y metal y hueso y plástico y cristal y amatista, ágata, topacio, turquesa, ópalo, ámbar, agua marina, granate, esmeralda, diamante. Era un bastidor como los que poseían Zove y Buckeye y los demás en la Casa. Al parecer proveniente en su origen de la gran cultura de Devenant, aunque no demasiado antigua en la Tierra, el objeto era un adivinador de destinos, una computadora, un implemento de la disciplina mística, un juguete. En su segunda y breve vida Falk no había tenido tiempo de aprender mucho sobre los bastidores. Buckeye había señalado, una vez, que llevaba cuarenta o cincuenta años volverse diestro en su manejo; y el de ella, heredado por uno y otro desde hacía mucho en su familia, sólo tenía diez pulgadas por lado y veinte o treinta cuentas…
Un prisma de cristal golpeó a una esfera de hierro con un sonido cristalino y pequeño. La turquesa se disparó desde la izquierda y una doble hilera de cuentas de hueso pulido saltaron hacia la derecha y abajo, mientras que un ópalo de fuego centelleó durante un momento en el muerto centro del bastidor. Las manos negras, esbeltas, fuertes volaban sobre los alambres y jugaban con las joyas de la vida y de la muerte.
—Bueno —dijo el Príncipe—, tú quieres volver a casa. ¡Pero mira! ¿Puedes leer el bastidor? Infinitud. Ébano, diamante y cristal, todas las joyas de fuego: y la Piedra de Ópalo entre ellas, andando, yéndose. Más allá de la Casa del Rey, más allá de la Prisión de la Ventana, más allá de las colinas y hondonadas de Copérnico, la piedra vuela entre las estrellas. ¿Romperás el bastidor, el bastidor del tiempo? ¡Mira allá!
El deslizarse y el centelleo de las brillantes cuentas ardían en los ojos de Falk. Se aferró al borde del gran bastidor y susurró:
—No puedo leerlo…
—Este es el juego que tú juegas, Piedra de Ópalo, sepas o no leerlo. Bueno, muy bueno. Mis perros han ladrado a un mendigo esta noche y éste se revela príncipe de las estrellas. Piedra de Ópalo, cuando yo vaya a pedir agua de tu pozo y amparo entre tus paredes, ¿me dejarás entrar? Será una noche más fría que ésta… ¡Y dentro de mucho tiempo! Vienes de hace mucho, mucho. Yo soy viejo pero tú eres más viejo; debes haber muerto hace una centuria. ¿Recordarás dentro de una centuria que en el desierto encontraste a un Rey? Ve, ve, te dije que eras libre de andar por aquí. Hay gente para servirte si la necesitas.
Falk descubrió por sus medios el camino a lo largo de la prolongada habitación hacia un portal cubierto de cortinas. Afuera, en una antecámara, un muchacho esperaba; éste llamó a otros. Sin asombro ni servilismo, deferentes solo en cuanto esperaban que Falk hablara primero, le procuraron un baño, una muda de ropa, cena y una cama limpia en una tranquila habitación.
Trece días en total vivió en la Gran Casa del Enclave de Kansas, mientras que las últimas nieves y las dispersas lluvias de la primavera caían sobre las estepas, allende los jardines del Príncipe. Estrel, que se recuperaba, permanecía en una de las casas más pequeñas que se apiñaban detrás de la grande. Era libre de estar con ella cuando quería… libre de hacer todo lo que elegía. El Príncipe regía su dominio absolutamente, pero de ningún modo su mandato obligaba; más bien era aceptado como un honor; su gente había elegido servirlo, quizás porque descubrían que en esta afirmación de la innata y esencial grandeza de una persona reafirmaban ellos su cualidad de hombres. No había más de doscientos, cowboys, jardineros, fabricantes y remendones, sus esposas e hijos. Era un reino muy pequeño. Sin embargo, después de algunos días, no le cupo duda a Falk de que si no hubiera súbdito alguno, viviera allí solo o no, el Príncipe de Kansas seguiría siendo, ni más ni menos, un príncipe. Era, una vez más, un asunto de cualidad.
Esta curiosa realidad, esta singular validez del dominio del Príncipe lo fascinó y absorbió de tal modo que durante varios días apenas pudo pensar en el mundo exterior, en ese disperso, violento e incoherente mundo a través del cual había viajado durante tanto tiempo. Pero, al hablar en el décimotercer día con Estrel y mencionar su partida, comenzó a preguntarse qué relación tenía el Enclave con el resto del mundo y dijo:
—Creía que los Shing no soportaban señoríos por parte de los hombres. ¿Cómo le habrán permitido amurallarse aquí y llamarse a sí mismo Príncipe y Rey?
—¿Por qué no habrían de dejarlo delirar? Este Enclave de Kansas es un gran territorio, pero cercado y sin gente. ¿Por qué interferirían aquí los Señores de Es Toch? Supongo que, para ellos, él es como un chico tonto, alardeando y balbuceando.
—¿Es eso él para ti?
—Bueno… ¿viste cuando pasó esa nave, ayer?
—Sí, vi.
Un coche aéreo, el primero que viera Falk, aunque reconoció su atronador zumbido, había cruzado por encima de la casa, muy alto, de modo que estuvo a la vista durante algunos minutos. La gente de la casa del Príncipe había corrido hacia el jardín golpeando cacerolas y badajos, los perros y los chicos habían aullado y el Príncipe, en uno de los balcones superiores, había hecho explotar, solemnemente, una serie de ensordecedores fuegos de estrépito, hasta que la nave se desvaneciera en el lóbrego oeste.
—Son tan estúpidos como los Basnasska y el viejo está loco —aunque el Príncipe no había querido verla, su gente había sido muy bondadosa con ella; el subyacente dejo de amargura en su suave voz sorprendió a Falk—. Los Basnasska han olvidado las costumbres de los hombres —dijo—; esta gente las recuerda demasiado bien —rió.
—De todos modos, la nave siguió viaje.
—No porque se hayan asustado con los cohetes, Falk —dijo ella seriamente, como si intentara prevenirlo contra algo.
Él la miró durante unos momentos. Evidentemente ella no había percibido la dignidad poética y lunática de la cohetería, que ennoblecía aun a una nave Shing con la cualidad de un eclipse solar. En la penumbra de la calamidad universal ¿por qué no explotar fuegos de estrépito? Pero, desde su enfermedad y la pérdida de su talismán de jade ella había estado ansiosa y sin alegría, y la estadía aquí, que tanto agradara a Falk, para ella había significado un verdadero sacrificio.
—Le hablaré al Príncipe de nuestra partida —le dijo él amablemente, la dejó bajo los sauces, ahora verdeamarillentos con las hojas recién brotadas, y se dirigió a través de los jardines hacia la gran casa.
Cinco de los perros de largas patas y pesados lomos negros trotaban junto a él, una guardia de honor que extrañaría cuando abandonara el lugar.