El Príncipe de Kansas estaba en la habitación del trono, leyendo. El disco que cubría la pared oriental de la habitación brillaba, de día, con fría luz jaspeada de plata, una luna doméstica; sólo por las noches refulgía con suave calor y luz solar. El trono, de pulida madera petrificada de los desiertos del sur, se erguía frente a aquél. Sólo la primera noche Falk había visto al Príncipe sentado en el trono. Estaba ahora sentado en una de las sillas cercanas al bastidor, y, a sus espaldas, las ventanas de veinte pies de altura y que miraban hacia el oeste tenían descorridas las cortinas. A lo lejos se divisaban las obscuras montañas, coronadas de hielo.
El Príncipe levantó su rostro de sable y escuchó las palabras de Falk. En lugar de responder, tocó el libro que estaba leyendo, no uno de los hermosos y decorados pergaminos de proyección de su extraordinaria biblioteca, sino un pequeño libro manuscrito y encuadernado.
—¿Conoces este Canon?
Falk miró hacia donde éste señalaba y vio el verso:
—Lo conozco, Príncipe. Partí de viaje con él en mi bolso. Pero no puedo leer la página izquierda, en tu copia.
—Esos son los símbolos en los cuales fuera por primera vez escrito, hace cinco o seis mil años: la lengua del Emperador Amarillo… mi antepasado. ¿Perdiste el tuyo en el camino? Toma éste. Pero también lo perderás, espero; cuando se sigue el Camino, el camino se pierde. ¡Oh, desolación! ¿Por qué siempre hablas la verdad, Piedra de Ópalo?
—No estoy seguro —de hecho, aunque Falk gradualmente había decidido que no mentiría no importa con quien hablara o cuál pudiera ser la consecuencia de la verdad, no sabía por qué había adoptado esta decisión. Usar… usar las armas del enemigo es jugar al juego del enemigo…
—Oh, ellos ganaron su juego hace mucho. ¿De modo que te vas? Ve, pues; no hay duda de que es el momento. Pero yo guardaré aquí tu compañera durante un tiempo.
—Le dije que la ayudaría a buscar a su gente, Príncipe.
—¿Su gente? —la dura y sombría cara se volvió hacia él—. ¿Para qué la quieres llevar?
—Ella es una Merodeadora.
—¡Y yo soy un verde nogal, y tú un pescado, y esas montañas están hechas con estiércol asado de ovejas! Déjala seguir su camino. Habla la verdad y escucha la verdad. Recoge los frutos de mis florecidos huertos cuando camines hacia el oeste, Piedra de Ópalo, y bebe la leche de mis millares de pozos, a la sombra de helechos gigantes. ¿No gobierno acaso un reino agradable? Los milagros y el polvo llevan hacia el obscuro oeste. ¿Es la concuspicencia o la lealtad la que te induce a llevarla?
—Hemos hecho un largo camino juntos.
—¡Desconfía de ella!
—Me ha brindado auxilio y esperanza; somos compañeros. Hay confianza entre nosotros… ¿cómo podría romperla?
—¡Oh, tonto, oh desolación! —dijo el Príncipe de Kansas—. Te daré diez mujeres para que te acompañen hasta el Lugar de la Mentira, con laúdes y flautas y tamborines y píldoras anticonceptivas. Te daré cinco buenos amigos armados con cohetería. Te daré un perro, en verdad lo haré, un perro extinguido viviente, para que sea tu verdadero compañero. ¿Sabes por qué murieron los perros? Porque fueron leales, porque se podía confiar en ellos. ¡Ve solo, hombre!
—No puedo.
—Ve como quieras. La suerte está echada —el Príncipe se levantó, se dirigió hacia el trono debajo del círculo lunar y se sentó.
No volvió la cabeza cuando Falk intentó decirle adiós.
Capítulo 6
Con su único recuerdo de un único pico para expresar la palabra «montaña», Falk había imaginado que, tan pronto como llegaran a las montañas, habrían alcanzado Es Toch; no se había imaginado que tendrían que encaramarse al techo de un continente. Hilera tras hileras se elevaban las montañas; día tras día ellos trepaban hacia el mundo de las alturas, y todavía su meta yacía más arriba y más hacia el sudoeste. Entre las selvas y los torrentes y las cimas atravesadas por las nubes y cubiertas de nieve, cada tanto, se levantaba un pequeño campamento o pueblito a lo largo del camino. Con frecuencia no podían evitarlos porque sólo era accesible una ruta única. Pasaban cabalgando en sus mulas, el principal regalo que les hiciera el Príncipe cuando partieron, y no eran perturbados. Estrel dijo que la gente de la montaña, la que vivía aquí o a las puertas de los Shing, eran cautelosas y ni estorbarían ni darían la bienvenida a un extranjero, y que era mejor dejarlos solos.
Era una empresa helada acampar en abril, en las montañas, y una vez que se detuvieron en un pueblo fue éste un alivio bienvenido. Era un lugar pequeño, cuatro casas de madera junto a una ruidosa corriente de agua en un cañón, a la sombra de grandes picos circundados de nieve; pero tenía nombre, Besdio, y Estrel había estado allí una vez, siendo niña, según le contó a Falk. La gente de Besdio, entre ellos una pareja de piel blanca y pelo obscuro como la propia Estrel, hablaron con ella brevemente. Hablaban en la lengua de los Merodeadores; Falk siempre había hablado en Galaktika con Estrel y no había aprendido esta lengua occidental. Estrel explicaba y señalaba hacia el este y el oeste; la gente de la Montaña asentía fríamente y estudiaba cuidadosamente a Estrel, mirando apenas a Falk por el rabillo del ojo. Formularon unas pocas preguntas y les dieron comida y cobijo por una noche pero con una actitud fría y extraña que hizo sentir a Falk ligeramente intranquilo.
El establo donde durmieron era cálido, sin embargo, con el calor animal del ganado y las cabras y las aves de corral que allí se apretujaban en compañía olorosa y tranquila. Mientras Estrel conversaba unos momentos más con sus huéspedes en la cabaña principal, Falk se dirigió al establo y se puso cómodo. En el pesebre armó una lujuriosa cama doble de heno y estiró sus rollos de dormir sobre ella. Cuando llegó Estrel ya estaba casi dormido, pero se despertó lo suficiente como para señalar:
—Me alegro de que hayas venido… Huelo algo oculto aquí, pero no sé qué.
—No es eso todo lo que yo huelo.
Esta era la oportunidad en que Estrel había estado más próxima a hacer un chiste, y Falk la miró sorprendido.
—Estas contenta de la proximidad a la Ciudad. ¿No es cierto? —preguntó el—. Ojalá yo lo estuviera.
—¿Por qué no habría de estarlo? Allí espero encontrar a los míos; en caso contrario, los Amos me ayudarán, y allí también tú encontrarás lo que buscas, y te será restaurada tu herencia.
—¿Mi herencia? Pensé que creías que era un Raze.
—¿Tú? ¡Nunca! Me imagino que no creerás, Falk, que los Shing han andado con tu mente. Una vez lo dijiste, allá abajo, en las llanuras, y entonces no te comprendí. ¿Cómo podrías pensar que eres un Raze, o cualquier otro hombre? ¡Tú no has nacido en la Tierra!
Pocas veces había hablado ella con tanta decisión. Lo que dijo lo reanimó pues coincidía con su propio pensamiento, pero que ella lo dijera, le resultó ligeramente molesto, pues durante tanto tiempo lo había callado. Luego él vio algo que pendía de un cordel atado a su cuello.
—Te dieron un amuleto —esa era la causa de su alegría.
—Sí —dijo ella mientras miraba con satisfacción el pendiente—. Profesamos la misma fe. Ahora todo nos saldrá bien.
Él sonrió ligeramente ante su superstición, pero le alegró que le procurara consuelo. Cuando decidió dormirse supo que ella estaba despierta, con los ojos abiertos en la oscuridad, impregnada con el olor y el suave aliento y la presencia de los animales. Cuando el gallo cantó antes de que amaneciera, se despertó a medias y la escuchó orar al amuleto en la lengua que él desconocía.