Siguieron viaje, por un camino que bordeaba por el sur los tormentosos picos. Quedaba por escalar una enorme montaña y durante cuatro días treparon, hasta que el aire se rarificó y heló, el cielo se volvió de un azul profundo y el Sol de abril brilló alumbrando los desflecados bordes de las nubes que pasaban, rasantes, por las praderas, muy por debajo de ellos. Una vez alcanzada la cima, el cielo se obscureció y la nieve cayó sobre las desnudas rocas y blanqueó las grandes laderas peladas de color rojo y gris. Había un refugio para viajeros en el paso y ellos y sus mulas se guarecieron allí hasta que cesó de nevar y pudieron emprender el descenso.
—Ahora el camino es fácil —dijo Estrel mientras se volvía para mirar a Falk por encima de la grupa saltarina de su mula y las orejas de la de él; y Falk sonrió, pero el temor anidaba en él y fue creciendo a medida que seguían bajando, rumbo a Es Toch.
Se acercaban gradualmente y el camino se ensanchó en carretera; vieron cabañas, granjas y casas. Vieron a poca gente, porque hacía frío y llovía y todos permanecían adentro de sus viviendas, bajo techo. Los dos viajeros recorrieron al trote lento el solitario camino bajo la lluvia. La tercera mañana de descenso, amaneció radiante, y después de haber cabalgado durante un par de horas, Falk detuvo a su muía y miró a Estrel interrogativamente.
—¿Qué sucede, Falk?
—Ya hemos llegado… esto es Es Toch, ¿no es cierto?
La Tierra se elevaba alrededor de ellos, picos distantes cerraban todo el horizonte en derredor y los campos de pastoreo y tierras aradas que atravesaran habían cedido lugar a casas, casas y más casas todavía. Había cabañas, casuchas, tabernas, comercios donde se fabricaban y vendían las mercaderías, chicos por todos lados, gente en la carretera, gente en las veredas, gente que andaba a pie, a caballo, o mula, sobre deslizadores, gente que iba y venía: estaba lleno y sin embargo era ralo, tranquilo y agitado, sucio, monótono y vívido debajo del brillante y obscuro cielo de la mañana en las montañas.
—Falta una milla o algo más para llegar a Es Toch.
—Entonces ¿qué es esta ciudad?
—Estos son los suburbios de la ciudad.
Falk miraba en derredor, con desmayo y excitación al mismo tiempo. El camino que desde tan lejos emprendiera, en la Selva Oriental, se había convertido en una calle que conducía demasiado rápido a su tramo final. Andaban en sus mulas por la mitad de la calle y la gente los miraba, pero ninguno se detuvo ni les habló. Las mujeres ocultaban el rostro. Sólo algunos de los harapientos chicos los observaban o los señalaban, gritando, y luego corrían, perdiéndose por algún sucio callejón o detrás de una choza. No era lo que había esperado Falk. Pero, ¿que había esperado?
—No sabía que había tanta gente en el mundo —dijo finalmente—. Zumban alrededor de los Shing como moscas en el estiércol.
—Los gusanos proliferan en el estiércol —dijo Estrel secamente; luego, le lanzó una mirada y se acercó y le apoyó su mano suavemente—. Estos son los parias, los marginados, la chusma del otro lado del muro. Entremos en la ciudad, en la verdadera Ciudad. Hemos hecho un largo camino para verla…
Siguieron cabalgando; y pronto vieron, descollando sobre los achaparrados techos, las paredes de verdes torres sin ventanas, brillantes a la luz del Sol.
El corazón de Falk latió con fuerza; advirtió que Estrel hablaba durante unos momentos con el amuleto que le regalaran en Besdio.
—No podemos entrar con las mulas en la ciudad —dijo ella—. Podemos dejarlas aquí —se detuvieron ante un desvencijado establo público; Estrel habló persuasivamente en la lengua occidental con el hombre que cuidaba el lugar y cuando Falk le preguntó qué era lo que había estado averiguando, ella dijo—: Cómo dejar nuestras mulas en prenda.
—¿Prenda?
—Si no pagamos por su estadía, se quedarán con ellas. No tienes dinero, ¿no es cierto?
—No —dijo Falk humildemente.
No sólo no tenía dinero sino que nunca había visto dinero; y aunque el Galaktika tenía una palabra para designarlo, no por cierto el dialecto de la Selva…
El establo era el último edificio sobre el borde de un muro de piedra que separaba la zona de las casuchas de una elevada y larga pared construida con bloques de granito. Había una entrada a Es Toch para peatones. Grandes pilares cónicos señalaban la puerta. Sobre el pilar de la izquierda, una inscripción en Galaktika rezaba: «Reverencia la vida». Sobre la derecha, estaba grabada una frase más larga, en caracteres que Falk nunca había visto. No había tráfico a través de la puerta ni guardias apostados en ella.
—El pilar de la Mentira y el pilar del Secreto —dijo en voz alta mientras pasaba entre ellos sin adoptar actitud alguna de reverencia; pero luego penetró en Es Toch, y la vio, y se quedó inmóvil sin decir una palabra.
La Ciudad de los Amos de la Tierra estaba construida sobre los dos bordes de un Cañón, como una tremenda hendidura en la montaña, angosta, asombrosa, sus negras paredes con rayas verdes se precipitaban en fantástica caída media milla hacia abajo, hacia el plateado oropel de un río que corría en las sombrías profundidades. Sobre los bordes de los acantilados opuestos descollaban las torres de la ciudad, firmemente asentadas en la tierra, unidas a través del abismo por etéreos puentes. Torres, carreteras y puentes terminaban y la pared cerraba nuevamente la ciudad justo antes de una vertiginosa curva del cañón. Helicópteros de diáfanas hélices cruzaban el abismo y los deslizadores revoloteaban a lo largo de calles apenas vislumbradas y de ágiles puentes. El Sol, todavía cercano al macizo de picos oriental apenas proyectaba sombras aquí; las grandes torres verdes brillaban como si fueran translúcidas.
—Ven —dijo Estrel, unos pasos adelante de él, los ojos brillantes—. No hay nada que temer aquí, Falk.
Él la siguió. Nadie transitaba por la calle que descendía entre edificios más bajos hacia el borde del acantilado donde se erguían las torres. Una vez, él volvió la cabeza hacia la entrada, pero ya no pudo ver la apertura entre los pilares.
—¿Adonde vamos?
—Hay un lugar que yo conozco, una casa que frecuenta mi gente —lo tomó por el brazo, era la primera vez que lo hacía en el largo viaje que habían hecho juntos, y así entrelazada, mantuvo los ojos bajos mientras avanzaban por la zigzagueante calle. Ahora, a la derecha, los edificios se elevaban a medida que ellos se acercaban al corazón de la ciudad, y, hacia la izquierda, sin pared o parapeto, la vertiginosa garganta caía a pico llena de sombras, grieta obscurísima entre las luminosas torres encaramadas sobre los acantilados.
—Pero si necesitamos dinero aquí…
—Ellos cuidarán de nosotros…
Gente vistosa y extrañamente vestida pasaba junto a ellos sobre deslizadores; los lugares de aterrizaje, sobre los edificios de altísimas paredes, bullían de helicópteros. Por encima de la garganta un coche aéreo zumbó, ganando altura.
—¿Son todos estos… Shing?
—Algunos.
Inconscientemente, había colocado su mano libre sobre su láser. Estrel, sin mirarla, pero con una ligera sonrisa, dijo:
—No uses aquí tu fusil linterna, Falk. Viniste aquí para recuperar la memoria, no para perderla.
—¿Adonde vamos, Estrel?
—Aquí.
—¿Esto? Esto es un palacio.
La luminosa pared verdosa se elevaba sin ventanas, sin rasgos, hacia el cielo. Ante ellos una puerta cuadrada se abrió.
—Saben que estoy aquí. No tengas miedo. Ven.
Ella se aferró a su brazo. Él vaciló. Miró hacia atrás, en dirección a la calle y vio a varios hombres, los primeros que había visto a pie, que se dirigían hacia ellos y los observaban. Eso lo asustó y penetró con Estrel al edificio, atravesando portales interiores automáticos que se abrían a medida que ellos avanzaban. Una vez en el interior, embargado por el sentimiento de haberse equivocado, de haber cometido un terrible error, se detuvo.