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Despertó, se sentía descansado, vigoroso y confundido, en una cómoda cama, en una habitación luminosa y sin ventanas. Se sentó y, como si eso hubiera significado una señal, dos hombres se acercaron prestamente desde un tabique, corpulentos y con una mirada estática y bovina.

—¡Salud Amo Agad! ¡Salud Amo Agad! —dijeron uno después del otro, y luego—: Ven con nosotros, por favor, ven con nosotros, por favor.

Falk se levantó, completamente desnudo, dispuesto a la pelea —lo único claro, en ese momento, en su mente, era su lucha y su derrota en el hall de entrada del palacio—, pero ellos no manifestaron ninguna violencia.

—Ven, por favor —repetían antifonalmente, hasta que los siguió.

Lo condujeron, todavía desnudo, afuera de la habitación y escaleras arriba; la escalera se reveló como rampa pintada de tal modo que tenía el aspecto de escalera, atravesaron otro corredor y subieron más rampas y, finalmente, penetraron en un cuarto amplio con paredes verdeazuladas, una de las cuales destellaba luz. Uno de los hombres se detuvo afuera, del cuarto; el otro penetró a éste junto a Falk.

—Allí hay ropas, allí hay comida, allí hay bebida. Ahora tú… ahora tú pide lo que necesites. ¿Estás bien? —miró con insistencia pero sin particular interés a Falk.

Había un jarro de agua sobre la mesa, y lo primero que hizo Falk fue beber, pues estaba muy sediento. Miró en derredor de la extraña pero agradable habitación, su moblaje de plástico pesado y claro como cristal y sus paredes sin puertas y transparentes y luego estudió a su guardia o sirviente con curiosidad. Era un hombre corpulento, de rostro descolorido y llevaba un revólver al cinto.

—¿Cuál es la Ley? —preguntó impulsivamente.

—No matarás —dijo obediente pero sin sorprenderse el enorme y estático individuo.

—Pero tú llevas un revólver.

—Oh, este revólver, te atiesa pero no te mata —dijo el guardia, y rió; las modulaciones de su voz eran arbitrarias, no estaban relacionadas con el significado de las palabras y con la risa—. Ahora bebe, come, aséate. Aquí hay buenas ropas. ¿Ves? aquí hay ropas.

—¿Eres un Raze?

—No. Soy el Capitán del Cuerpo de Guardia de los Verdaderos Amos —dijo el hombre y rió nuevamente como si le apretaran un botón. Quizás se lo apretaran cuando el computador hablaba a través de su cerebro. Se retiró. Falk pudo ver las vagas y pesadas sombras de los dos guardias a través de la pared interior de la habitación; esperaban, uno a cada lado de la puerta, en el corredor. Encontró el baño y se lavó. Ropas limpias esperaban, extendidas, sobre la mullida cama que ocupaba uno de los extremos del cuarto; eran largas batas sueltas con dibujos color rojo, magenta y violeta; las examinó con disgusto, pero se las puso. Su traqueteado bolso descansaba en la mesa de plástico de vidrio con molduras doradas; su contenido parecía intacto, pero no se veían ni sus ropas ni su láser. Una comida estaba servida y él se sentía hambriento. ¿Cuánto hacía que había penetrado por las puertas que se cerraron a sus espaldas? No tenía idea, pero su hambre le decía que ya había pasado un tiempo razonable. La comida era extraña, muy condimentada, mezclada, cubierta con salsa, disfrazada, pero la comió toda y buscó más. Como no había más, y puesto que había hecho lo que le indicaran, examinó la habitación con mayor atención. Ya no divisaba las vagas sombras de los guardias del otro lado de la pared semitransparente y verdeazulada y se aprestaba para investigar cuando se detuvo bruscamente. La apenas visible hendidura de la puerta se ensanchaba y una sombra se movió detrás de ella. Se abrió en un elevado óvalo, a través del cual una persona penetró en el cuarto.

Una chica, pensó Falk en un primer momento, luego advirtió que se trataba de un muchacho de alrededor de dieciséis años, vestido con ropas sueltas como las que él mismo usaba. El muchacho no se acercó a Falk, pero se detuvo con las palmas de las manos hacia arriba y le espetó una torrencial jerigonza.

—¿Quién eres tú?

—Orry —dijo el joven—, ¡Orry! —y más jerigonza.

Parecía frágil y excitado; su voz vibraba de emoción. Luego se desplomó sobre sus rodillas e hizo una profunda inclinación de cabeza, un gesto que Falk no había visto antes aunque su significado era indudable: era el gesto original y completo del cual, entre los Guardias de las Abejas y los súbditos del Príncipe de Kansas subsistían algunas reminiscencias.

—Habla en Galaktika —dijo Falk, con furia, traumatizado e intranquilo—. ¿Quién eres tú?

—Yo soy Har Orry… Prech… Ramarren —susurró el muchacho.

—Levántate. No te quedes de rodillas. Yo no… ¿Tú me conoces?

—Prech Ramarren, ¿no te acuerdas de mí? Soy Orry, el hijo de Har Weden.

—¿Cuál es mi nombre?

El muchacho levantó la cabeza y Falk lo miró… a los ojos, que miraban en derechura a los suyos. Eran de color gris ambarino, salvo la obscura pupila: todo iris, sin blanco visible, como los ojos de un gato o de un ciervo, ojos como jamás había visto Falk, excepto en el espejo, la noche anterior.

—Tu nombre es Agad Ramarren —dijo el muchacho, atemorizado y sumiso.

—¿Cómo lo conoces?

—Yo… yo siempre lo he conocido, prech Ramarren.

—¿Eres tú de mi raza? ¿Pertenecemos al mismo pueblo?

—¡Soy el hijo de Har Weden, prech Ramarren! Te juro que lo soy.

Hubo lágrimas en los ojos gris viejo, durante unos momentos. El propio Falk había demostrado siempre tendencia a reaccionar a un shock con un breve aflujo de lágrimas; Buckeye lo había amonestado, una vez, por su preocupación por esta característica y le había dicho que se trataba de algo puramente fisiológico, de una reacción probablemente racial.

La confusión, el espanto y la desorientación que había padecido Falk desde su entrada a Es Toch lo dejaban ahora sin armas para cuestionar y juzgar esta última aparición. Parte de su mente decía.

—Esto es exactamente lo que ellos quieren: te quieren confundir hasta el punto de la total credulidad.

En ese momento ya no sabía si Estrel —Estrel, a quien tan bien conocía y tan lealmente amaba— era una amiga, o una Shing, o un instrumento de los Shing, si alguna vez le había dicho la verdad o le había mentido, sí se encontraba atrapada con él, aquí, o lo había atraído con engaños a esta celada. Recordaba una risa; también recordaba un abrazo desesperado, un susurro… ¿Qué tenía que hacer, entonces, con este muchacho, este muchacho que lo miraba con veneración y dolor, con esos ojos no terrestres, como los suyos? ¿Se convertirían si lo tocaba, en bruma y luces? ¿Contestaría a las preguntas con mentiras o con la verdad?

En medio de todas las ilusiones, errores y decepciones, quedaba, le parecía a Falk, sólo un camino; el camino que había seguido siempre, desde la casa de Zove. Miró nuevamente al muchacho y le habló con la verdad.

—Yo no te conozco. Si te recordara… pero nada recuerdo más allá de los últimos cinco o seis años —aclaró su garganta, se volvió y se sentó en una de los altas sillas invitando al muchacho a hacer lo mismo.

—¿No te acuerdas de Werel?

—¿Quién es Werel?

—Nuestra casa. Nuestro mundo.

Eso dolió. Falk nada dijo.

—¿Recuerdas el viaje… aquí, prech Ramarren? —preguntó el muchacho, tartamudeando.

Había incredulidad en su voz; parecía no haber asimilado lo que Falk decía. Había también una nota temblorosa, plañidera, rubricada por el temor o el respeto. Falk sacudió la cabeza.

Orry repitió su pregunta con una ligera variante.

—¿Recuerdas nuestro viaje a la Tierra, prech Ramarren?

—No. ¿Cuándo fue el viaje?

—Hace seis años terrestres. Perdóname, por favor, prech Ramarren, yo no sabía… Yo me encontraba cerca del Mar de California y enviaron un coche aéreo para buscarme, un automático; no se me dijo para qué se me requería. Luego el Amo Kradgy me dijo que un miembro de la expedición había sido encontrado y yo pensé… Pero no me contó esto sobre tu memoria… ¿Tú recuerdas… sólo… sólo la Tierra, entonces?