Parecía que mendigaba una negación.
—Sólo recuerdo la Tierra —dijo Falk, decidido a no dejarse conmover por la emoción del muchacho, o por su ingenuidad o por el candor infantil de su rostro y de su voz. Debía presumir que este Orry no era quien pretendía ser. ¿Pero si lo era?
«No seré engañado nuevamente»; pensó Falk con amargura.
«Sí, lo serás —le retrucó otra parte de su mente—: serás engañado si ellos quieren que lo seas, y no tienes modo de impedirlo. Si no le haces preguntas a este muchacho, por miedo a que las respuestas sean falsas, entonces la mentira prevalece absolutamente y nada significa tu viaje a este lugar sino silencio y falsedad y disgusto. Viniste a aprender tu nombre. Él te da un nombre: acéptalo».
—¿Me dirás quiénes somos… nosotros?
El muchacho comenzó con energía, nuevamente, a hablar en su jerigonza, luego se detuvo ante la mirada de incomprensión de Falk.
—¿No recuerdas cómo se habla el Kelshak, prech Ramarren? —casi era una queja.
Falk sacudió la cabeza.
—¿El Kelshak es tu lengua nativa?
El muchacho dijo:
—Sí —y añadió tímidamente—: y la tuya, prech Ramarren.
—Cuál es la palabra que designa al padre en Kelshak?
—Hiowech. O wawa… como dicen los bebés —un destello de ingenua broma relampagueó en el rostro de Orry.
—¿Cómo llamarías a un anciano a quien respetaras?
—Hay una cantidad de palabras como ésa… palabras emparentadas… Prevwa, kioinap, ska ngehoy… Déjame pensar, prechna. No he hablado en Kelshak durante tanto tiempo… Un prechnoweg… un alto nivel no pariente podría ser tiokioi o previotio…
—Tiokioi. Dije esa palabra una vez… sin saber dónde la había aprendido.
No era una verdadera prueba. No había prueba posible aquí. Nunca le había contado a Estrel demasiado acerca de su estadía en la cabaña del anciano Auditor, en la Selva, pero ellos podrían haber descubierto todos los recuerdos de su cerebro, todo lo que él hubiera dicho o hecho o pensado mientras estaba drogado en sus manos la noche o noches anteriores. Era imposible saber qué habían hecho; era imposible saber qué podrían hacer, o qué harían. Y mucho menos podría saber él qué pretendían. Todo lo que le restaba era seguir adelante en pos de lo que buscaba.
—¿Eres libre de ir y venir, aquí?
—Oh, sí, prech Ramarren. Los Amos han sido muy bondadosos. Desde hace mucho han buscado a otros… sobrevivientes de la Expedición. Sabes tú, Prechna, si alguno de los otros…
—No sé.
—Todo lo que tuvo tiempo de decirme Kradgy, cuando llegué aquí hace pocos minutos, fue que habías estado viviendo en la selva, en la parte oriental del continente, con alguna tribu salvaje.
—Te contaré sobre todo eso, si quieres saberlo. Pero dime algunas cosas primero. No sé quién soy, quién eres, qué era la Expedición, qué es Werel.
—Nosotros somos Kelshy —dijo el muchacho, contrito y evidentemente perturbado por una explicación de nivel tan bajo a alguien que consideraba superior, en edad, por supuesto, pero también en algo más que en edad—. De la Nación Kelshak, en Werel… vinimos aquí en la nave Alterra…
—¿Por qué vinimos aquí? —preguntó Falk, inclinándose hacia adelante.
Y lentamente, con disgresiones y retrocesos y con mil preguntas de interrupción. Orry se explayó, hasta quedar agotado por la conversación y Falk, a su vez, por tanto como escuchó, y hasta que las paredes con apariencia de velos fueron iluminadas por la luz de la tarde; entonces permanecieron en silencio durante unos momentos y sirvientes mudos les trajeron de comer y de beber. Y durante todo el tiempo en que comió y bebió, Falk contemplaba con los ojos de la mente la joya que podía ser falsa o sin precio, la historia, la trama, el fogonazo —de verdadera visión o no— iluminador del mundo que había perdido.
Capítulo 7
Un Sol como el ojo de un dragón, amarillo naranja, como un ópalo de fuego con siete brillantes pendientes que se balancean lentamente a través de sus largas elipses. El tercer planeta verde tarda sesenta años terrestres para completar su año: «Afortunado el hombre que ve su segunda primavera».
Orry tradujo un proverbio de ese mundo. Los inviernos del hemisferio norte, inclinados por el ángulo de su elipse fuera del ámbito solar, mientras el planeta se encontraba en su posición más lejana al Sol, eran fríos, obscuros terribles: los vastos veranos, que duraban la mitad de una vida, opulentos en exceso. Gigantescas mareas de los profundos mares del planeta obedecían a una luna gigante que tardaba cuatrocientos días en crecer y menguar; el mundo estaba conmovido por terremotos, volcanes, plantas que caminaban, animales que cantaban, hombres que hablaban y construían ciudades; un catálogo de maravillas. A este milagroso aunque no poco común mundo había llegado, hacía veinte años, una nave procedente del espacio exterior. Veinte de sus enormes años, aclaró Orry: o sea alrededor de mil doscientos años terrestres.
Colonos y promotores de la Liga de los Mundos, la gente que viajara en esa nave consagró su obra y su vida al planeta recién descubierto, alejado de los antiguos mundos centrales de la Liga, con la esperanza de incorporar sus nativas especies inteligentes a la Liga, es decir, de contar con un nuevo aliado en la Guerra Futura. Esa había sido la política de la Liga desde que varias generaciones antes, habían llegado advertencias de más allá de las Hyades respecto de una oleada de conquistadores que iban de mundo en mundo, de siglo en siglo, aproximándose cada vez más al lejano racimo de ochenta planetas que tan orgullosamente se llamaba a sí mismo la Liga de Todos los Mundos. La Tierra, cerca del borde del corazón de la Liga y el más cercano planeta de la Liga al recién descubierto planeta Werel, había suministrado todos los colonos en su primer viaje. Tenía que haber habido otras naves de otros mundos de la Liga, pero ninguna llegó jamás: la Guerra llegó antes.
Las únicas comunicaciones de los colonos con la Tierra, con el primer mundo Davenant, y con el resto de la Liga, se efectuaban mediante el ansible, trasmisor instantáneo que operaba a bordo de su nave. Ninguna nave, dijo Orry, había volado nunca más rápido que la luz; aquí Falk lo corrigió. Las naves de guerra habían sido construidas sobre el principio ansible, pero sólo habían constituido automáticas máquinas muertas, increíblemente costosas y que no llevaban criatura viviente alguna. La velocidad de la luz, con su ahorro de tiempo para el viajero, fue el límite de la posibilidad humana de viajar, entonces y ahora. De modo que los colonos de Werel se encontraban muy lejos de su casa y dependían totalmente de sus ansibles para sus comunicaciones. Sólo habían permanecido cinco años en Werel cuando fueron informados de la llegada del Enemigo e, inmediatamente después de eso, las comunicaciones se volvieron más confusas, contradictorias, intermitentes y pronto cesaron completamente. Alrededor de un tercio de los colonos eligió tomar nuevamente la nave y volar a través de la gran fisura temporal hacia la Tierra, para reunirse con los suyos. El resto permaneció en Werel abandonado a sí mismo. En el curso de su vida nunca pudieron saber qué había sucedido con su mundo natal y la Liga a la que servían, o quién era el Enemigo y si éste gobernaba a la Liga o si había sido vencido. Sin nave ni comunicador, aislados, constituyeron una pequeña colonia rodeada por curiosas y hostiles Formas de Vida de Elevada Inteligencia, de cultura inferior pero de inteligencia igual a la de ellos. Y esperaron y los hijos de sus hijos esperaron, mientras las estrellas permanecían, en silencio, por encima de ellos. Nunca llegó una nave, ni una palabra. Su propia nave debía de haberse destrozado, los informes sobre el nuevo planeta, perdidos. Entre las estrellas el pequeño ópalo amarillo naranja yacía, olvidado.