—Pequeña araña —dijo su madre a su lado—, un chiste es un chiste. Pero un hombre es un hombre.
—Y tú quieres que yo vaya con Metock a la casa de Kathol y canjee mi tapiz de garzas por un marido. Ya lo sé —dijo Parth.
—Nunca dije eso… ¿no es cierto? —preguntó su madre y prosiguió limpiando la maleza entre las hileras de lechugas.
Falk subió por el camino, la beba sobre su hombro bizqueaba por el reflejo y sonreía alegremente. La depositó sobre el pasto y le dijo, como si se tratara de una persona mayor:
—Hace más calor aquí ¿no es así? —luego, se volvió hacia Parth con el grave candor que lo caracterizaba y le preguntó—: ¿Tiene fin la selva, Parth?
—Eso dicen. Los mapas son todos diferentes. Pero por ese camino se llega, finalmente, al mar… y por ese a las praderas.
—¿Praderas?
—Tierras abiertas, de pastoreo. Como el Claro pero que se extienden unas mil millas, hasta las montañas.
—¿Montañas? —preguntó él, con persistente ingenuidad, como un niño.
—Colinas altas, con nieve en sus picos durante todo el año. Como esto.
Haciendo una pausa para dejar su lanzadera, Parth indicó con sus largos, torneados y morenos dedos la forma de un pico.
Los amarillos ojos de Falk se encendieron súbitamente, y su rostro se avivó.
—Debajo del blanco está el azul y, debajo los… los macizos… de lejanas montañas…
Parth lo miró sin hablar. Gran parte de lo que él sabía provenía directamente de ella, pues siempre fue la que pudo enseñarle. La reconstrucción de la vida de él había sido un efecto y una parte del desarrollo de la suya. Sus mentes estaban estrechamente entretejidas.
—Lo veo… lo he visto. Lo recuerdo —balbuceó el hombre.
—¿En una lámina, Falk?
—No. No en un libro. En mi mente. Lo recuerdo. A veces, cuando me duermo, lo veo. No conocía el nombre: la Montaña.
—¿Puedes dibujarla?
De rodillas, Junto a ella, bosquejó rápidamente sobre la tierra el perfil de un cono irregular, y debajo, dos líneas de laderas. Garra se estiró para ver el dibujo y preguntó:
—¿Y está blanco de nieve?
—Sí. Es como si lo viera a través de algo… de una gran ventana, grande y alta… ¿Viene de tu mente, Parth? —preguntó con ligera ansiedad.
—No —dijo la joven—. Ninguno de nosotros, los de esta Casa, hemos visto alguna vez grandes montañas. No creo que las haya de este lado del Río Interior. Debe ser lejos de aquí, muy lejos —hablaba como alguien sobre quien se desploma un frío.
A través del borde de los sueños, un sonido de sierra dentada, un débil zumbido mellado, imponente. Falk se levantó y permaneció junto a Parth; ambos avizoraban con ojos somnolientos que se esforzaban por ver, hacia el norte, donde el remoto sonido vibró y se extinguió y la temprana luz empalidecía el cielo por encima de la oscuridad de los árboles.
—Un coche aéreo —susurró Parth—. Escuché uno, antes, hace mucho…
Se estremeció. Falk puso su brazo alrededor de los hombros de ella, acosado por la misma inquietud, la sensación de una presencia remota, incomprensible y maligna que pasaba por el norte, a lo largo del borde del día.
El sonido murió a lo lejos; en el profundo silencio de la selva algunos pájaros cantaban en un disperso coro crepuscular da otoño. La luz brillaba en el este. Falk y Parth se reclinaron mutuamente en la calidez y la infinita blandura de sus brazos; sólo a medias despierto. Falk se deslizó hacia el sueño. Cuando ella lo besó y se evadió hacia sus tareas diurnas, él murmuró:
—No te vayas todavía… pequeño halcón, pequeñita…
Pero ella rió y escapó y él se adormeció durante un rato, todavía incapaz de substraerse a las perezosas y dulces profundidades del placer y de la paz.
El Sol brillaba alto y directo en sus ojos. Se dio vuelta, luego se sentó, bostezando, y observó el profundo y rojizo follaje del roble que se elevaba junto al dormitorio. Advirtió que, al marcharse, Parth había dejado funcionando el preceptor del sueño junto a su almohada; murmuraba lejano y repasaba la teoría numérica Cetiana. Eso lo hizo reír, y el frío de la brillante mañana lo despertó completamente. Se puso la camisa y los pantalones —eran de gruesa, suave y obscura tela tejida por Parth y cortados por Buckeye— y se apoyó contra la barandilla de madera del porch, mirando a través del Claro hacia el pardo, el rojo y el oro de los interminables árboles. Fresca, tranquila, dulce, la mañana era tal como había sido cuando los primeros seres de este lugar emergieron para levantar casas y contemplar el Sol que se elevaba por sobre la obscura selva. Las mañanas son todas una sola mañana, y el otoño siempre es otoño, pero los años que cuentan los hombres son muchos. Hubo una primera raza en esta Tierra… y una segunda, los conquistadores; ambos se perdieron, conquistados y conquistadores, millones de vidas, todos fundidos en un vago punto del horizonte, en el pasado. Las estrellas fueron ganadas y nuevamente perdidas. Sin embargo los años siguieron corriendo, tanto que la Selva de los tiempos arcaicos, completamente destruida durante la era en que los hombres hicieron y guardaron su historia, creció una vez más. Aun en la obscura e inmensa historia de un planeta el tiempo que lleva hacer una selva cuenta. Un largo lapso. Y no todos los planetas pueden; no es un efecto común ese enredarse de la primera y fría luz entre la sombra y la complejidad de innumerables ramas agitadas por el viento…
Falk gozaba de ello, quizás más intensamente que nadie porque, para él, detrás de esta mañana había tan pocas mañanas. Sólo un breve lapso de días recordados mediaba entre él y la oscuridad. Escuchó las observaciones de un pájaro, en el roble, luego se estiró, sacudió vigorosamente su cabeza y se aprontó para unirse al trabajo y la compañía de los otros.
La Casa de Zove era un chalet-castillo-granja, serpenteante y ascendente, de piedra y madera; partes de la misma tenían más de un siglo, algunas más. Su aspecto trasuntaba cierto primitivismo: obscuras escaleras, chimeneas de piedra y sótanos, pisos desnudos de baldosa o madera. Pero nada estaba inconcluso; perfectamente construida a prueba de fuego y aislada de las inclemencias del tiempo; y algunos elementos de su construcción y función eran inventos sofisticados o máquinas —las agradables y amarillentas luces difusas, las bibliotecas de música, letras y láminas, distintos instrumentos automáticos o inventos utilizados para la limpieza, la cocina, el lavado y el trabajo de granja y algunos más sutiles y más especializados, guardados en las habitaciones de trabajo en el Ala Este. Todas estas cosas formaban parte de la Casa, construidas en ella o junto con ella, fabricadas allí o en otra de las Casas de la Selva. La maquinaria era pesada y simple, fácil de reparar; sólo la ciencia que sustentaba su poderío era delicada e irremplazable.
Pero una especie de inventos tecnológicos brillaban por su ausencia. La biblioteca reflejaba una habilidad con la electrónica que casi se había vuelto instintiva; a los muchachos les gustaba fabricar pequeños conmutadores para enviarse señales entre sí a través de las habitaciones. Sin embargo no había televisión, teléfono, radio, trasmisiones telegráficas a o desde el Claro. No existía instrumento de comunicación a la distancia. Había un par de deslizadores neumáticos fabricados en la casa, en el Ala Oriental, pero éstos también eran usados principalmente en los juegos de los chicos. Eran difíciles de manejar en los bosques o en las agrestes sendas. Cuando la gente iba a visitar o comerciar a las otras Casas marchaba a pie, o a caballo si el trayecto era muy largo.