—Por supuesto, eso implicaba que tú dirigías el rumbo de la nave, las coordenadas… eras el más grande prostenio, un astrónomo matemático, de todo Kelshy. Tú eras prechnowa respecto de todos los demás, a bordo, excepto mi padre, Har Weden. ¡Eres de la Octava Orden, prech Ramarren! ¿Recuerdas… recuerdas algo de todo eso?
Falk sacudió la cabeza.
El muchacho se calmó y dijo finalmente, con tristeza:
—No puedo realmente creer que no recuerdes, salvo cuando haces eso.
—¿Sacudir la cabeza?
En Werel nos encogemos de hombros para decir no, de este modo.
La simplicidad de Orry era irresistible. Falk intentó encogerse de hombros y le pareció que encontraba acierto en ello, algo así como una propiedad, algo que podía persuadirlo de que se trataba de un antiguo hábito. Sonrió y Orry, inmediatamente, se animó.
—¡Eres tan como tú, prech Ramarren, y al mismo tiempo, tan diferente! Perdóname, pero ¿qué hicieron, qué pudieron hacer para que olvidaras hasta tal punto?
—Me destruyeron. Por supuesto que soy como yo. Soy yo. Soy Falk… —puso la cabeza entre sus manos, Orry, confundido, permanecía en silencio.
El tranquilo y fresco ambiente de la habitación destellaba como una joya verdeazulada alrededor de ellos, la pared occidental estaba radiante con el último Sol de la tarde.
—¿Desde qué distancia lo observan a uno aquí?
—Los Amos quisieron que yo llevara un comunicador si salía en coche aéreo —Orry tocó un brazalete sobre su muñeca izquierda, que aparentemente, consistía en unos eslabones de oro—. Puede existir peligro, después de todo, entre los nativos.
—¿Pero tú eres libre de ir adonde quieras?
—Sí, por supuesto. Este cuarto tuyo es como el mío, transversal al cañón. —Orry parecía perturbado nuevamente—. No tenemos enemigos aquí, has de saberlo, prech Ramarren —aventuró.
—¿No? ¿Dónde se encuentran nuestros enemigos, entonces?
—Buenos, lejos, en el lugar de donde tú vienes.
Se miraron entre sí con mutua incomprensión.
—¿Piensas que los hombres son tus enemigos… los terráqueos, los seres humanos? ¿Piensas que fueron ellos quienes destruyeron mi mente?
—¿Quién si no? —dijo Orry, asustado, con la boca abierta.
—¡Los extranjeros… los Enemigos… los Shing!
—Pero —dijo el muchacho con tímida cortesía, como si comprendiera, por fin, cuan y de qué modo absoluto su primer señor y maestro era ignorante y estaba descarrilado—, nunca hubo un Enemigo. Nunca hubo una Guerra.
La habitación se estremeció suavemente, como un gong que fuera golpeado y resonara con una vibración subauditiva, y, un momento después, una voz, incorpórea, habló: «El consejo se reúne».
La puerta hendidura se abrió y una alta figura entró, majestuosa con vestimentas blancas y una ornamentada peluca negra. Las cejas estaban afeitadas y pintadas más arriba; el rostro, con una espesa máscara de maquillaje, de una suavidad mate, era el de un hombre fuerte de mediana edad. Orry se levantó rápidamente de la mesa y se inclinó, susurrando:
—Amo Abundibot.
—Har Orry —lo reconoció el hombre, su voz enronquecida hasta el susurro; y luego se volvió hacia Falk—: Agad Ramarren. Sé bienvenido. El Consejo de la Tierra se reúne para responder tus preguntas y contemplar tus pedidos. Atentos ahora…
Sólo había mirado a Falk durante unos segundos, y tampoco se acercó más a los werelianos. Había en torno de él un extraño halo de poder y de autosatisfacción, de autoabsorción. Estaba aparte, intocable. Los tres permanecieron sin moverse durante algunos instantes; y Falk siguió la mirada de los otros y vio que la pared interior del cuarto se había puesto brumosa y cambiante y parecía ahora una profunda jalea verdosa, en la cual líneas y formas se insinuaban y se contraían. Luego, la imagen se aclaró, y Falk detuvo su respiración. Apareció el rostro de Estrel, seis veces más grande que su tamaño natural. Los ojos lo miraban con la remota compostura de un cuadro.
—Soy Strela Siobelbel —los labios de la imagen se movieron, pero la voz no era localizable, abstracto susurro que se estremecía en el aire de la habitación—. Fui enviada para traer a la Ciudad, sano y salvo, a un miembro de la Expedición Werel, que se decía, vivía en el Este del Continente Uno. Creo que éste es el hombre.
Y su rostro, que se desvaneció, fue reemplazado por el de Falk.
Una voz incorpórea, sibilante, preguntó:
—¿Reconoció Har Orry a esta persona?
Como Orry contestara, su rostro apareció sobre la pantalla:
—Este es Agad Ramarren, Amo, el piloto de la nave Alterra.
El rostro del muchacho se desvaneció y la pantalla permaneció en blanco, vibrando, mientras que muchas voces susurraban y se confundían en el aire, como si se tratara de una multitudinaria discusión entre espíritus que hablaran en una lengua desconocida. De tal modo celebraban los Shing su Consejo: cada uno en su propio cuarto, aparte, con solo la presencia de voces susurrantes. Como el incomprensible preguntar y responder prosiguiera, Falk le murmuró a Orry:
—¿Conoces esta lengua?
—No, Prech Ramarren. Ellos siempre hablan en Galaktika conmigo.
—¿Por qué hablan de esa manera y no frente a frente?
—Son tantos, miles y miles que se reúnen en el Consejo de la Tierra, me contó el Amo Abundibot. Y están diseminados por el planeta en muchos lugares, aunque Es Toch es la única ciudad. Ese es Ken Kenyek, ahora.
Una vez acallado el zumbido de incorpóreas voces, un nuevo rostro había aparecido sobre la pantalla, un rostro de hombre, con una piel de blancura mortal, pelo negro, ojos claros.
—Agad Ramarren, estamos reunidos y tú has sido traído a nuestro Consejo, para que puedas completar tu misión en la Tierra y, si lo deseas, regresar a tu casa. El Amo Pelleu Abundibot se comunicará telepáticamente contigo.
La pared quedó, abruptamente, en blanco, devuelta a su normal transparencia verde. El hombre alto en el otro extremo del cuarto, miraba a Falk intensamente. Sus labios no se movían, pero Falk lo escuchó hablar, no en susurro ya, sino claramente, con singular nitidez. No podía creer que se tratara de comunicación telepática, aunque no había otra alternativa. Despojada del carácter y del timbre, de la encarnación de la voz, era ésta una pura comprehensión, la razón que se dirigía a la razón.
—Hablamos telepáticamente de modo que tú sólo puedas oír la verdad. Porque no es cierto que nosotros que nos llamamos a nosotros mismos Shing, o que cualquier otro hombre, pueda pervertir u ocultar la verdad en el discurso paraverbal. La Mentira que los hombres nos adjudican es en sí misma una mentira. Pero si prefieres utilizar el discurso hablado hazlo, y nosotros te imitaremos.
—No tengo habilidad para la comunicación telepática —dijo Falk en voz alta, después de una pausa; su voz viviente sonaba fuerte y tosca después del brillante y silencioso contacto mental—. Pero te escucho muy bien. No pregunto la verdad. ¿Quién soy yo para hacerlo? Preferiría escuchar lo que han decidido decirme.
El joven Orry parecía afectado. El rostro de Abundibot nada delataba. Evidentemente estaba sincronizando tanto con Falk como con Orry —una rara proeza en sí misma, en la experiencia de Falk, pues Orry escuchaba simplemente el discurso telepático que nuevamente comenzara—.
—Los hombres destruyeron tu mente y luego te enseñaron lo que desearon que tú supieras… lo que ellos deseaban creer. Así alertado, desconfiaste de nosotros. Temimos que esto sucediera. Pero, pregunta lo que quieras, Agad Ramarren de Werel; contestaremos con la verdad.
—¿Cuánto hace que estoy aquí?
—Seis días.
—¿Por qué fui drogado y engañado en un principio?
—Intentábamos restituirte la memoria. No logramos hacerlo.