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«No le creas, no le creas», se dijo Falk con tal urgencia que no le cupo duda de que el Shing, si tenía la menor habilidad telepática, había recibido el mensaje con toda claridad. Eso no importaba. El juego debía de ser jugado y jugado al modo de ellos, aunque fueran ellos los que estipularan las reglas y los que contaran con toda la destreza. No importaba su ineptitud. Sí su honestidad. Se jugaba entero a esta creencia: que un hombre honesto no puede ser engañado, que la verdad, si el juego se jugaba hasta las últimas consecuencias conduciría a la verdad.

—Dime por qué debo de confiar en ustedes —dijo.

El discurso mental, puro y claro como una nota musical producida electrónicamente, comenzó nuevamente, mientras el emisor Abundibot, y él y Orry, permanecían inmóviles como las piezas sobre un tablero de ajedrez.

—Nosotros, a quienes conoces como Shing, somos hombres. Somos terráqueos, nacidos en la Tierra de seres humanos, como lo fue tu antepasado Jacob Agat de la Primera Colonia en Werel. Los hombres te enseñaron lo que creían sobre la historia de la Tierra en los doce siglos que siguieron a la fundación de la Colonia en Werel. Ahora nosotros, hombres también, te enseñaremos lo que nosotros creemos.

»Ningún enemigo vino alguna vez de las distantes estrellas para atacar la Liga de los Mundos. La Liga fue destruida por la revolución, la guerra civil, por su propia corrupción, militarismo, despotismo. En todos los mundos hubo revueltas, rebeliones, usurpaciones; desde el Primer Mundo se tomaron represalias que abrazaron a los planetas hasta dejarlos convertidos en cenizas. No hubo ya naves de velocidad luz que se arriesgaran a tan incierto futuro: sólo los FTLS, las naves misiles, las maravillas del mundo. La Tierra no fue destrozada pero la mitad de la población lo fue, sus ciudades, sus naves y ansibles, sus informaciones, su cultura, todo en dos terribles años de guerra civil entre los Leales y los Rebeldes, ambos armados con las innominables armas inventadas por la Liga para luchar contra el enemigo extranjero.

»Algunos hombres desesperados, en la Tierra, lograron dominar la batalla en un momento pero, como sabían que era inevitable una contrarrevolución posterior y el consiguiente naufragio y ruina, emplearon una nueva arma. Mintieron. Se inventaron un nombre para si mismos, y un lenguaje, y algunas ambiguas leyendas del remoto mundo de donde decían venir, y luego se dedicaron a diseminar el rumor, a través de la Tierra, en sus propias filas y también en los campos de los Leales, de que el Enemigo había llegado. La guerra civil se debía enteramente al Enemigo. El Enemigo se había infiltrado por doquier, había destruido la Liga y dominaba a la Tierra, se encontraba en el poder y pretendía detener la guerra. Y todo esto lo había logrado por su imprevisible, siniestro y extraño poder: el poder de mentir mentalmente.

»Los hombres creyeron la historia. Era conveniente para su pánico, su desmayo, su fatiga. El mundo en ruinas a su alrededor, se rindieron a un Enemigo a quien se alegraban de considerar sobrenatural, invencible. Se tragaron el anzuelo de la paz.

»Y, desde entonces, han vivido en paz.

»Nosotros, los de Es Toch, tenemos un pequeño mito según el cual en el comienzo el Creador dijo una gran mentira. Porque nada en absoluto había, pero el Creador habló y dijo: existe. Y, atención, para que la mentira de Dios pudiera ser la verdad de Dios, el Universo, en ese mismo instante, comenzó a existir…

»Si la paz humana depende de la mentira, había quienes deseaban mantener la mentira. Puesto que los hombres insistieron en que el Enemigo había llegado y regía la Tierra, nosotros nos llamamos a nosotros mismos el Enemigo, y regimos. Nadie vino a disputarnos nuestra mentira o a destruir nuestra paz; los mundos de la Liga se encuentran desvinculados, la época de los vuelos interestelares ha pasado; una vez cada siglo, quizás, alguna nave de un lejano mundo llega, errabunda, como la vuestra. Hay rebeldes contra nuestra égida, como aquellos que atacaron vuestra nave en la Barrera. Tratamos de controlar a esos rebeldes, pues, bien o mal, hemos instaurado y soportado durante un milenio el pesado fardo de la paz humana. Por haber dicho una gran mentira, debemos ahora sustentar una gran ley. Conoces la ley que nosotros, hombres entre hombres, promovemos: la única Ley, aprendida en la más terrible hora de la humanidad».

El brillante discurso, telepático y átono, cesó; era como el apagarse de una luz. En el silencio como una oscuridad, que siguió, el joven Orry susurró en voz alta:

—Respeto por la Vida.

Silencio nuevamente. Falk permaneció inmóvil, intentando que su rostro no delatara ni tampoco sus sentimientos, posiblemente captados, la confusión e inseguridad que experimentaba. ¿Era todo lo que aprendiera falso? ¿No existía, en verdad, Enemigo alguno de la humanidad?

—Si esta historia es la verdadera —dijo, finalmente—, ¿por qué no la contasteis y la demostrasteis a los hombres?

—Somos hombres —llegó la respuesta telepática—. Hay miles y miles entre nosotros que saben la verdad. Somos dueños del poder y de la sabiduría, y los usamos para la paz. Se avecinan épocas obscuras, y ésta es una de ellas, a lo largo de la historia humana, en que la gente creerá que el mundo está regido por demonios. Nosotros representamos el papel de los demonios en sus mitologías. Cuando empiecen a reemplazar la mitología por la razón, los ayudaremos; y ellos aprenderán la verdad.

—¿Por qué me cuentas esas cosas?

—En virtud de la verdad y en tu beneficio.

—¿Quién soy yo para merecer la verdad? —repitió Falk, con frialdad, mirando a través de la habitación, el rostro de máscara de Abundibot.

—Tú eres un mensajero de un mundo perdido, una colonia de la cual todo informe se perdió en los años de Desgracia. Viniste a la Tierra, y nosotros, los Amos de la Tierra, no logramos protegerte. Para nosotros eso significa una vergüenza y un pesar. Fueron hombres de la Tierra los que te atacaron, mataron o destruyeron mentalmente a todos tus acompañantes, hombres de la Tierra, del planeta al cual, después de tantos años, retornabas. Eran rebeldes del Continente Tres, que no se encuentra tan primitiva ni escasamente habitado como el Continente Uno; usaban coches interplanetarios robados; presumían que toda nave de velocidad luz debía de pertenecer a los Shing, de modo que atacaron la Alterra sin advertencia previa. Nosotros podríamos haberlo impedido si hubiéramos estado más alertas. Te debemos toda la reparación que seamos capaces de brindarte.

—Te han rastreado a ti y a los otros durante todos estos años —interfirió Orry, gravemente y en cierto modo suplicante; obviamente quería que Falk creyera todo, que lo admitiera y que… ¿para qué?

—Ustedes intentaron restituirme la memoria —dijo Falk—. ¿Por qué?

—¿No es eso lo que viniste a buscar aquí, tu perdido ser?

—Sí, es cierto. Pero yo… —ni siquiera sabía que preguntas formular; no podía creer ni dejar de creer todo lo que se le había dicho. No parecía existir pauta de referencia alguna. Que Zove y los suyos le hubieran mentido era inconcebible, pero que aquellos hubieran sido engañados y vivieran en la ignorancia de la verdad era, por cierto, posible. Sospechaba de todo lo dicho por Abundibot, y, sin embargo, había sido comunicado mentalmente, en discurso telepático inmediato donde la mentira es imposible… ¿o no? Si un mentiroso dice que no miente… Falk, nuevamente, se dio por vencido. Mirando, una vez más a Abundibot, dijo—: Por favor, no me hables mentalmente. Yo… yo preferiría escuchar tu voz. ¿Descubrieron ustedes, creo que dijiste, que no podían restituirme la memoria?

Abundibot cambió y un susurro ronco en Galaktika sobrevino, extemporáneamente, después de la fluidez de su mensaje:

—No por los medios que utilizamos nosotros.

—¿Por otros medios?