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Y el chico lo creía. Para él no era una representación; o, de serlo, él actuaba en ella.

—Hay algo que me preocupa —dijo cautelosamente Falk—. Me dijiste que Werel se encuentra a ciento treinta o ciento cuarenta años luz de la Tierra. No puede haber muchas estrellas a esa misma distancia.

—Los Amos dicen que hay cuatro estrellas con planetas que podrían ser nuestro sistema, entre ciento quince y ciento cincuenta años luz de distancia. Pero están situadas en cuatro direcciones diferentes, y si los Shing envían una nave en su busca podrían pasarse más de mil trescientos años de tiempo real yendo de una a otra hasta encontrar la que corresponde.

—Aunque fueras un chico, me parece un poco extraño que no supieras cuánto tiempo insumía el viaje… es decir, qué edad tendrías a tu regreso.

—Se habló de «dos años», prech Ramarren… es decir, aproximadamente, mil veinte años terrestres… pero es muy evidente que no era esa la cifra exacta —durante un momento, al volver al tema de Werel, el muchacho habló con un dejo de sobria resolución que no había demostrado antes—. Creo que, como no sabían qué cosa o a quienes encontrarían en la Tierra, los Adultos de la Expedición quisieron asegurarse de que nosotros, los chicos, sin necesidad de guardia mental alguna, no podríamos procurarle al enemigo la ubicación de Werel. Era más seguro para nosotros ser ignorantes, quizás.

—¿Recuerdas cómo se veían las estrellas desde Werel… las constelaciones?

Orry se encogió de hombros para negar y sonrió.

—Los Amos también preguntaron eso. Yo había nacido en invierno, prech Ramarren. La primavera recién comenzaba cuando partimos. Apenas recuerdo un cielo sin nubes.

Si todo era cierto, entonces realmente sólo él —mejor dicho, su suprimido ser, Ramarren— podía decir de dónde habían venido él y Orry. ¿Explicaría eso lo que aparentaba ser el problema central, el interés que los Shing demostraran por él, el haberlo traído a este lugar bajo la tutela de Estrel, su ofrecimiento para restaurarle la memoria? Había un mundo que no estaba bajo su control y en él se había reinventado el vuelo a velocidad luz; ellos podrían querer saber dónde se encontraba. Y si le restituían su memoria él sería capaz de decírselo. Si era cierto que ellos podían restituirle la memoria. Si algo, por lo menos, de todo lo que le dijeran, era verdad. Suspiró. Estaba fatigado de todo ese tumulto de sospechas, de esa plétora de insubstanciales maravillas. Por momentos se preguntaba si todavía se encontraría bajo los efectos de una droga. Él y, probablemente, este muchacho, eran como juguetes en las manos de extraños jugadores sin fe.

—¿Estaba él… el llamado Abundibot… estaba él en la habitación, recién, o se trataba de una proyección, de una ilusión?

—No lo sé, prech Ramarren —replicó Orry; la substancia que aspiraba del tubo parecía animarlo y sedarlo; siempre ligeramente aniñado, hablaba ahora con alegre facilidad—. Pienso que estaba allí. Pero ellos nunca se acercan. Te diré, y es curioso, que en el largo tiempo que he permanecido aquí, seis años, nunca he tocado a uno de ellos. Se mantienen completamente aparte, cada uno en su soledad. No quiero decir con esto que no sean bondadosos —añadió rápidamente, mirando con sus claros ojos a Falk para asegurarse de que no lo había inducido a error—. Son muy bondadosos. Me gusta mucho el Amo Abundibot, y Ken Kenyek, y Parla. Pero están tan distantes… más allá de mí. Saben tanto. Soportan tal responsabilidad. Mantienen vivo el conocimiento, mantienen la paz y soportan todas las cargas, y así han vivido durante mil años, mientras que el resto de la gente, en la Tierra, no asume ninguna responsabilidad y vive en una libertad embrutecida. Los otros hombres los odian y no aprenden la verdad que éstos les ofrecen. De modo que deben mantenerse aparte, solos, con el objeto de preservar la paz y las facultades y el conocimiento que se hubieran perdido, de no ser por ellos, en unos pocos años, entre las tribus guerreras y las Casas y los Merodeadores y los caníbales errantes.

—No todos son caníbales —dijo Falk secamente.

La bien aprendida lección de Orry parecía haberse esfumado.

—No —convino—, supongo que no.

—Algunos de ellos dicen que han caído tan bajo porque los Shing los someten; que si buscan el conocimiento los Shing se lo impiden, si pretenden formar una Ciudad propia, los Shing se la destruyen y a ellos también.

Hubo una pausa. Orry terminó de succionar su tubo de pariitha y, cuidadosamente lo enterró entre las raíces de un arbusto de largas y colgantes flores rojas. Falk esperó su respuesta y sólo recién comprendió, progresivamente, que no habría ninguna. Lo que había dicho simplemente no había penetrado, no tenía sentido para el muchacho.

Caminaron entre las luces cambiantes y húmedas fragancias del Jardín, la Luna estaba brumosa encima de ellos.

—¿La mujer cuya imagen apareció en primer término, recién… la conoces?

—Strella Siobelbel —respondió prestamente el muchacho—. Sí, la he visto en reuniones del Consejo antes.

—¿Es una Shing?

—No, no es uno de los Amos; creo que sus parientes son montañeses, pero que ella se educó en Es Toch. Mucha gente trae o manda sus hijos para que sean educados en el servicio de los Amos. Y los chicos con mentes infranormales son traídos aquí y sometidos a las psicocomputadoras de modo que, aun ellos, puedan contribuir en la gran obra. Esos son los que los ignorantes llaman instrumentos. ¿Tú viniste aquí con Strella Siobelbel, prech Ramarren?

—Vine con ella; caminé con ella; comí con ella; me acosté con ella. Me dijo que era Estrel, una Merodeadora.

—Tendrías que haberte dado cuenta de que no era una Shing —dijo al chico, luego enrojeció y buscó otro de los tubos tranquilizadores, comenzando, entonces, a succionar nuevamente.

—¿Una Shing no se hubiera acostado conmigo? —preguntó Falk.

El muchacho se encogió de hombros con su wereliana negación, todavía ruborizado; la droga finalmente lo animó y dijo:

—No tocan a hombres comunes, prech Ramarren… Son como dioses, fríos y bondadosos y sabios…. se mantienen apartados…

Era fluido, incoherente, aniñado. ¿Sabía él de su propia soledad, huérfano y extranjero, viviendo su infancia y adolescencia entre estas gentes que se mantenían aparte, que no lo tocaban, que lo cebaban con palabras pero lo dejaban tan vacío de realidad que, a los quince años, buscaba la alegría en una droga? Por cierto que no conocía su aislamiento como tal… no parecía tener ideas demasiado claras sobre nada… pero su soledad se asomaba a sus ojos, a veces, como una súplica a Falk. Suplicante y débilmente expectante, era la mirada de alguien que se moría de sed en un seco desierto de sal y elevaba los ojos en busca del milagro. Había mucho más para preguntarle pero preguntar no servía de mucho. Compadecido, Falk puso su mano sobre el delgado hombro del muchacho. El chico se asombró, sonrió tímida y vagamente y succionó nuevamente su tranquilizador.

De regreso en su cuarto, donde todo estaba tan lujosamente arreglado para su confort… ¿y para impresionar a Orry…? Falk se paseó durante unos momentos como un oso enjaulado y, finalmente, se acostó a dormir. En sus sueños se vio en una casa, como la Casa de la Selva, pero la gente que la habitaba tenía los ojos de color ágata y ámbar. Él intentaba decirles que era uno de ellos, su propio pariente, pero ellos no lo entendían y lo observaban con extrañeza mientras él tartamudeaba y buscaba las palabras adecuadas, las verdaderas palabras, el verdadero nombre.