Los hombres instrumentos esperaban para servirlo cuando despertó. Los despidió y se marcharon. Se dirigió al hall. Nadie le obstaculizó el paso; no encontró a nadie. Todo parecía desierto, nadie en los largos y brumosos corredores o en las rampas o en el interior de las semivisibles habitaciones de paredes obscuras, cuyas puertas no pudo encontrar. Sin embargo, constantemente se sentía observado, todos sus movimientos controlados.
Cuando encontró el camino de regreso a su cuarto, Orry lo estaba esperando, para llevarlo a conocer la ciudad. Toda la tarde la exploraron, a pie y en un deslizador paristolis, recorrieron calles y terrazas de jardines, puentes y palacios y casas de Es Toch. Orry estaba generosamente provisto con cuentas de iridium que servían como dinero, y cuando Falk señaló que no le gustaban las ropas fantaseosas que sus huéspedes le habían dado, Orry insistió para que fueran a una tienda y se vistiera como le gustara. Estuvo eligiendo entre percheros y mesas de suntuosas ropas, tejidas y plastiformisadas, destellantes con dibujos de colores fuertes; recordó a Parth tejiendo en su pequeño telar bajo el Sol un dibujo de garzas blancas sobre gris. Tejeré ropas negras y las usaré había dicho ella, y, al recordarlo, eligió, de entre todo el encantador arco iris de batas y telas, pantalones negros, una camisa obscura y una corta capa negra de tela de invierno.
—Se parecen a nuestras ropas, en Werel —dijo Orry que miró dubitativamente, durante unos instantes, su propia túnica rojo fuego—. Sólo que allí no tenemos tela de invierno., ¡Oh, hay tantas cosas que podríamos llevar de la Tierra a Werel, tantas para contarlas y enseñarles, si pudiéramos ir!
Se dirigieron hacia un lugar donde se servía comida, construido sobre un estante transparente por encima de la garganta del cañón. Cuando la fría y brillante tarde de las altas montañas obscureció el abismo, por debajo de ellos, los edificios que se elevaban en los bordes destellaron, iridiscentes, y las calles y los puentes colgantes relumbraron con luces. La música ondulaba en el aire alrededor de ellos mientras comían los alimentos disfrazados con especies y observaban el ir y venir de la multitud ciudadana.
Algunos de los que caminaban por Es Toch estaban pobremente vestidos, otros suntuosamente, muchos como travestis, con vestimentas chillonas como las que Falk recordaba, vagamente, que le había visto usar a Estrel. Un grupo era de piel blanca, ojos azules y el pelo como paja. Falk pensó que se habían decolorado de alguna manera, pero Orry le explicó que se trataba de tribus provenientes de una región del Continente Dos, cuya cultura había sido alentada por los Shing, que trajeron a los dirigentes y jóvenes con coches voladores para que vieran Es Toch y aprendieran sus costumbres.
—Como verás, presch Ramarren, no es verdad que los Amos se nieguen a enseñarles a los nativos; son los nativos los que se resisten a aprender. Estos blancos que aquí andan, comparten el saber de los Amos.
—¿Y de qué se han olvidado para ganar semejante premio? —preguntó Falk, pero la pregunta nada significó para Orry. No sabía casi nada sobre los «nativos», cómo vivían o qué cultura tenían. Trataba a los tenderos y a los mozos con condescendencia, amablemente, como un hombre entre inferiores. Esta arrogancia debía de haberla traído de Werel; describió a la sociedad de Kelshak como jerarquizada, intensamente consciente del puesto de cada persona en una escala u orden, aunque qué fuera lo establecido por el orden y sobre qué valores se fundara, era algo que Falk no comprendía. No se trataba sólo de rango de cuna, pero los infantiles recuerdos de Orry no lograban proporcionar una imagen clara. A pesar de que pudiera ser así, a Falk no le agradaba el tono de la palabra «nativos» en la boca de Orry y, finalmente, le preguntó con un dejo de ironía:
—¿Cómo distingues a aquellos ante quienes debes inclinarte de los que tienen que inclinarse ante ti? Yo no logro discernir a los Amos de los Nativos. Los Amos son nativos, ¿no es cierto?
—Oh, sí. Los nativos se llaman con ese nombre a sí mismos, porque insisten en afirmar que los Amos son conquistadores extraños. Yo tampoco puedo distinguirlos, algunas veces —dijo el muchacho con su ambigua y contagiosa sonrisa ingenua.
—¿La mayor parte de las personas que transitan por esta calle son Shing?
—Supongo que sí. Por supuesto sólo conozco a unos pocos de vista.
—No entiendo qué mantiene a los Amos, a los Shing, aparte de los nativos, si todos son hombres terrestres.
—¡Cómo! ¡El conocimiento, el poder… los Amos han regido la Tierra durante más tiempo que los achinawo a Kelshy!
—¿Pero se mantienen como una casta aparte? Dijiste que los Amos creen en la democracia —esta era una palabra antigua y lo había impresionado cuando Orry la usara; no estaba seguro de su significado pero sabía que se refería a la participación general en el gobierno.
—Sí, por cierto, prech Ramarren. El Consejo rige democráticamente para el bien de todos, y no hay rey ni dictador. ¿Vamos a un hall de pariitha? Tienen estimulantes, si no quieres pariitha, hay bailarinas y también intérpretes de teanb.
—¿Te gusta la música?
—No —dijo el muchacho con candor apologético—. Me dan ganas de llorar o de gritar. Por supuesto, en Werel sólo los animales y los niños pequeños cantan. Es… es algo mal visto que los adultos lo hagan. Pero a los Amos les gusta alentar las artes nativas. Y la danza, a veces es muy lindo…
—No —la inquietud se apoderaba de Falk, un deseo de terminar de una vez por todas con este asunto—. Tengo que hacerle una pregunta al llamado Abundibot, si consiente en vernos.
—Por cierto que sí, fue mi maestro durante largo tiempo; puedo llamarlo con esto —Orry elevó hasta su boca el brazalete de oro que llevaba en la muñeca.
Mientras hablaba por él, Falk recordaba a Estrel murmurando sus plegarias a su amuleto y se maravillaba de su propia estupidez. Cualquier tonto hubiera adivinado que se trataba de un trasmisor; cualquier tonto menos éste…
—Lord Abundibot dice que vayamos tan pronto como podamos. Está en el Palacio del Este —le anunció Orry, y se marcharon; al pasar Orry le arrojó una moneda al mozo que los saludaba con una reverencia.
Nubes de tormenta primaverales habían ocultado las estrellas y la Luna, pero las calles destellaban luz. Falk las atravesó con el corazón oprimido. A pesar de todos sus temores había deseado ver la ciudad, Elonaae, el Lugar de los Hombres; pero ésta sólo lograba angustiarlo y fatigarlo. No eran las multitudes las que lo perturbaban, aunque no recordaba haber visto más de diez casas o de un centenar de personas reunidas. No era la realidad de la ciudad lo abrumador sino su irrealidad. Este no era un Lugar de Hombres. Es Toch no producía la impresión de histórica, de prolongarse hacia atrás en el pasado y hacia afuera, en el tiempo, aunque había regido al mundo durante un milenio. No había ninguna de las bibliotecas, escuelas, museos que los antiguos telecarreteles en la Casa de Zove le habían mostrado; no había monumentos ni recuerdos de la Gran Época del Hombre; no había corriente alguna de enseñanza ni de comercio. El dinero usado era, tan sólo, una largueza de los Shing, porque no existía economía que diera lugar a una autonomía monetaria. Aunque se decía que había tantos Amos, sin embargo, en la Tierra, sólo contaban con esta Ciudad, apartada de todo, así como la propia Tierra permanecía apartada de los otros mundos que una vez habían formado la Liga. Es Toch se limitaba a sí misma, se nutría a sí misma, no tenía raíces; todo su brillantez y la transparencia de sus luces y maquinarias y rostros, su multiplicidad de extranjeros, su lujosa complejidad estaba construida sobre un cisma en el terreno, sobre un lugar hueco. Era el Lugar de la Mentira. Sin embargo, era maravillosa, como una joya tallada y caída en la vasta espesura de la Tierra: maravillosa, sin tiempo, ajena.