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El deslizador los condujo por encima de uno de los puentes descendientes, hacia una luminosa torre. El río, muy abajo, corría invisible en la oscuridad; las montañas estaban ocultas por la noche y la tormenta y el reflejo de la ciudad. Hombres instrumentos recibieron a Falk y Orry a la entrada de la torre, y los condujeron hasta un ascensor valva y de allí a una habitación cuyas paredes, sin ventanas y translúcidas, como siempre, parecían hechas de rocío azulino y destellante. Se los invitó a sentarse y se les sirvió, en altas tazas de plata, alguna bebida. Falk sintió cautelosamente el gusto y se sorprendió al descubrir el mismo sabor a enebro que tenía el licor que le sirvieran en el Enclave de Kansas. Sabía que era muy mareador y no bebió más; pero Orry lo apuró a grandes tragos con fruición. Abundibot hizo su entrada, vestido de blanco, el rostro con la máscara, y despidió a los hombres instrumentos con un ligero gesto. Se detuvo a cierta distancia de Falk y Orry. Los instrumentos habían dejado una tercera taza de plata sobre un pequeño estrado. La levantó, a guisa de saludo, la apuró de un trago y luego dijo con su seca voz susurrante:

—¿No bebes, Amo Ramarren? Hay un proverbio muy viejo en la Tierra: «En el vino, la verdad» —sonrió y dejó de sonreír—. Pero tú tienes sed de verdad, no de vino, quizás.

—Hay una pregunta que deseo hacerte.

—¿Sólo una? —la nota de burla le pareció tan evidente a Falk, tan clara que miró hacia Orry para ver si éste la había captado; pero el muchacho, succionando otro tubo de pariitha, los ojos gris oro bajos, nada había percibido.

—Preferiría hablar contigo a solas, durante un momento —dijo Falk abruptamente.

Al escuchar estas palabras Orry levantó la mirada, turbado; el Shing dijo:

—Puedes hacerlo, por supuesto. No constituirá ninguna diferencia sin embargo, para mi respuesta, el que Har Orry se encuentre o no presente. Nada hay que le ocultemos y que pudiéramos decirte a ti, así como nada hay que pudiéramos decirle a él y ocultarte a ti. Si prefieres, no obstante, que se retire, así se hará.

—Espérame en el hall, Orry —dijo Falk; dócil, el muchacho salió. Cuando los verticales labios de la puerta se hubieron cerrado detrás de él, Falk dijo… susurró, más bien, porque todos susurraban aquí—: Quisiera repetir lo que te pregunté antes. No estoy seguro de haber entendido. ¿Pueden ustedes restituirme mi primera memoria sólo al precio de mi memoria actual, ¿no es verdad?

—¿Por qué me preguntas qué es verdad? ¿Lo creerás?

—¿Por qué… por qué no habría de creerlo? —replicó Falk, pero su corazón saltó porque sintió que el Shing jugaba con él como con una criatura absolutamente incompetente y sin fuerzas.

—¿No somos los Mentirosos? No debes creer nada de lo que decimos. Eso es lo que te enseñaron en la Casa de Zove, eso es lo que piensas. Sabemos en que piensas.

—Contéstame lo que te pregunto —dijo Falk, sabiendo lo inútil de su obstinación.

—Te diré lo que ya te dije, y lo mejor que pueda, aunque es Ken Kenyek el que más sabe de estos asuntos. Él es nuestro más hábil manipulador de mentes. ¿Quieres que lo llame…? No cabe duda de que deseará proyectarse aquí, ante nosotros. ¿No? No importa, por supuesto. Crudamente expresada, la respuesta a tu pregunta es la siguiente: Tu mente, como dijimos, fue destruida. La destrucción de la mente es una operación, no quirúrgica, sino paramental y significa un tratamiento psicoeléctrico, cuyos efectos son mucho más absolutos que los del mero bloqueo hipnótico. La restauración de una mente destruida es posible, pero es un asunto mucho más drástico, en consecuencia, que la remoción de un bloqueo hipnótico. Lo que se cuestiona, para ti, en este momento, es una memoria secundaria, superagregada, una memoria y una estructura de personalidad parcial, que ahora llamas tu «yo». Tal no es, por supuesto, el caso. Si se lo considera con imparcialidad, este segundo yo es un mero rudimento, emocionalniente limitado e intelectualmente incompetente, comparado con el verdadero yo que tan profundamente yace escondido. No podemos ni esperamos que seas capaz de juzgar imparcialmente; sin embargo, quisiéramos asegurarte que la restauración de Ramarren incluiría la continuidad de Falk. Y hemos estado tentados de mentirte sobre el asunto, para evitarte el temor y la duda y facilitar tu decisión. Pero, es mejor que conozcas la verdad; no podría ser otra para nosotros ni, creemos, para ti. La verdad es ésta: cuando restauremos a su normal condición y función la totalidad sináptica de tu mente original, si es que puedo simplificar de este modo la increíblemente compleja operación que Ken Kenyek y sus psicocomputadores están dispuestos a realizar, esta restauración entrañará el bloqueo total de tu estructura sináptica secundaria que ahora consideras como tu mente y tu yo. Esta segunda estructura será irreversiblemente suprimida: destruida, a su vez.

—Para revivir a Ramarren tienen que matar a Falk, entonces.

—Nosotros no matamos —dijo el Shing en su más áspero susurro, luego lo repitió con inflamada intensidad en comunicación telepática— ¡Nosotros no matamos!

Hubo una pausa.

—Para ganar lo más grande debes renunciar a la menor. Siempre es ésa la regla —susurró el Shing.

—Para vivir uno debe de consentir morir —dijo Falk y vio la mueca en el rostro de máscara—. Muy bien. Estoy de acuerdo. Consiento y admito que me maten. Mi consentimiento no tiene realmente importancia, ¿no es cierto…? sin embargo, ustedes lo requieren.

—No te mataremos —el susurro era más alto—. Nosotros no matamos. No tomamos la vida. Te restauramos a tu verdadera vida y ser. Sólo que debes de olvidar. Ese es el precio; no hay posibilidad de elección o de duda: para ser Ramarren debes de olvidar a Falk. A esto debes asentir, en verdad, pero es todo lo que te pedimos.

—Denme un día más —dijo Falk, y luego se levantó poniendo término a la conversación.

Había perdido; se encontraba impotente. Y, sin embargo, la máscara se había contraído en una mueca; había tocado, por un segundo, la inapresable mentira; y en ese momento había sentido que, si tuviera las facultades o el poder para alcanzarla, la verdad yacía muy cerca de su mano.

Falk abandonó el edificio con Orry, y cuando se encontraron en la calle dijo:

—Ven conmigo. Quiero hablarte lejos de estas paredes.

Cruzaron la brillante calle hacia el borde del acantilado y permanecieron allí, juntos, en el frío viento nocturno de la primavera, ametrallados por las luces que atravesaban el puente, por encima del negro abismo que se abría desde el borde de la calle.

—Cuando yo era Ramarren —dijo Falk lentamente—, ¿tenía el derecho a pedirte un favor?

—Todos los favores —contestó el muchacho con la sobria celeridad que le sobrevenía cuando volvían al asunto de su temprana experiencia en Werel.

Falk lo miró a los ojos y sostuvo su mirada durante unos momentos. Señaló el brazalete de eslabones de oro en la muñeca de Orry y con un gesto le indicó que se lo quitara y lo arrojara a la garganta del cañón.

Orry comenzó a hablar; Falk puso su dedo sobre sus labios.

La mirada del muchacho destelló; vaciló y luego se quitó la pulsera y la arrojó hacia las sombras. Luego volvió nuevamente su rostro hacia Falk y en él se leían la confusión, el miedo, y el anhelo de aprobación.