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Por primera vez, Falk se comunicó telepáticamente con él.

—¿Usas otro invento o adorno, Orry?

Al principio el muchacho no comprendió. El mensaje de Falk era tosco y débil en comparación con el de los Shing. Cuando comprendió, finalmente, replicó paraverbalmente con gran claridad:

—No, sólo el comunicador. ¿Por qué quisiste que lo arrojara?

—Quiero hablar sin que nadie nos escuche, Orry.

El muchacho parecía asombrado y asustado.

—Los Amos pueden escuchar —susurró en voz alta—. Pueden escuchar la conversación telepática en cualquier lugar, prech Ramarren… y recién acabo de comenzar mi entrenamiento en defensa mental.

—¡Entonces, hablaremos en voz alta —dijo Falk, aunque dudaba de que los Shing pudieran percibir la comunicación telepática «en cualquier lugar» sin ayuda mecánica de alguna naturaleza—. Esto es lo que quiero pedirte. Estos Amos de Es Toch me trajeron aquí, al parecer, para restaurar mi memoria como Ramarren. Pero ellos pueden hacerlo o lo harán sólo al precio de mi memoria actual y de todo lo que he aprendido sobre la Tierra. Insisten en ello. Yo no deseo que así sea. Yo no deseo olvidar lo que sé y lo que intuyo, y ser un ignorante instrumento en sus manos. ¡No quiero morir una vez más antes de mi muerte! No creo que pueda oponerme a ellos, pero lo intentaré, y el favor que te pido es éste… —se detuvo, hesitante entre varias alternativas, pues todavía no se había forjado un plan.

El rostro de Orry, que se había excitado, ahora se ensombreció nuevamente con confusión y, finalmente, éste dijo:

—Pero por qué…

—¿Entonces? —dijo Falk, comprobando que la autoridad que, brevemente había ejercido sobre el muchacho se evaporaba. Sin embargo, lo había inducido a la pregunta.

—¿Por qué? —y, si alguna vez habría de imponerse, tendría que ser ahora.

—¿Por qué no confías en los Amos? ¿Por qué habrían de querer ellos suprimir tu memoria terrestre?

—Porque Ramarren no sabe lo que yo sé. Ni tú tampoco. Y nuestra ignorancia puede delatar al mundo que aquí nos envió.

—Pero tú… tú ni siquiera recuerdas nuestro mundo…

—No. Pero no serviré a los mentirosos que rigen éste. Escúchame. Esto es todo lo que puedo intuir de lo que quieren. Restaurarán mi primera mente con el objeto de conocer el verdadero nombre y la situación astral de nuestro mundo. Si lo logran mientras trabajan en mi mente, entonces creo que me matarán allí mismo y te dirán que la operación ha sido fatal; o destruirán mi mente una vez más y te dirán que la operación ha resultado un fracaso. Si no es así, me dejarán vivir, por lo menos hasta que les diga lo que pretenden. Y yo no sabré lo suficiente, como Ramarren, no para ellos. Entonces, nos mandarán de regreso a Werel únicos sobrevivientes del gran viaje que retornan después de los siglos para decirle a Werel como, en la obscura y bárbara Tierra, los Shing mantienen valientemente la antorcha de la civilización encendida. Los Shing que no son los Enemigos del hombre, los Amos que se sacrifican a sí mismos, los sabios Amos que son realmente hombres de la tierra, que no son extranjeros ni conquistadores. Les contaremos a Werel todo sobre los amigos Shing. Y ellos nos creerán. Creerán las mentiras que nosotros creemos. Y de ese modo no temerán ataque alguno por parte de los Shing; y no enviarán socorro a los hombres de la Tierra, los verdaderos hombres que esperan la liberación de la mentira.

—Pero, prech Ramarren, no son mentiras —dijo Orry.

Falk lo miró durante un minuto a la difusa, brillante y cambiante luz. Su corazón se abatió pero, finalmente, dijo:

—¿Me harás el favor que te pido?

—Sí —susurró el muchacho.

—¿Sin contarle a ningún otro ser viviente de qué se trata?

—Sí.

—Es simplemente esto. Cuando me veas por primera vez como Ramarren… si alguna vez sucede… entonces dime estas palabras: Lee la primera página del libro.

—Lee la primera página del libro —dijo Orry dócilmente.

Hubo una pausa. Falk se sentía cercado por la impotencia, como una mosca en una tela de araña.

—¿Es ese todo el favor, prech Ramarren?

—Eso es todo.

El muchacho inclinó la cabeza y murmuró una frase en su lengua nativa, evidentemente alguna fórmula de juramento. Luego preguntó:

—¿Qué debo decirles sobre el brazalete comunicador, prech Ramarren?

—La verdad… no tiene importancia si mantienes lo otro en secreto —dijo Falk.

Parecía, por lo menos, que no le habían enseñado a mentir. Pero tampoco le habían enseñado a distinguir la verdad de la mentira.

Orry lo llevó de regreso en el deslizador por el puente, y volvió a entrar en el palacio brillante y de luminosas paredes donde Estrel lo condujera por primera vez. Una vez solo en su habitación dio curso al temor y a la rabia con absoluta conciencia del engaño a que se lo sometía y de su desamparo; y cuando hubo controlado su cólera, todavía siguió caminando arriba y abajo, por el cuarto, como un oso en una jaula que luchara contra el miedo a la muerte.

Si les suplicaba, ¿no lo dejarían seguir viviendo como Falk, un ser sin utilidad para ellos pero no dañino?

No. No lo harían. Era algo muy claro y sólo la cobardía lo inducía a concebir semejante cosa. No había esperanza. ¿Podría escapar?

Quizás. La aparente soledad de este edificio podría ser una celada o una trampa o, como tantas otras cosas, aquí, una ilusión. Sentía y adivinaba que se encontraba constantemente espiado, ya fuera oral como auditivamente, por presencias secretas e inventos. Todas las puertas estaban custodiadas por hombres instrumentos o monitores electrónicos. Pero si escapaba de Es Toch, después… ¿qué?

Podría hacer el viaje de regreso a través de las montañas, de las llanuras, a través de la selva, y llegar, por fin, al Claro, donde Parth… ¡No! Se detuvo con ira. No podía volver. Había llegado aquí detrás de su rastro y tenía que seguir hasta el final; hasta la muerte si era necesario, hasta el nuevo nacimiento… nuevo nacimiento de un extranjero, de un alma extraña.

Pero nadie había aquí para contarle a ese extranjero la verdad. Nadie había aquí en quien Falk pudiera confiar, excepto en sí mismo, y no sólo Falk debía morir sino que su muerte habría de servir a los propósitos del enemigo. Eso era algo que no podía soportar; algo insoportable. Se paseaba arriba y abajo, entre las sombras persistentes y verdosas de su cuarto. A través del techo se reflejaban, velados, los destellos de inaudibles luces. No serviría a los Mentirosos; no les contaría lo que pretendían saber. No era Werel lo que lo preocupaba… pues todo lo que sabía, sus propias intuiciones, eran erradas, el propio Werel era una mentira y Orry, tan solo, una Estrel más elaborada; no tenía qué contarles. Pero él amaba la Tierra, aunque era un extranjero en ella, el Sol en el Claro, Parth. No traicionaría todo esto. Debía creer que existía alguna posibilidad para guardarse, contra todo poder y celada, de traicionarlos.

Una y otra vez intentó imaginar algún modo de que él, Falk, pudiera dejar un mensaje para sí mismo en su carácter de Ramarren: un problema tan grotesco en sí mismo que agotaba su imaginación, y, además, insoluble. Si los Shing no lo observaban escribir dicho mensaje, seguramente lo descubrirían, una vez escrito. En un primer momento había pensado utilizar a Orry como el nexo indispensable, con la orden de decirle a Ramarren:

—No contestes las preguntas de los Shing.

Pero no era posible confiar en que Orry obedeciera o en que mantuviera la orden en secreto. Los Shing habían manejado hasta tal punto la mente del muchacho que éste representaba tan solo, un instrumento; y aun el mensaje sin significado que le había confiado podría ser conocido por sus Amos.