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No encontraba ardid o estratagema, ni medios o instrumentos que le facilitaran una salida. Sólo había una esperanza, y muy remota: que él pudiera resistir; que, a pesar de todo lo que le hicieran se pudiera mantener y se negara a olvidar, se negara a morir. Lo único que le permitía concebir este pensamiento era la afirmación de los Shing en el sentido de que semejante resistencia sería imposible.

Querían hacerle creer que era imposible.

Las ilusiones ópticas y las apariciones y alucinaciones de sus primeras horas o días en Es Toch habían obrado sobre él con el fin de confundirlo y de debilitar su confianza en sí mismo: porque eso era lo que ellos pretendían. Querían que no tuviera seguridad en sí, en sus creencias, en su. conocimiento, en su fuerza. Todas las explicaciones sobre la destrucción de la mente concurrían, también, a su alarma, a espantarlo, a convencerlo de que no podría resistir sus operaciones parahipnóticas…

Ramarren no las había soportado.

Pero Ramarren no había tenido sospechas o prevención alguna respecto de sus poderes o de lo que intentaban hacerle, mientras que Falk sí. Eso implicaba, por cierto, una diferencia. A pesar de todo, la memoria de Ramarren no había sido anulada más allá de toda apelación posible, como insistían en que lo sería la de Falk: la prueba era que pretendían convocarla nuevamente.

Una esperanza; una muy remota esperanza. Y todo lo que podía era decir sobreviviré, con el anhelo de que fuera cierto; y, con suerte, lo sería. ¿Y sin suerte…?

La esperanza es más útil y más dura aun que la verdad, pensaba, y recorría su habitación mientras el relampagueo vago y silencioso se reflejaba por encima. En una época favorable uno confía en la vida; en una mala, sólo anhela. Pero, ambas tienen la misma esencia: constituyen las indispensables relaciones de una mente con otras, con el mundo y con el tiempo. Sin fe, un hombre vive, pero no una vida humana; sin esperanza, muere. Cuando no existe relación alguna, cuando no hay manos que se toquen, la emoción se atrofia en la vaciedad y la inteligencia se esteriliza y obsede. Entre los hombres, entonces, el único vínculo que subsiste es el de amo y esclavo o asesino y víctima.

Las leyes se han hecho contra el impulso que más teme la gente. No matar era la sola Ley de que se vanagloriaban los Shing. Todo lo demás estaba permitido: y ello significaba, quizás, que, salvo aquello, era muy poco lo que pretendían… Con temor ante su propia y profunda atracción por la muerte predicaban la Reverencia por la Vida, y, finalmente, se autoengañaban con su propia mentira.

Contra ellos no podría salir victorioso excepto, quizás, a través de la única cualidad con la que un mentiroso no puede competir: la integridad. Quizás no se les ocurriera que un hombre podía de tal modo querer ser él mismo, vivir su vida, como para resistir, aunque se encontrara desamparado entre sus manos.

Quizás, quizás.

Acallando deliberadamente sus pensamientos tomó el libro que el Príncipe de Kansas le diera y que, a pesar de la predicción del Príncipe, todavía no había perdido, y lo leyó durante unos momentos, con gran intensidad, antes de dormirse.

A la mañana siguiente —la última, probablemente, de su vida— Orry sugirió que sobrevolaran en coche aéreo, y Falk accedió, y dijo que quería ver el Mar Occidental. Con refinada cortesía, dos de los Shing, Abundibot y Ken Kenyek, se ofrecieron para acompañar a su honorable huésped y contestar cualquier pregunta ulterior que él pudiera formular acerca del Dominio de la Tierra, o acerca de la operación proyectada para el día siguiente. Falk había alentado vagas esperanzas respecto de la posibilidad de lograr más información sobre lo que pretendían hacerle a su mente, para tener así la posibilidad de oponer una mayor resistencia. No obtuvo resultado. Ken Kenyak derramó palabras y palabras sobre neuronas, sinapsis, salvamentos, bloqueo, liberación, drogas, hipnosis, parahipnosis, computadores anexados al cerebro… ninguna de las cuales tenía sentido, todas las cuales eran atemorizantes. Falk pronto desistió de su intento por comprender.

El coche aéreo, piloteado por un hombre instrumento sin habla que parecía apenas algo más que una extensión de los controles, franqueó las montañas y se dirigió hacia el oeste, en dirección a los desiertos, brillantes con las pequeñas flores de la primavera. En pocos minutos se encontraron cerca del frontón de granito de la Cordillera Occidental. Todavía distorsionadas y quebradas y desnudas desde los cataclismos producidos dos mil años antes, se erguían las Sierras, mellados pináculos que se levantaban entre abismos de nieve. Del otro lado de las crestas yacía el océano, brillante a la luz del Sol; obscuras debajo de las olas yacían las anegadas tierras.

Había habido ciudades allí, olvidadas como en su mente también las había, lugares perdidos, nombres perdidos. Cuando el coche aéreo giró para regresar al este, dijo:

—Mañana es el cataclismo; y Falk quedará sepultado…

—Es una lástima que así sea, Amo Ramarren —dijo Abundibot con satisfacción.

Siempre que Abundibot manifestaba alguna emoción en palabras, era tan falsa su expresión que parecía implicar la emoción opuesta; pero quizás lo que efectivamente trasuntara era una total falta de afecto o de sentimiento. Ken Kenyek, rostro pálido y claros ojos, con facciones regulares y sin edad, no demostraba ni fingía emoción alguna cuando hablaba, como ahora, sentado inmóvil e inexpresivo, ni sereno ni impasible, sino absolutamente introvertido, autosuficiente y remoto.

El coche aéreo recorrió la distancia de regreso cubriendo las millas que mediaban entre Es Toch y el mar; no había señales de vida humana en esa vasta superficie. Aterrizaron sobre el techo del edificio en el cual se encontraba el cuarto de Falk. Después de un par de horas, transcurridas en la fría y penosa presencia de los Shing, anhelaba aun esa engañosa soledad. Le permitieron disfrutarla; el resto de la tarde y la noche las pasó solo en la habitación de brumosas paredes. Había temido que los Shing intentaran drogarlo nuevamente o que enviaran ilusiones para distraerlo y debilitarlo; pero, al parecer, creían que no era necesario tomar más precauciones con él. No lo molestaron. Pudo pasear por el translúcido piso, sentarse en silencio, leer su libro. ¿Qué podía, después de todo, hacer contra la voluntad de ellos?

Una y otra vez a lo largo de las lentas horas volvió al libro, el Antiguo Canon. No osaba marcarlo ni siquiera con la uña de su dedo; sólo lo leía, si bien lo sabía, con total concentración, páginas tras página, plegándose a las palabras, repitiéndoselas mientras se paseaba o se sentaba y volviendo una vez más y otra y otra al comienzo, a las primeras palabras de la primera página:

El camino que puede ser caminado no es el eterno camino El nombre que puede ser nombrado no es el eterno nombre.

Y lejos adentrándose en la noche, bajo la presión de la debilidad y del hambre, de los pensamientos que no se hubiera permitido pensar y del terror a la muerte que no se hubiera permitido sentir, su mente entró, finalmente, en el estado que buscaba. Las paredes se derrumbaron; su ser se evadió de sí mismo, y no fue nada. Él era las palabras: era la palabra, la palabra dicha en la oscuridad sin nadie que escuchara, en el principio, la primera página del tiempo. Su ser se había escamoteado y él era absolutamente él mismo, su eterna mismidad: inefable, una y singular.

Gradualmente el mundo volvió, y las cosas tuvieron nombres y las paredes se levantaron. Leyó la primera página del libro una vez más, y luego se acostó a dormir.

La pared este de su cuarto tenía un brillo verde esmeralda con la luz del Sol cuando una pareja de hombres instrumentos vinieron a buscarlo y lo condujeron a través del brumoso hall y de los niveles del edificio hacia la calle y con un deslizador a lo largo de las calles, aun en sombras, y a través de un puente, hacia otra torre. Estos dos no eran los sirvientes que habían esperado por él sino un par de guardias y sin habla. Recordaba la metódica brutalidad de la paliza que le propinaran la primera vez que entró en Es Toch, la primera lección sobre autodesconfianza que le habían brindado los Shing; adivinó que habían temido su fuga en el último minuto y que estos guardias estaban prevenidos para disuadirlo de semejante impulso.