—Cuida de ese mozo, Parth, llorará sin consuelo si lo dejas.
Palabras ligeramente dichas hacía mucho tiempo, bajo el sol del prolongado y dorado otoño de su juventud, las escuchaba nuevamente, ahora, y la risa de la chica como respuesta. Hermana, pequeña hermana, amada Arnan… ¿Cómo la había llamado su padre?… no por su verdadero nombre sino de alguna otra manera, por otro nombre…
Ramarren despertó. Se sentó con un esfuerzo definitivo para controlar su cuerpo… sí, el suyo, todavía vacilante y tembloroso pero, efectivamente, el suyo. Durante un momento, al despertar, había pensado que era un fantasma en carne ajena, desplazado, perdido.
Estaba muy bien. Era Agad Ramarren, nacido en la casa de piedra de plata, entre amplios terrenos, al pie del blanco pico de Charn, la Única Montaña; el heredero de Agad, nacido en otoño, de modo que toda su vida había sido vivida en otoño e invierno. Nunca había visto la primavera, ni podría verla porque la nave Alterra había comenzado su viaje a la Tierra el primer día de primavera. Pero el largo invierno y el otoño, la extensión de su vida, de su niñez y adolescencia se prolongaba hacia atrás de él, vivida y sin interrupción, como el río que se remonta hasta su fuente.
El muchacho Orry ya no se encontraba en su cuarto.
—¡Orry! —dijo en voz alta; porque estaba dispuesto y determinado a saber qué había sucedido con sus compañeros, con él mismo, con la misión. No hubo respuesta o señal alguna. La habitación no sólo parecía carecer de ventanas, sino, también, de puertas. Contuvo su impulso de llamar telepáticamente al muchacho; no sabía si Orry estaba todavía sincronizado con él, y su propia mente había sufrido, evidentemente, algún daño o una interferencia, era mejor proceder con cautela y guardarse de entrar en circuito con otra mente, hasta saber si se encontraba amenazada por control volitivo o anticronía.
Se levantó, desafiando el vértigo y un breve y agudo dolor occipital, y se paseó de arriba a abajo por la habitación varias veces, para conseguir cierta armonía muscular mientras observaba las extrañas ropas que usaba y el curioso cuarto en que se encontraba. Había un profuso moblaje, cama, mesas y sillones, todo armado sobre largas y delgadas patas. Las paredes traslúcidas de lóbrego verde estaban cubiertas con dibujos expresamente engañosos y dislocados, uno de ellos disimulaba una puerta oval y otro un espejo de media luna. Se detuvo y se miró durante unos momentos. Estaba delgado, curtido por el Sol y la intemperie y, quizás, más viejo; era difícil de determinar con exactitud qué le sucedía. Se sintió extrañamente consciente de sí cuando se miraba. ¿Qué significaba esta inquietud, esta falta de concentración? ¿Qué había sucedido? ¿Qué se había perdido? Se alejó y comenzó a estudiar el cuarto nuevamente. Había varios objetos enigmáticos y dos de aspecto familiar aunque extraños en su detalle: una taza sobre una mesa, y un libro junto a ella. Tomó el libro. Algo que Orry había dicho revoloteaba en su mente y se perdía. El título no tenía sentido, aunque los caracteres se relacionaban claramente con el alfabeto de la Lengua de los Libros. Lo abrió y le echó una mirada. Las páginas de la izquierda estaban escritas —a mano, al parecer— en columnas de diseños maravillosamente complicados que podrían ser símbolos religiosos, ideográficos, taquigráficos. Las páginas de la derecha también eran manuscritas, pero con letras que recordaban a las de los Libros, Galaktika. ¿Un código? Mas apenas se había concentrado en el examen de una o dos letras cuando la puerta oval se abrió silenciosamente y una persona entró en la habitación: una mujer.
Ramarren la miró con intensa curiosidad, sin precaverse y sin temor; sólo quizás, sintiéndose vulnerable, intensificó algo la directa y autoritaria mirada que su cuna más su nivel le permitían. Sin turbaciones, ella le devolvió la mirada. Se quedaron, durante un momento, en silencio.
Ella era hermosa y deliciosa, vestida fantásticamente, el pelo decolorado o pigmentado de rojo. Sus ojos eran un círculo obscuro dentro de un óvalo blanco. Ojos como los de los rostros pintados en el Lighall de la Ciudad Antigua, frescos de gente morena y alta que construían una ciudad y guerreaban con los Migradores, atentos a las estrellas: los Colonos, los Terráqueos de Alterra…
Ahora Ramarren sabía, sin duda, que se encontraba en la Tierra, que había hecho su viaje. Dejó el orgullo y la precaución a un lado y se arrodilló ante ella. Para él, para todos los que lo habían enviado en la misión a través de ochocientos veinticinco trillones de millas de nada, ella era de una raza que el tiempo y el recuerdo y el olvido habían investido con la cualidad de lo divino. Sola, singular, tal como se erguía adelante de él, era, sin embargo, de esa Raza, y el rendía honor a la historia y al mito y al largo exilio de sus antepasados inclinando su cabeza ante ella mientras permanecía de rodillas.
Luego se levantó y mantuvo extendidas las manos, abiertas, con el gesto Kelshak de recepción, y ella comenzó a hablarle. Su conversación era extraña, muy extraña, pues, aunque no la había visto antes, su voz le sonaba infinitamente familiar, y, aunque desconocía la lengua que hablaba, comprendió una palabra, primero, después otra. Durante un instante esto lo atemorizó por inexplicable y le hizo temer que ella estuviera utilizando alguna forma de comunicación telepática que penetrara, aun, su barrera exterior; al momento, comprendió que la entendía porque hablaba la Lengua de los Libros. Galaktika. Sólo que su acento y su fluidez le habían impedido reconocerla inmediatamente.
Le había dirigido ya unas cuantas frases de modo extrañamente frío, rápido, sin vida…
—No saben que estoy aquí —decía—. Ahora dime cuál de nosotros es el mentiroso, el que no tiene fe. Caminé contigo durante ese interminable camino, me acosté junto a ti durante cien noches, y ahora ni siquiera sabes mi nombre. ¿No es cierto, Falk? ¿Acaso lo sabes? ¿Sabes el tuyo?
—Yo soy Agad Rammarren —dijo él, y su propio nombre en su propia voz le sonó extraño.
—¿Quién te dijo eso? Tú eres Falk. ¿No conoces a un hombre llamado Falk? Acostumbraba usar tu carne. Ken Kenyek y Kradgy me prohibieron decirte su nombre, pero estoy enferma de jugar el juego de ellos y nunca el mío. Me gusta jugar mi propio juego. ¿No recuerdas tu nombre, Falk?… Falk… Falk, ¿no recuerdas tu nombre? ¡Ah, eres todavía tan tonto como antes, con esos ojos de pescado!
Inmediatamente él apartó la vista. El mirar directamente adentro de los ojos de otra persona era muy delicado entre los Werelianos y se encontraba controlado por tabús y costumbres. Esa fue la única respuesta, en un principio, a sus palabras, aunque sus reacciones interiores fueron inmediatas y variadas. Por esto: ella estaba ligeramente drogada, con alguna substancia del orden de los estimulantes alucinógenos: su entrenada percepción le procuró la certidumbre de la droga, le gustaran o no sus implicaciones en lo concerniente a la Raza del Hombre. Y también por esto: no estaba seguro de haber comprendido todo lo que ella dijera y, en verdad, no tenía la mínima idea de lo que hablaba, pero sabía que su intención era agresiva, destructiva. Y la agresión fue efectiva. Porque su falta de comprensión, las misteriosas mofas y el nombre que ella continuaba repitiendo lo conmovieron y angustiaron, lo sacudieron, lo traumatizaron.
Se volvió ligeramente para significarle que no cruzaría nuevamente su mirada con la de ella excepto que ella lo deseara, y dijo, por fin, suavemente, en la arcaica lengua que su pueblo sólo conocía a través de los antiguos libros de la Colonia: