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Ramarren no especuló sobre ella. Estaba demasiado preocupado consigo mismo para angustiarse por esos extraños huéspedes. El tumulto, dentro de su mente, se agudizaba y llegaba a la crisis. Se sentía como si hubiera sido arrastrado a enfrentar algo que no podía soportar y que, al mismo tiempo, anhelaba enfrentar, descubrir. Los días más amargos de su entrenamiento en el Séptimo Nivel sólo habían sido una pálida sombra de esta desintegración de sus emociones y de su identidad, pues aquella había sido una psicosis inducida, cuidadosamente controlada, mientras que ésta escapaba a su control. ¿O no?… ¿Acaso él mismo se llevaba a esto, se compelía a una crisis? Pero, ¿quién era «él» que compelía y quién el compelido? Lo habían matado y lo habían retrotraído a la vida. ¿Qué era la muerte, entonces, la muerte que no podía recordar?

Para huir del omniabarcador pánico que se abría camino en él miró en derredor en busca de algún objeto en el cual concentrarse, volviendo así a la temprana disciplina del trance, la técnica Exógena de concentrarse en una sola cosa concreta para edificar sobre ella el mundo. Pero todo lo que se encontraba en torno era extraño, engañoso, no familiar; el mismo piso debajo de él era una obscura plancha de niebla. Estaba el libro que examinara cuando apareció la mujer que lo llamó por el nombre que él no pudo recordar. No lo recordaría. El libro que había sostenido entre sus manos era real, estaba allí. Lo tomó muy cuidadosamente y contempló la página en que lo había abierto. Columnas de diseños hermosos pero sin sentido, líneas de escritura a medias inteligible, derivadas de aquellas letras que había aprendido hacía mucho en el Primer Analecta, desconcertantes. Las observó y no pudo leerla, y una palabra cuyo significado no sabía surgió, la primera palabra:

El camino…

Su mirada paseó del libro, a su propia mano que lo sostenía. ¿La mano de quién, obscurecida y cicatrizada bajo un Sol extraño? ¿La mano de quién?

El camino que puede ser caminado no es el eterno camino. El nombre…

No podía recordar el nombre; no lo leería. En un sueño había leído esas palabras, en un largo sueño, una muerte, un letargo.

El nombre que puede ser nombrado no es el eterno nombre.

Y con eso el sueño despertó anegándolo como una ola que se levantaba y rompía.

Era Falk, y era Ramarren. Era el tonto y el sabio: un hombre que nació dos veces.

En esas primeras horas de temor suplicó y oró por ser liberado ya de uno, ya del otro. Una vez, cuando gritó angustiado en su propia lengua nativa, no entendió las palabras que había dicho, y fue tan terrible que sumido en la más absoluta miseria, lloró; era Falk que no comprendía, pero Ramarren lloraba.

En ese preciso momento de desdicha tocó, por primera vez, fugazmente, el punto de equilibrio, el centro, y, fugazmente, fue el mismo: luego se perdió, una vez más, pero alentaba la suficiente fuerza como para desear el próximo momento de armonía. Armonía: cuando era Ramarren se aferraba a esa idea y disciplina, y era quizás su dominio de esa doctrina central Kelshak lo que le impedía franquear el umbral de la cordura. Pero no se producía integración o equilibrio entre las dos mentes y personalidades que compartían su cráneo, no todavía; debía fluctuar entre ellas anulando una en virtud de la otra, para inmediatamente cederle lugar a aquella y sacrificar ésta. Apenas era capaz de moverse, invadido por la alucinación de tener dos cuerpos, de ser efectiva y físicamente dos hombres diferentes. No osaba dormir, aunque estaba agotado: temía demasiado al despertar.

Era de noche, y había sido abandonado a sí mismo. A nosotros mismos, se dijo Falk. Falk era, al principio, el más fuerte, pues había tenido alguna preparación para esta ordalía. Fue Falk el que inició el primer diálogo:

—Tengo que dormir algo, Ramarren —dijo.

Y Ramarren recibió las palabras como por telepatía y replicó de este modo:

—Tengo miedo de dormir.

Entonces se quedó alerta unos momentos y supo de los sueños de Falk como de sombras y ecos en su mente.

Este fue el primer y peor período y cuando la mañana brilló umbría, a través de las verdosas paredes velos de su cuarto, había perdido su temor y comenzaba a ganar control tanto sobre el pensamiento como la acción.

Por supuesto, no se producía una efectiva superposición de sus dos memorias; Falk había advenido a la conciencia en el gran número de neuronas que en un cerebro muy inteligente permanecen sin uso… los campos vírgenes de la mente de Ramarren. Las vías sensorial y motriz básicas nunca habían sido bloqueadas y, por lo tanto, en cierto sentido, eran compartidas aunque se producían ciertas dificultades por la duplicación de los hábitos motores y de los modos de percepción. Un objeto era diferente para él si lo miraba como Falk que si lo contemplaba como Ramarren, y, si bien a la larga esta duplicación implicaría una duplicación de su inteligencia y poder perceptivo, en ese momento, confundía hasta el vértigo. También se producía interferencia emocional, de modo que sus sentimientos, en ciertos tópicos, eran conflictuales. Y, puesto que los recuerdos de Falk cubrían su «vida» tal como los de Ramarren, las dos series tendían a aparecer simultáneamente en lugar de sucesivamente. Era duro para Ramarren permitirlo durante la fisura en el tiempo en la cual no había existido conscientemente. Hacía diez días ¿dónde se encontraba? Había andado sobre el lomo de una mula entre las montañas nevadas de la Tierra; Falk lo sabía; pero Ramarren sabía que se había despedido de su esposa en una casa de las verdes y altas llanuras de Werel… También, lo que Ramarren intuía sobre la Tierra era con frecuencia contradicho por lo que Falk sabía, mientras que la ignorancia de Falk respecto de Werel arrojaba un extraño encanto de leyenda sobre el propio pasado de Ramarren. Sin embargo, aun en ese azoramiento existía el germen de la interacción, de la coherencia hacia la cual tendía. Porque el hecho seguía siendo el de un solo hombre, corpórea y cronológicamente: su problema no era realmente el de crear una unidad, sino el de comprenderla.

La coherencia estaba lejos de haber sido ganada. Una o la otra de las dos estructuras de memoria todavía tenía que dominar, si se determinaba a pensar y actuar con cierta competencia. Con más frecuencia, ahora, era Ramarren el que se imponía, pues el Piloto de la Alterra era una persona decidida y potente. Falk, en comparación con aquél, se sentía aniñado, inexperto; podía ofrendar el conocimiento que tenía pero sólo confiar en el poder y la experiencia de Ramarren. Ambos se requerían, porque el hombre de dos mentes se encontraba en una situación muy obscura y azarosa.

Una pregunta era la fundamental en relación con todas las demás. Era simple de formular: ¿eran o no los Shing dignos de confianza? Pues si Falk había sido inducido sin fundamentos a temer a los Amos de la Tierra, entonces los riesgos y oscuridades quedarían, consecuentemente, sin fundamento. En un primer momento, Ramarren pensó que tal era el caso; pero no lo creyó por mucho tiempo.

Existían mentiras abiertas y discrepancias que su doble mente había captado. Abundibot se había negado a comunicarse telepáticamente con Ramarren, diciendo que los Shing evitaban la comunicación paraverbaclass="underline" eso Falk sabía que era una mentira. ¿Por qué la había dicho Abundibot? Evidentemente porque quería decir una mentira —la historia Shing de lo acontecido a la Alterra y a su tripulación— y no osaba ni podía decírselo a Ramarren telepáticamente.