Se habían negado a creer la historia de Orry acerca de que los terráqueos en Werel habían mutado hacia la norma biológica local y, finalmente, habían podido engendrar uniéndose a los nativos. Habían dicho que tal cosa era imposible: eso significaba que a ellos no les había sucedido; eran incapaces de aparearse con los terráqueos. Eran todavía extranjeros, entonces, después de doce mil años; aislados sobre la Tierra. ¿Y de hecho regían la humanidad desde esa única Ciudad? Una vez más Ramarren apeló a Falk y éste dijo: No. Controlaban a los hombres por costumbre, ardides y por el miedo y, también, con armamento, rápidos para impedir el surgimiento de cualquier tribu fuerte o la profundización del saber que los amenazaría. Impedían a los hombres todo. Pero ellos nada hacían. No regían, sólo esterilizaban.
Era evidente, entonces, por qué Werel les significaba una amenaza mortal. Ellos habían sometido con su amenaza la cultura que mucho antes destruyeran y dominaran; pero una raza fuerte, numerosa y tecnológicamente avanzada, con un mito de parentesco con los terráqueos y con una ciencia mental y un armamento igual al de ellos, podría aplastarlos de un solo golpe. Y liberar a los hombres de su yugo.
¿Si le sonsacaban la situación de Werel, enviarían ellos una nave bomba de velocidad luz, como una larga mecha encendida, a través de los años luz, para destruir el peligroso mundo antes de enterarse de su existencia?
Eso parecía demasiado posible. Sin embargo dos cosas se opondrían a esta conclusión: su cuidadosa preparación del joven Orry, como si pretendieran hacerlo actuar como mensajero y su peculiar Ley.
Falk Ramarren era incapaz de determinar si la regla de Reverencia por la Vida era la genuina creencia de los Shing, su único tablón a través del abismo de autodestrucción que subyacía respecto de su conducta así como el negro cañón se abría debajo de su ciudad, o si se trataba, simplemente, de la más grande de todas sus mentiras. Efectivamente parecían evitar la muerte de los seres sensibles. A él lo habían dejado con vida, y quizás a los otros también; sus comidas disfrazadas y elaboradas eran siempre vegetales; con el fin de controlar la natalidad era claro que azuzaban a las tribus entre sí, inducían a la guerra pero dejaban a los hombres la tarea de matarse; y las historias contaban que, en los primeros días de su dominio, habían utilizado la eugenesia y la selección para consolidar su imperio y no el genocidio. Podría ser cierto, entonces, que obedecían a su Ley, a su modo.
En tal caso, el cuidado dispensado al joven Orry indicaba que harían de él su mensajero. Único sobreviviente del viaje, habría de retornar a través de los golfos del tiempo y del espacio a Werel para contarles todo lo que los Shing le habían enseñado sobre la Tierra… cuac, cuac, como los pájaros que graznaban: no hay que tomar la vida, el jabalí moral, las lauchas del sótano de la casa del Hombre… Acerebrado, honesto, desastroso, Orry llevaría la Mentira a Werel.
El honor y el recuerdo de la Colonia eran poderosas fuerzas en Werel, y un llamado de socorro de la Tierra podría surtir efecto; pero si les decían que no había ni había habido jamás un Enemigo, que la Tierra era un antiguo y feliz vergel, no intentarían semejante viaje tan sólo para verlo. Y si lo emprendieran vendrían sin armas, como Ramarren y sus compañeros.
Otra voz habló en su memoria, todavía más lejana, profunda en la selva:
—No podemos seguir así para siempre. Debe de haber una esperanza, una señal…
Él no había sido enviado con un mensaje para la humanidad como lo soñara Zove. La esperanza era más extraña que esa, el signo más obscuro. Él debía de llevar el mensaje de la humanidad, articular su pedido de socorro, de liberación.
Debo volver a casa; debo contarles la verdad, pensaba, sabiendo que los Shing se lo impedirían a cualquier precio, que sería Orry el mensajero y que a él lo retendrían aquí o lo matarían.
En la gran fatiga por su denodado esfuerzo para pensar con coherencia, su voluntad se relajó de golpe, su control sobre su atormentada y preocupada doblemente se quebró. Se derrumbó exhausto sobre el lecho y apoyó su cabeza entre sus manos.
—Si pudiera, tan solo, volver a casa —pensaba; si pudiera una vez más caminar con Parth por el campo largo…
Era la queja de un sueño, del soñador Falk. Ramarren intentó evadirse de esa súplica sin esperanzas pensando en su esposa, pelo obscuro, ojos dorados, vestida con una bata de millares de pequeñas cadenas de plata, su esposa Adrise. Pero su anillo se había perdido. Y Adrise había muerto. Había muerto hacía mucho, mucho tiempo. Se había casado con Ramarren sabiendo que apenas pasarían algo más que una fase lunar juntos, pues él partiría en su Viaje a la Tierra. Y durante ese terrible momento de su Viaje, ella había vivido su vida; envejecido y muerto; había muerto hacía cien años terráqueos, quizás. A través de los años entre las estrellas, ¿qué era ahora el soñador y qué el sueño?
—Deberías haber muerto hace cien años —le dijo el Príncipe de Kansas al perplejo Falk, viendo o sintiendo o sabiendo acerca del hombre que yacía perdido en su interior, el hombre que hacía tanto que naciera. Y ahora, si Ramarren hubiera de retornar a Werel se adentraría más aún en su futuro. Alrededor de tres siglos, alrededor de cinco de los grandes años de Werel transcurrirían desde su partida; todo estaría cambiado; sería tan extraño en Werel como lo había sido en la Tierra.
Había sólo un camino que lo llevaría verdaderamente a casa, a los brazos de quienes lo habían amado: a la casa de Zove. Y nunca, sin embargo, volvería a verla. Si su camino llevaba a alguna parte, era afuera, lejos de la Tierra. Estaba sobre él y sólo una era su misión: intentar seguir por ese camino hasta el final.
Capítulo 10
Ya era pleno día y, como se sintiera hambriento, Ramarren se dirigió a la puerta oculta y pidió en voz alta, en Galaktika, alimentos. No hubo respuesta pero, inmediatamente, un hombre instrumento le trajo y le sirvió comida; y cuando estaba finalizando de comer se escuchó un apagado llamado del otro lado de la puerta.
—Adelante —dijo Ramarren en Kelshak, y entró Har Orry seguido de tres altos Shing, Abundibot y otros dos a quienes Ramarren nunca había visto. Sin embargo, tenía presentes en su mente los nombres: Ken Kenyek y Kradgy. Se los presentaron; se intercambiaron ceremoniosas fórmulas. Ramarren descubrió que podía manejarse con soltura; la necesidad de mantener a Falk completamente oculto y suprimido era, en efecto, conveniente y le impedía comportarse espontáneamente. Advirtió que el mentalista Ken Kenyek intentaba probarlo mentalmente, con habilidad y fuerza considerables, pero eso no lo preocupó. Si sus barreras se habían mantenido levantadas bajo la parahipnosis, no fallarían ahora.
Ninguno de los Shing se comunicó telepáticamente con él. Permanecieron alrededor, en su extraña y estirada manera, como si temieran el contacto y susurraron todo lo que dijeron. Ramarren se las compuso para formular algunas de las preguntas que podían esperarse de Ramarren concernientes a la Tierra, a la humanidad, a los Shing, y escuchó gravemente las respuestas. En una oportunidad intentó entrar en fase con el joven Orry pero falló. El muchacho no tenía verdadera guardia, pero quizás hubiera sido sometido a cierto tratamiento mental neutralizador de la poca destreza en captar la fase que, siendo un niño aprendiera, y, además, se encontraba bajo la influencia de la droga a la que se había habituado.