Выбрать главу

Juntos atravesaron los brumosos halls, bajaron por las rampas y ascensores y salieron del palacio a la luz del día. El elemento Falk de la doble mente estaba casi totalmente, reprimido en esos momentos; y Ramarren se movía, pensaba y hablaba tan libremente como Ramarren. Percibía el alerta constante y agudo de las mentes Shing, especialmente la de Ken Kenyek, a la espera de la menor falla o del ligero resbalón. La presión lo mantenía doblemente en guardia. De modo que fue en su calidad de Ramarren, el extranjero, que miró hacia el cielo de la avanzada mañana y vio el amarillo Sol de la Tierra.

Se detuvo, presa de una súbita alegría. Porque era algo, no importaba lo que había sucedido antes ni lo que podría suceder después, era algo, en verdad, haber visto la luz, en una sola vida, de dos soles. El oro rojo del sol de Werel, el oro blanco del sol de la Tierra: podía ahora ponerlos uno junto al otro como dos joyas y comparar su belleza para dignificar, aun, las alabanzas.

El muchacho estaba a su lado; y Ramarren murmuró en voz alta el saludo que los chicos Kelshak aprendían a decir al ver el sol del amanecer o después de las largas tormentas de invierno:

—Bienvenida, estrella de la vida, centro del año… —Orry captó a medias y habló juntamente con él; era la primera armonía que se producía entre ellos, y Ramarren se alegró, porque necesitaría a Orry antes de que el juego estuviera hecho.

En un deslizador recorrieron la Ciudad, Ramarren preguntó lo conveniente y los Shing respondieron, también, lo conveniente. Abundibot describió profusamente cómo la totalidad de Es Toch, torres, puentes, calles y palacios, había sido construida durante la noche, hacia mil años, y cómo, de siglo en siglo, cuando a los Amos de la Tierra les placía, con sus asombrosas máquinas e instrumentos, trasladaban la ciudad entera a un nuevo sitio que sentara a su capricho. Era un lindo cuento; y Orry estaba demasiado aletargado con drogas y la persuasión como para no creer, mientras que si Ramarren creía o no, tenía poca importancia. Abundibot evidentemente decía mentiras por el mero placer de decirlas. Quizás fuera el único placer que conocía. Siguieron también refinadas descripciones del gobierno de la Tierra, de cómo la mayoría de los Shing pasaban sus vidas entre hombres comunes, disfrazados como simples «nativos», pero trabajando para el plan maestro que emanaba de Es Toch, de cómo, despreocupada y feliz, la mayor parte de la humanidad sabía que los Shing conservarían la paz y soportarían las responsabilidades, de cómo las artes y la ciencia eran alentados y las rebeliones y los elementos destructores reprimidos. Un planeta de gente humilde, en sus humildes casitas y pacíficas tribus y ciudadelas; sin guerrear ni matar ni amontonarse; los antiguos logros y ambiciones olvidados; casi una raza de niños, protegidos por la firme y cariñosa guía y la fuerza tecnológica invulnerable de la casta de los Shing… La historia seguía y seguía, siempre con las mismas variaciones, reconfortante y tranquilizadora. No era extraño que el desvalido Orry la creyera; Ramarren hubiera creído buena parte de ella si no hubiera tenido los recuerdos de Falk de la Selva y de las Llanuras que demostraban su total falsedad. Falk no había vivido en la Tierra entre niños, sino entre hombres, embrutecidos, sufrientes y conmovidos.

Ese día pasearon a Ramarren por sobre toda Es Toch, que le parecía a él, que había vivido entre las viejas calles de Wegest y en las grandes Casas de Invierno de Kaspool, una ciudad ficticia, insulsa y artificial, sólo impresionante por su fantástica ubicación natural. Luego comenzaron a llevarlos, a él y a Orry, a través del mundo entero, en coche aéreo y coche planetario, en excursiones que duraban todo el día bajo la guía de Abundibot o de Ken Kenyek, viajes a cada uno de los continentes de la Tierra y, aun, a la desolada y tan largo tiempo ha abandonada Luna. Los días transcurrían; seguían jugando el juego en beneficio de Orry, cortejando a Ramarren hasta conseguir de él lo que pretendían saber. Aunque éste se encontraba directa o electrónicamente vigilado en todo momento, visual y telepáticamente, no era coaccionado de ningún modo; evidentemente sentían que nada tenían que temer de él por ahora.

Quizás lo dejaran volver a casa con Orry, entonces. Quizás lo consideraran lo suficientemente inofensivo, en su ignorancia, como para que se le permitiera abandonar la Tierra con su reajustada mente intacta.

Pero sólo podría comprar su huida de la Tierra con la información que pretendían, la ubicación de Werel. Hasta entonces nada más había dicho él y nada más le preguntaron ellos.

¿Era tan importante, después de todo, que los Shing conocieran el emplazamiento de Werel?

Sí. Aunque probablemente no planeaban ningún ataque inmediato contra este potencial enemigo, podrían muy bien proyectar el envío de un robot monitor después de la Nueva Alterra, con un transmisor ansible a bordo para procurarse un informe instantáneo sobre un vuelo interestelar hacia Werel. El ansible les permitiría obtener una ventaja de ciento cuarenta años sobre los Werelianos; podrían detener una expedición a la Tierra antes de que esta partiese. La única ventaja que Werel poseía tácticamente sobre los Shing, era el hecho de que los Shing no conocían su ubicación y tendrían que perder varios siglos antes de determinarla. Ramarren podía comprar su probabilidad de huir al precio de cierto peligro para el mundo del cual era responsable.

De modo que apeló al tiempo, intentando inventar una salida a este dilema, mientras volaba con Orry y uno u otro de los Shing de aquí a allá, por sobre la Tierra, que se extendía por debajo de ellos como un gran y hermoso jardín reducido a malezas y espesura. Se afanó con toda su trabajada inteligencia en la búsqueda de algún camino que le permitiera cambiar esta situación y convertirse en controlador en lugar de controlado: porque de tal modo su mentalidad Kelshak le presentaba el caso. Bien vista, cualquier situación, aun una caótica o una celada, se aclararía y conduciría a su adecuada salida: porque, a la larga no existe desarmonía, sólo malentendido, ni la oportunidad o su falta, sino ojo ignorante. Así pensaba Ramarren, y la segunda alma interior, Falk, no se oponía a esta opinión, pero no perdía tiempo en examinarla. Pues Falk había visto las piedras opacas y las brillantes deslizarse a lo largo de los hilos del bastidor, y había vivido con los hombres en su derrocado imperio, reinos en exilio en su propio dominio de la Tierra, y le parecía que nadie era dueño de su destino ni capaz de controlar el juego, sino que, meramente, debía esperar a que la brillante joya de la suerte se deslizara por el hilo del tiempo. La armonía existe, pero no existe la comprensión de la armonía; el Camino no puede ser caminado. Entonces, mientras Ramarren se torturaba pensando, Falk, tranquilo, esperaba. Y cuando llegó el momento, aprovechó la oportunidad.

O más bien, tal como sucedieron las cosas, fue él el apresado en la trama.

El momento no tuvo nada de particular. Se encontraban con Ken Kenyek en un coche aéreo autopiloteado, una de las hermosas e inteligentes máquinas que permitían a los Shing controlar y custodiar el mundo con tanta efectividad. Regresaban a Es Toch de un largo vuelo por sobre las islas del Océano Occidental, en una de las cuales habían hecho un alto de varias horas, en un campamento humano. Los nativos de la cadena de islas que habían visitado eran hermosos, felices gentes absortas en la navegación, la natación y el sexo, suspendidos en el azulino mar amniótico: perfectos especímenes de la felicidad humana y ejemplo de atraso para los Werelianos. Nada allí suscitaba preocupación ni temor.