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—La entrada a habitaciones subterráneas se encuentra en uno de sus lados.

—¿Hay computadoras del terreno allí?

—Sí.

—¿Alguna de las naves pequeñas está preparada para partir?

—Todas están listas para salir. Son casi todas naves de defensa controladas por robots.

—¿Hay alguna con control a piloto?

—Sí. La destinada a Har Orry.

Ramarren mantuvo un estrecho cerco telepático sobre la mente del Shing mientas Falk le ordenaba llevarlos adonde la nave y mostrarles los computadores de a bordo. Ken Kenyek obedeció inmediatamente. Falk-Ramarren no había esperado tan completa sumisión: había límites para el control mental así como para la sugestión hipnótica normal. La preservación del yo resistía, con frecuencia, el control más poderoso, y algunas veces quebraba toda sincronización cuando se la infringía. Pero la traición que se veía obligado a realizar, aparentemente no suscitaba resistencia instintiva en Ken Kenyek; los llevó hacia la nave estelar y contestó obedientemente a todas las preguntas de Falk-Ramarren, luego los condujo de regreso a la decrépita cabaña y, con una orden, con señales físicas y mentales, abrió una puerta trampa, entre la arena, cerca de la entrada. Penetraron en un túnel que allí se abría. En cada una de las puertas subterráneas y defensas y protecciones, Ken Kenyek profería la señal indicada o la respuesta necesaria y, de tal modo, los llevó por fin a las habitaciones a prueba de ataque, a prueba de cataclismo, a prueba de ladrones, muy lejos bajo Tierra, donde se encontraban las guías de control automático y los computadores de rumbo.

Ya había transcurrido alrededor de una hora desde el momento crucial en el coche aéreo. Ken Kenyek, que asentía, sumiso, le recordaba a Falk, por momentos, la pobre Estrel; permanecía completamente inofensivo, durante tanto tiempo como Ramarren mantuviera un control total sobre su cerebro. En el mismo instante en que el control se relajara, Ken Kenyek podría enviar una señal a Es Toch si tenía el poder de hacerlo, o dar alguna alarma, y los demás Shing y sus hombres instrumentos estarían allí en un par de minutos. Pero Ramarren debía relajar ese controclass="underline" porque necesitaba su mente para pensar. Falk no sabía cómo programar una computadora para el viaje a velocidad luz hacia Werel, el satélite del sol Eltanin. Sólo Ramarren podía hacerlo.

Falk tenía sus propios recursos, sin embargo.

—Dame tu revolver.

Ken Kenyek le entregó, inmediatamente, una pequeña arma que ocultaba debajo de sus sofisticadas vestiduras. Ante esto, Orry se quedó horrorizado. Falk no intentó apaciguar el trauma del muchacho; por el contrario, lo subrayó.

—¿Reverencia por la Vida? —preguntó fríamente, examinando el arma.

En realidad, como había esperado, no se trataba de un revólver o de un láser sino de un detonador sin capacidad mortífera. Apuntó sobre Ken Kenyek, lastimoso en su último abandono de toda resistencia, e hizo fuego. Ante esto, Orry gritó y se precipitó hacia adelante; Falk entonces lo encañonó. Luego se alejó de las dos figuras desparramadas y paralizadas, con las manos temblorosas y dejó que Ramarren comandara como más le gustase. Había hecho su parte, por el momento.

Ramarren no tenía tiempo que perder en constricción o ansiedad. Se dirigió directamente a los computadores y se puso a trabajar. Ya sabía por sus observaciones de los controles de a bordo, que las matemáticas utilizadas en algunas de las operaciones de las naves no eran las matemáticas usuales de base Cetiana que los terráqueos todavía usaban y de la cuales las matemáticas de Werel, vía Colonia, también derivaban. Algunos de los procedimientos que los Shing utilizaban y estructuraban en sus computadores eran totalmente extraños a los procedimientos matemáticos cetianos y a su lógica; y ninguna otra cosa podría haber persuadido tan firmemente a Ramarren de que los Shing eran extranjeros en la Tierra, extranjeros en todos los mundos de la Liga, conquistadores provenientes de algún otro mundo distante. Nunca había estado del todo seguro de que las antiguas historias y leyendas de la Tierra, en ese sentido, fueran correctas, pero ahora estaba convencido. Era, después de todo y esencialmente, un matemático.

Tanto lo era que algunos de dichos procedimientos podrían haberle impedido establecer las coordenadas de Werel en los computadores de los Shing. Pero, realizó los cálculos en cinco horas. Durante todo este tiempo tuvo que tener, literalmente, media mente concentrada en Ken Kenyek y en Orry. Era más fácil mantener a Orry inconsciente que explicarle u ordenarle algo; era absolutamente vital que Ken Kenyek permaneciera completamente inconsciente. Afortunadamente, el detonador era un invento pequeño y efectivo, y una vez que descubrió su adecuado manejo, Falk sólo tuvo que usarlo una vez más. Después quedó libre de coexistir, como estaba, mientras Ramarren se esforzaba en sus cálculos.

Falk nada miraba en especial mientras Ramarren trabajaba, pero estaba atento al menor ruido, y siempre consciente de las dos figuras inmóviles, insensibilizadas, que yacían despatarradas junto a él. Y pensó; pensó en Estrel y se preguntó dónde se encontraría en ese momento y qué era ella ahora. ¿La habían reacondicionado, le habrían destruido la mente o matado? No, ellos no mataban. Temían matar y temían morir, y llamaban a su miedo Reverencia por la Vida. Los Shing, el Enemigo, los Mentirosos… ¿Sería cierto que mentían? Quizás no fuera justamente eso lo que hacían; quizás la esencia de su mentira era una profunda e irremediable falta de comprensión. No podían establecer contacto con los hombres. La habían utilizado y sacaron provecho de ella, transformándola en una arma poderosa, la mentira mental; ¿pero había valido la pena, después de todo? Doce siglos de mentira, desde el primer momento de su llegada, como exilados o piratas o constructores de imperios venidos desde alguna lejana estrella, decididos a regir estas razas cuyas mentes no tenían sentido para ellos y cuya carne, para ellos, se revelaba estéril para siempre. Solitarios, aislados, sordomudos regentes de sordomudos en un mundo de engaños.

Oh, desolación…

Ramarren había terminado. Después de sus cinco horas de trabajo y de ocho segundos de trabajo para el computador, el pequeño instrumento de iridium estaba en su mano, listo para programar dentro del control de rumbo de la nave.

Se volvió y miró, como a través de una bruma, a Orry y a Ken Kenyek. ¿Qué hacer con ellos? Tenía que llevarlos con él, evidentemente.

Borra los informes de los computadores, dijo una voz dentro de su mente, una voz familiar, la suya, la de Falk. Ramarren estaba mareado de fatiga, pero gradualmente advirtió lo acertado de este pedido y obedeció. Luego no pudo pensar qué hacer a continuación. Y entonces, finalmente, por primera vez, cedió, no hizo esfuerzos por dominarse, dejó que su yo se fundiera en su… yo.

Falk-Ramarren puso, inmediatamente, manos a la obra. Arrastró trabajosamente a Ken Kenyek hasta arriba y a través de la arena iluminada por las estrellas, hasta la nave que trepidaba, a medias visible, opalescente en la noche del desierto; cargó el inerte cuerpo sobre un asiento, le aplicó una dosis extra de detonador y luego volvió en busca de Orry.

Orry comenzó a revivir durante el camino y se las arregló para trepar, aunque estaba débil, a la nave por sus propios medios.

—Prech Ramarren —dijo, sin ceremonias, aferrándose al brazo de Falk-Ramarren—, ¿adonde vamos?

—A Werel.

—¿Viene él también… Ken Kenyek?

—Sí. El podrá contarle a Werel su historia sobre la Tierra y tú podrás contar la tuya y yo la mía… Siempre hay más de un camino hacia la verdad. Ponte el cinturón de seguridad. Eso es.

Falk-Ramarren colocó la pequeña banda de metal adentro del control de rumbo. Fue aceptada, y dispuso la nave para que comenzara a funcionar en tres minutos. Con una última mirada al desierto y a las estrellas, cerró las portezuelas y se apresuró, tembloroso de fatiga y tensión, a colocarse el cinturón de seguridad, instalándose junto a Orry y al Shing.