—Regresa a nosotros, huésped y hermano —dijo el joven Thurro, perturbado, a pesar de sus preocupaciones de novio, por el aspecto de ese camino obscuro y vago que tomaría Falk.
Metock sólo dijo:
—Dame tu cantimplora, por favor.
Y, a su vez, le dio a Falk la suya, cincelada en plata. Luego partieron ellos para el norte, él para el oeste.
Después de haber caminado durante un rato, Falk se detuvo y miró hacia atrás. Los otros se habían perdido ya de vista; el camino a Ransifeld estaba casi oculto detrás de los árboles y malezas que cubrían el Hirand Road. La senda parecía hollada, si bien con poca frecuencia, pero no había sido arreglada ni despejada durante muchos años. Alrededor de Falk nada se veía sino selva, espesura salvaje. Se detuvo, solo, bajo la sombra de los interminables árboles. El suelo era blando con su alfombra de mil años; los grandes árboles, pinos y abetos, volvían el ambiente umbrío y tranquilo. Algún copo de cellisca danzaba en el viento agonizante. Falk aflojó la correa de su faltriquera y prosiguió. A la caída de la noche tuvo la sensación de haber dejado la Casa hacía mucho, mucho tiempo, de que quedaba inconmensurablemente atrás de él, de que siempre había estado solo.
Sus días eran iguales: luz gris de invierno; el viento que soplaba; colinas cubiertas de selva y valles, largas lomas, corrientes ocultas por la maleza, tierras pantanosas. Aunque muy cubierto de hierbas el Hirand Road era fácil de seguir, pues conducía a largos cañadones o a suaves curvas y evitaba los pantanos y las subidas pronunciadas. En las colinas, Falk advirtió que seguía el curso de alguna gran carretera antigua, porque el camino se abría a través de las serranías y dos mil años no lo habían borrado enteramente. Pero los árboles crecían en él y a sus lados, pinos y abetos, grandes macizos de acebos en las lomas, tramos de hayas, robles, nogales, alisos, fresnos y olmos, todos ellos superados y coronados por los imponentes castaños que ahora perdían sus hojas amarillo obscuro y sus frutos pardos a lo largo de camino. Por la noche cocinaba el gorrión o la liebre o la gallina salvaje que cazara entre la infinidad de caza menor que se escabullía y revoloteaba en este reino de los árboles; recogía nueces de haya y nueces de nogal y cocinaba las castañas sobre las brasas del fuego que encendía al acampar. Pero las noches eran malas. Dos sueños pesadillescos lo perseguían diariamente y siempre lo sorprendían a medianoche. En uno era perseguido furtivamente, entre las sombras, por una persona que no se dejaba ver. El otro era peor. Soñaba que había olvidado traer algo consigo, algo importante, esencial, sin lo cual estaba perdido. De este sueño despertaba y sabía que era verdadero: estaba perdido; era de él de quien se había olvidado. Entonces, si no llovía, encendía el fuego y se agachaba junto a éste, demasiado adormilado y perturbado por el sueño como para leer el libro que había traído, el Antiguo Canon, y buscar consuelo en las palabras que afirman que, cuando todos los caminos se han perdido el Camino se abre claramente. Un hombre completamente solo es una cosa miserable. Y él sabía que ni siquiera era un hombre sino, a lo sumo, una especie de ser a medias, que intentaba lograr su totalidad en su tentativa por cruzar, desamparado, un continente, bajo estrellas indiferentes. Los días eran todos iguales, pero significaban, sin embargo, un alivio, después de las noches.
Todavía llevaba la cuenta de ellos, y se encontraba a once días del cruce de caminos, es decir, en su décimo-tercer de viaje, cuando llegó al término del Hirand Road. Había llegado a un claro. Descubrió una senda entre extensos tramos de zarza salvaje y de espesos abedules, que llevaba a cuatro torres negras en ruinas que se elevaban por encima de la zarza y las enredaderas y los cardos; eran las chimeneas de una Casa derrumbada. Hirand ya no era nada, sólo un nombre. El camino terminaba en las ruinas.
Deambuló alrededor del lugar durante un par de horas, atraído, simplemente, por el helado rastro de la presencia humana. Movió algunos fragmentos de maquinaria herrumbrada, trozos de cacharros rotos, que sobrevivían a los huesos humanos, un fragmento de tela podrida que se hizo polvo entre sus dedos. Finalmente se arrancó del lugar y buscó una huella que condujera hacia el oeste, desde el claro. Atravesó un extraño paraje, un campo de media milla cuadrada, alisado en el mismo nivel y pulido con alguna substancia vidriosa, de obscuro color violeta, impoluta. La tierra se insinuaba en los bordes y las ramas y las hojas habían formado costras en su superficie, pero no se había roto ni rayado. Parecía que ese gran espacio hubiera sido anegado con amatista fundida. ¿Qué había sido: un campo de aterrizaje para algún vehículo inconcebible, un espejo para enviar señales a otros mundos, una base de maniobras? Fuera lo que fuese, había condenado a muerte a Hirand. Había constituido una gran obra que los Shing le permitieron realizar a los hombres.
Falk prosiguió su camino y penetró en la selva sin seguir, ya, senda alguna.
Aquí se alineaban limpios troncos que formaban pasillos. Siguió caminando con paso vivo durante el resto de ese día y la mañana siguiente. El paisaje nuevamente se ondulaba, las lomas corrían de norte a sur atravesando su camino, y alrededor de mediodía, al encaminarse hacia el punto que, desde una loma, parecía el más bajo de la otra, se encontró en medio de un pantanoso valle lleno de cauces de agua. Buscó vados y tropezó en cenagosas praderas anegadas, todo bajo una fría y tupida lluvia. Finalmente, cuando encontraba una salida del lóbrego valle, el tiempo comenzó a mejorar, y, al trepar la ladera el Sol se le adelantó por debajo de las nubes y envió una invernal gloria de rayos entre las desnudas ramas, haciéndolas brillar y también a los troncos y al suelo con dorada humedad. Eso lo alegró; prosiguió con denuedo, pensando en caminar hasta que terminara el día antes de acampar. Todo brillaba, ahora, y estaba completamente silencioso excepto por el goteo de la lluvia desde los extremos de las ramitas y el lejano silbido anhelante de un paro. Luego escuchó, como en su sueño, los pasos que lo seguían, hacia el lado izquierdo.
Un roble caído que había sido un obstáculo se convirtió en un instante en una defensa: se dejó caer detrás y, al par que apuntaba con el rifle, dijo en voz alta:
—Déjate ver.
Durante un momento largo nada se movió.
—¡Sal afuera! —dijo Falk telepáticamente, y se aprestó para la respuesta aunque tenía miedo de ella.
Tenía una sensación de extrañeza; había un olor ligeramente rancio en el aire.
Un jabalí salvaje salió de entre los árboles, cruzó sobre sus huellas y se detuvo para olfatear el suelo. Un chancho salvaje magnífico, grotesco, con un poderoso lomo, colmillos, patas cortas y rápidas cubiertas de suciedad. Por encima del hocico, de los colmillos y de las púas, los pequeños ojos brillantes miraban a Falk.
—Ah, ah, ah, hombre, ah —dijo la criatura resoplando.
Los tensos músculos de Falk saltaron y su mano se crispó sobre el gatillo de su pistola láser. No disparó. Un jabalí herido era terriblemente peligroso. Se agazapó y permaneció absolutamente inmóvil.
—Hombre, hombre —dijo el chancho salvaje, la voz espesa y opaca brotaba del hocico lleno de cicatrices— háblame telepáticamente. Háblame telepáticamente. Las palabras me hacen daño.
La mano de Falk, que empuñaba la pistola tembló. Súbitamente habló en voz alta:
—No hables, entonces. No hablaré telepáticamente. Sigue, sigue tu camino de jabalí.
—¡Aah, aah… hombre, háblame telepáticamente!
—Vete o disparo —Falk se irguió, su arma apuntaba con seguridad; los pequeños ojos de cerdo observaron el caño.
—Es un error quitar la vida —dijo el cerdo.