Falk había recuperado sus facultades y no dio respuesta alguna, esta vez, seguro de que la bestia no entendería las palabras. Movió el arma ligeramente, afinó la puntería y dijo:
—¡Vete!
El jabalí dejó caer la cabeza, hesitó. Luego, con increíble rapidez, como si se hubiera roto una invisible cuerda se volvió y corrió hacia el lugar por donde había aparecido.
Falk permaneció inmóvil durante unos momentos, y mientras el animal huía su dedo se crispó, alerta, sobre el gatillo. Su mano tembló nuevamente. Existían antiguas leyendas de bestias que hablaban, pero la gente de la Casa de Zove consideraba que eran pura fantasía, experimentó una ligera náusea y un deseo, también breve, de reír en voz alta.
—Parth —susurró, pues tenía que hablar con alguien—, acabo de recibir una lección de ética de un cerdo… ¿Oh, Parth, saldré alguna vez de la selva? ¿Termina en alguna parte?
Prosiguió su camino trepando las laderas pronunciadas y cubiertas de maleza de las serranías. En la cúspide los troncos clareaban y, a través de los árboles, pudo divisar la luz del Sol y el cielo. Unos pasos más y se encontró afuera de las ramas, en el borde de una ladera verde que bajaba hacia una extensión cubierta de huertos y tierras aradas y, al final, hacia un río claro y ancho. Del otro lado del río un rebaño de cincuenta o más cabezas pastoreaba dentro de una pradera cercada y, por encima, campos de alfalfa y huertos se sucedían, cuesta arriba de la loma vecina. Poco más al sur de donde se encontraba Falk el río serpenteaba ligeramente alrededor de una pequeña colina, sobre cuyo barranco, dorada por el Sol poniente se elevaba la roja chimenea de una casa.
Parecía un fragmento de otra época de oro, encerrada en ese valle y respetada por los siglos, preservada del gran desorden salvaje de la desolada selva. Un puerto, compañía, y, por encima de todo, orden: el trabajo del hombre. Una especie de aflojamiento de tensiones embargó a Falk cuando divisó una columna de humo que se elevaba de la roja chimenea. Un hogar de leña… Corrió colina abajo y atravesó el huerto más bajo hacia un camino que serpenteaba a lo largo del cauce del río entre achaparrados alisos y sauces dorados. Nada vivo se veía excepto el rojizo ganado que pastaba del otro lado del agua. Un silencio de paz inundaba el invernal valle lleno de Sol. Aminoró la marcha y caminó, entre huertas, hacia la puerta más próxima de la casa. Cuando rodeó la colina, el lugar se elevó ante sus ojos, paredes de ladrillo colorado y piedra que se reflejaban en las rápidas aguas de la curva del río. Se detuvo, ligeramente acobardado y pensó que sería mejor llamar antes de ir más lejos. Un movimiento en una ventana abierta, justo encima de la profunda puerta de entrada, le llamó la atención. Sin avanzar, vacilante, miró hacia arriba y experimentó un súbito y profundo dolor, agudo y quemante, a través del pecho, debajo del esternón: se tambaleó y luego cayó, replegado como una araña al saltar.
El dolor había sido instantáneo. No perdió la conciencia, pero no pudo moverse ni hablar.
La gente se congregaba a su alrededor; podía verlos, obscuramente, a través de oleadas de ceguera, pero no podía escuchar las voces. Era como si se hubiera vuelto sordo y su cuerpo estaba totalmente entumecido. Luchó para pensar a través de la privación de sus sentidos. Era transportado hacia algún lugar y no podía sentir las manos que lo llevaban; un horrible mareo lo abrumaba, y, cuando se disipó, había perdido todo control sobre sus pensamientos, que corrían y susurraban y parloteaban. Las voces comenzaron a cotorrear y a zumbar dentro de su mente, aunque el mundo deambulaba al garete y se empequeñecía y se acallaba a su alrededor. Quién eres tú de dónde vienes Falk yendo adonde yendo vas no lo sé eres un hombre rumbo oeste yendo no lo sé donde el camino ojos un hombre no un hombre… Oleadas y ecos y vuelos de palabras como gorriones, preguntas, respuestas, estrechándose, superponiéndose, susurrando, gritando, muriendo en un silencio gris.
Un velo de oscuridad se corre sobre sus ojos. Un haz de luz la penetra.
Una mesa; el borde de una mesa. Luz de una lámpara en una habitación a obscuras.
Comenzó a ver, a sentir. Estaba sentado en una silla, en una habitación en sombras, junto a una larga mesa sobre la cual había una lámpara. Estaba amarrado a la silla; podía sentir la cuerda hundida en los músculos del pecho y en los brazos cuando se movía un poco. Movimiento: un hombre surgió a la existencia, a su izquierda, otro a su derecha. Estaban sentados como él, se apoyaban en la mesa. Se inclinaban hacia adelante y hablaban entre ellos, frente a él. Sus voces sonaban como si vinieran desde atrás de altas paredes y de muy lejos, y él no podía entender las palabras.
Tembló de frío. Con la sensación de frío entró en más íntimo contacto con el mundo y comenzó a recuperar el control de su mente. Su oído se aguzaba, su lengua se trababa. Dijo algo que quería decir:
—¿Qué me han hecho?
No hubo respuesta, pero el hombre que estaba a su izquierda acercó mucho su cara a la de Falk y dijo en voz alta:
—¿Por qué viniste aquí?
Falk escuchó las palabras; después de un momento las comprendió; después de otro momento respondió:
—En busca de refugio. La noche.
—¿Refugio de qué?
—De la selva. Solo.
Sentía que el frío lo penetraba más. Intentó levantar sus pesadas y torpes manos para abotonar su camisa.
Debajo de las correas que lo sujetaban, hundidas en la carne, debajo del esternón había un pequeño centro de dolor.
—Mantén las manos bajas —dijo el hombre que estaba a su derecha, desde las sombras—. Es algo más que un programado, Argerd. Ningún bloqueo hipnótico podría soportar de tal modo el penton.
El de la izquierda, rostro viscoso y ojos rápidos, corpulento, contestó con débil y sibilante voz:
—No puedes decir eso… ¿qué sabemos nosotros acerca de sus ardides? De todos modos, ¿cómo juzgas su resistencia… qué es él? Tú Falk, ¿dónde queda ese lugar de donde vienes, la Casa de Zove?
—Al Este. Me fui… —el número se le escapaba—. Hace catorce días, creo.
¿Cómo sabían el nombre de su Casa, su nombre? Recuperaba sus sentidos y no necesitó pensar demasiado en la respuesta. Había cazado venados con Metock utilizando dardos hipodérmicos, que podían hacer de un leve arañazo la causa de una muerte. El dardo que lo había derrumbado o una inyección posterior cuando estuvo inconsciente, debía haberle inoculado una droga que relajara el control aprendido y el bloqueo inconsciente primitivo de los centros telepáticos del cerebro, de modo que se abrieran para el cuestionario paraverbal. Habían escudriñado su mente. La sola idea de ello aumentaba su sensación de frío y malestar y se complicaba con el ultraje a que estuviera indefensamente expuesto. ¿Por qué esa violación? ¿Por qué suponían que mentiría antes siquiera de hablarle?
—¿Pensaron ustedes que yo era un Shing? —preguntó.
El rostro del hombre sentado a su derecha, delgado, de pelo largo, barbudo, surgió súbitamente dentro del círculo de luz, los labios estirados hacia atrás, y su mano abierta le asestó a Falk un revés en la boca, que le sacudió la cabeza y lo cegó momentáneamente por el golpe. Le zumbaron los oídos; sintió el gusto de la sangre. Hubo un segundo golpe y un tercero. El hombre siseaba con persistencia:
—No digas ese nombre, no lo digas, no lo dirás, no lo digas…
Falk se debatió, indefenso, para protegerse, para liberarse. El hombre, a su izquierda, habló con voz cortante. Luego reinó el silencio durante un momento.
—No pretendí hacer ningún daño al venir aquí —dijo Falk por último, tan serenamente como pudo a través de la ira, el dolor y el miedo.
—Está bien —dijo el de la izquierda, Argerd— adelante, cuéntanos tu historia. ¿Qué pretendías al dirigirte aquí?