Se lavó los dientes, y mientras salía del baño recogiéndose el ondulado cabello en una coleta pilló a Simon metiendo en su bolsa de mensajero una botella que casi seguro que era la sangre que había comprado en Taki’s.
Se acercó a él y le alborotó el cabello.
—Puedes dejar las botellas en la nevera, ¿sabes? —le dijo—. Si no te gustan a temperatura ambiente.
—La sangre muy fría es peor que a temperatura ambiente, la verdad. Caliente es lo mejor, pero creo que a tu madre no le gustaría nada que la calentara en un cazo.
—¿Le importa a Jordan? —inquirió Clary, preguntándose si el licántropo aún se acordaría de que Simon vivía con él. Simon se había quedado en casa de Luke todos los días de la última semana. Los primeros días después de la desaparición de Jace, ella no había podido dormir. Se había puesto cinco mantas encima, y aun así no había podido entrar en calor. Se había quedado despierta, temblando, imaginando la sangre helada que avanzaba lentamente por sus venas, y los cristales de hielo que tejían una red brillante como el coral alrededor del corazón. Sus sueños estaban llenos de mares negros, témpanos de hielo, lagos helados, y por Jace, con el rostro siempre oculto entre las sombras, o tras unas nubes, o por su propio cabello brillante, apartándose de ella. Sólo había dormido durante unos minutos seguidos, y siempre se había despertado con una desagradable sensación de ahogo.
El primer día que el Consejo la había interrogado, había vuelto a casa y se había metido en la cama. Se había quedado tumbada despierta hasta que llamaron a su ventana y Simon entró. Inmediatamente después, el chico se había subido a la cama y se había tumbado junto a ella sin decir palabra. Había traído consigo el frío del exterior, y olía al aire de la ciudad y al aire helado del inminente invierno.
Ella se había colocado hombro con hombro con él, y las minúsculas tensiones que le atenazaban el cuerpo como un puño cerrado se habían ido disolviendo. La mano de Simon había sido fría, pero familiar, igual que la textura de su chaqueta de pana contra la piel.
—¿Cuánto te puedes quedar? —había preguntado ella en un susurro a la oscuridad.
—Tanto como quieras.
Clary se había vuelto para mirarlo.
—¿A Izzy no le importará?
—Ella fue quien me dijo que viniera. Dijo que no podías dormir, y que si tenerme contigo te hacía sentirte mejor, podía quedarme. O podría quedarme hasta que te durmieras.
Clary había suspirado aliviada.
—Pasa aquí la noche —le había pedido—. Por favor.
Y él lo había hecho. Y Clary no había tenido pesadillas.
Mientras él estaba allí, ella dormía sin soñar, inmersa en un océano de nada. Un olvido indoloro.
—A Jordan no le importa la sangre —contestó Simon en ese momento—. Todo este asunto es sobre mí sintiéndome cómodo con lo que soy. Conecta con tu vampiro interior, bla, bla, bla…
Clary se tumbó junto a él en la cama y se abrazó a una almohada.
—¿Es tu vampiro interior diferente de… tu vampiro exterior?
—Sin duda. Él quiere llevar camisas que dejen el ombligo al descubierto y un sombrero fedora. Me estoy resistiendo.
Clary sonrió levemente.
—¿Así que tu vampiro interior es Magnus?
—Espera, eso me recuerda… —Simon rebuscó en su macuto de mensajero y sacó dos cómics manga. Los agitó triunfal antes de pasárselos a Clary—. Magical Love Gentleman, fascículos quince y dieciséis —dijo—. Agotado en todas partes excepto en Midtown Comics.
Ella los cogió y miró las coloridas portada y contraportada. Hubo una vez que habría alzado los brazos en júbilo admirada; en ese momento sólo consiguió sonreír a Simon y agradecérselo; pero él lo había hecho por ella, se recordó, en un gesto de buen amigo. Incluso aunque ella no pudiera imaginarse leyéndolos para distraerse.
—Eres increíble —le dijo, empujándolo con el hombro. Se tumbó sobre la almohada con los manga sobre el regazo—. Y gracias por venir conmigo a la corte Seelie. Sé que te trae malos recuerdos pero… siempre estoy mejor cuando tú estás ahí.
—Lo hiciste muy bien. Manejaste a la reina como una experta. —Simon se tumbó junto a ella, hombro contra hombro, ambos mirando al techo, a las grietas de siempre, a las viejas estrellas pegadas allí, que habían brillado en la oscuridad, pero ya no daban ninguna luz—. ¿Y qué, vas a hacerlo? ¿Vas a robar los anillos para la reina?
—Sí. —Dejó escapar la respiración que había estado conteniendo—. Mañana. Hay una reunión del Cónclave local al mediodía. Todos estarán allí. Lo haré entonces.
—No me gusta, Clary.
Ella notó que se ponía tenso.
—¿Qué es lo que no te gusta?
—Que tengas que hacer algo para las hadas. Los seres mágicos son unos mentirosos.
—No pueden mentir.
—Ya sabes a lo que me refiero. Pero «los seres mágicos son engañosos» suena tonto.
Ella lo miró, apoyando la barbilla sobre la clavícula de él. Automáticamente, él alzó el brazo, le rodeó los hombros y la atrajo hacia sí. Simon tenía el cuerpo frío y la camisa aún húmeda por la lluvia. Su cabello, normalmente muy lacio, se había secado formando algunos rizos con el viento.
—Créeme, no me gusta nada liarme con la corte. Pero lo haría por ti —afirmó ella—. Y tú lo harías por mí, ¿no?
—Claro que sí. Pero sigue siendo una mala idea. —Él la miró directamente—. Sé cómo te sientes. Cuando mi padre murió…
Clary se tensó.
—Jace no está muerto.
—Lo sé. No estaba diciendo eso. Sólo que… No hace falta que digas que te sientes mejor cuando estoy ahí. Siempre estoy ahí para ti. El dolor hace que nos sintamos solos, pero no lo estás. Sé que no crees… en la religión… como yo, pero puedes creer que estás rodeada de gente que te quiere, ¿verdad? —Tenía los ojos muy abiertos, esperanzados. Eran del mismo castaño oscuro que siempre habían sido, pero diferentes, como si se hubiera añadido otra capa de color, igual que su piel parecía tanto carente de poros como traslúcida.
«Lo creo —pensó Clary—, pero no estoy segura de que importe.»
Le golpeó suavemente con el hombro.
—¿Te importa si te pregunto algo? Es personal, pero importante.
En su voz se percibió una nota de cansancio.
—¿Qué?
—Con eso de la Marca de Caín, ¿significa que si te pego una patada accidentalmente por la noche, una fuerza invisible me dará siete patadas en la espinilla?
Ella notó que él reía.
—Duérmete, Fray.
3
Ángeles malos
—Tío, creía que habías olvidado que vives aquí —exclamó Jordan cuando Simon entró en el salón de su pequeño piso, con las llaves aún tintineando en la mano. A Jordan solía encontrársele tirado en el futón, con las largas piernas colgando por el lado y el mando de la Xbox en la mano. Ese día también estaba en el futón, pero sentado, con los amplios hombros encorvados y las manos en los bolsillos de los vaqueros. El mando no se veía por ninguna parte. Parecía aliviado de ver a Simon y, en un momento, el vampiro entendió por qué.
El licántropo no estaba solo. Sentado frente a él en un sillón de terciopelo naranja (ninguno de los muebles de Jordan hacía juego), se hallaba Maia, con el rebelde cabello rizado contenido en dos trenzas. La última vez que Simon la vio, la chica iba vestida con traje de fiesta. Pero en ese momento seguía con su uniforme: vaqueros de bajos gastados, una camiseta de manga larga y una chaqueta de cuero de color caramelo. Parecía tan incómoda como Jordan, con la espalda recta y la mirada perdida hacia la ventana. Al ver a Simon, se puso de pie agradecida y le dio un abrazo.
—Hola —dijo—. Sólo he pasado a ver cómo te iba.
—Estoy bien. Es decir, estoy tan bien como se puede estar con todo lo que está pasando.
—No me refería a todo ese asunto de Jace —repuso ella—. Me refería a ti. ¿Cómo lo llevas?