Sebastian se volvió, con una expresión pavorosa en el rostro, algo entre una sonrisa y una mueca de furia.
—Hazla callar, Jace.
—¿Nos vamos a quedar aquí —preguntó Jace, aún sujetando a Clary— dejando que nos protejan? —indicó con la barbilla la línea de cazadores de sombras.
—Sí —contestó Sebastian—. Tú y yo somos demasiado importantes como para arriesgarnos a que nos hieran.
Jace negó con la cabeza.
—No me gusta. Hay muchos del otro lado. —Estiró el cuello para mirar por encima del gentío—. ¿Y qué hay de Lilith? ¿No la puedes volver a llamar, hacer que nos ayude?
—¿Dónde?, ¿aquí? —Había desprecio en la voz de Sebastian—. No. Además, está demasiado débil para ser de gran ayuda. Hubo un tiempo en que podría haber aplastado a un ejército, pero esa mierda de subterráneo con su Marca de Caín esparció su esencia por los vacíos entre los mundos. Ya ha hecho mucho consiguiendo aparecer y dándonos su sangre.
—Cobarde —le escupió Clary—. Has convertido a esa gente en esclavos, y ni siquiera piensas luchar para protegerlos…
Sebastian alzó la mano como si fuera a abofetearla. Clary deseó que lo hiciera, deseó que Jace pudiera verlo si lo hacía, pero una sonrisa malévola se dibujó en el rostro de su hermano. Bajó la mano.
—Y si Jace te soltara, ¿debo suponer que lucharías?
—Claro que sí…
—¿De qué lado? —Sebastian dio un rápido paso hacia ella y alzó la Copa Infernal. Clary pudo ver lo que había dentro. Aunque muchos habían bebido de ella, la sangre permanecía al mismo nivel—. Levántale la cabeza, Jace.
—¡No! —Clary redobló sus esfuerzos por soltarse. Jace le puso la mano bajo la barbilla, aunque ella creyó notar cierta vacilación en su acción.
—Sebastian —dijo Jace—. No…
—Ahora —ordenó Sebastian—. No tenemos por qué seguir aquí. Nosotros somos los importantes, no esa carne de cañón. Ya hemos comprobado que la Copa Infernal funciona. Eso es lo que importa. —Agarró a Clary por el vestido—. Será mucho más fácil escapar —continuó— sin ésta pataleando, gritando y pegándote a cada paso que demos.
—Podemos hacer que beba después…
—No —rugió Sebastian—. Sujétala. —Alzó la copa y se la metió a Clary en los labios, tratando de abrirle la boca. Ella se resistió, apretando los dientes—. Bebe —le ordenó Sebastian en un susurro maligno, tan bajo que ella dudó de que Jace lo hubiera oído—. Ya te dije que al final de esta noche harías lo que yo quisiera. —Los ojos se le oscurecieron, y le apretó más la Copa, cortándole el labio inferior.
Clary notó sabor a sangre mientras echaba las manos hacia atrás, agarraba a Jace por los hombros y se apoyaba en él para lanzar una patada con ambas piernas. Notó que se le rompía la costura del vestido por el lado, y sus pies se estrellaron con fuerza contra las costillas de Sebastian. Él se tambaleó hacia atrás sin aliento, justo cuando ella echaba la cabeza hacia atrás y golpeaba a Jace en el rostro con el cráneo. Él gritó y aflojó su abrazo lo suficiente para que ella consiguiera soltarse. Se apartó de él y se lanzó a la batalla sin mirar atrás.
Maia corrió por el suelo rocoso, con la luz de las estrellas arañándole con sus fríos dedos el pelaje, y los intensos olores de la batalla asaltando su sensible nariz: sangre, sudor y el hedor a goma quemada de la magia negra.
La manada se había desplegado por el campo, saltando y matando con dientes y garras letales. Maia se mantenía al lado de Jordan, no porque necesitara su protección, sino porque acababa de descubrir que juntos luchaban mejor y con más eficacia. Sólo había estado en una batalla antes, en la llanura de Brocelind, y aquello había sido un caótico remolino de demonios y subterráneos. Había muchos menos combatientes ahí, en el Burren, pero los cazadores de sombras oscuros eran formidables, y blandían sus espadas y dagas con una fuerza veloz y terrible. Maia había visto a un hombre delgado usar una daga corta para segar la cabeza a un lobo a medio salto; lo que había caído al suelo había sido un cuerpo humano sin cabeza, ensangrentado e irreconocible.
Mientras pensaba en eso, un nefilim en túnica roja se alzó ante ellos, con una espada de doble filo agarrada con ambas manos. La hoja estaba manchada de rojo oscuro. Junto a Maia, Jordan rugió, pero fue ella la que se lanzó contra el hombre. Éste la esquivó y blandió la espada. Maia notó un agudo pinchazo en el hombro y cayó al suelo sobre las cuatro patas, mientras el dolor se le clavaba por todo el cuerpo. Se oyó un repiqueteo metálico y supo que le había sacado al hombre la espada de la mano. Gruñó de satisfacción y se dio la vuelta, pero Jordan ya estaba saltando hacia el cuello del hombre…
Y el hombre lo agarró en pleno salto, como si sujetara a un cachorro rebelde.
—Escoria subterránea —espetó, y aunque no era la primera vez que Maia había oído esos insultos, algo en el gélido odio del tono la hizo estremecerse—. Deberías ser un abrigo. Debería estar llevándote.
Maia le clavó los dientes en la pierna. Su sangre cobriza le estalló en la boca mientras el hombre gritaba de dolor y se tambaleaba hacia atrás, lanzándole una patada y soltando a Jordan. Maia siguió apretando los dientes con fuerza mientras Jordan saltaba de nuevo, y esa vez el grito de rabia del cazador de sombras se cortó de golpe cuando las garras del licántropo le destrozaron el cuello.
Amatis bajaba el cuchillo hacia el corazón de Magnus justo cuando una flecha silbó cortando el aire y se le clavó en el hombro, haciéndola caer de lado con tal fuerza que le hizo dar media vuelta y acabar boca abajo sobre el suelo rocoso. Ella gritó, pero el sonido pronto quedó apagado por el entrechocar de armas a su alrededor. Isabelle se arrodilló junto a Magnus; Simon alzó los ojos y vio a Alec sobre la tumba de piedra, inmóvil con el arco en la mano. Seguramente estaba demasiado lejos como para ver a Magnus con claridad; Isabel tenía las manos sobre el pecho del brujo, pero Magnus, Magnus, siempre en movimiento, siempre cargado de energía, estaba totalmente inmóvil. Isabelle alzó los ojos y vio a Simon mirándolos; ella tenía las manos rojas de sangre, pero agitó la cabeza violentamente en su dirección.
—¡Sigue! —le gritó—. ¡Encuentra a Sebastian!
Simon se volvió y se lanzó de nuevo a la lucha. La apretada línea de cazadores de sombras vestidos de rojo había comenzado a deshacerse. Los lobos atacaban aquí y allí, separando a los cazadores de sombras. Jocelyn estaba espada contra espada con un hombre que rugía y por cuyo brazo libre manaba la sangre, y Simon se dio cuenta de algo muy extraño mientras avanzaba, colándose por los estrechos espacios entre los duelos: ninguno de los nefilim vestidos de rojo estaba Marcado. Su piel estaba libre de toda decoración.
Y mientras con el rabillo del ojo veía a un cazador de sombras enemigo ir a por Aline con una maza, y a Helen destriparlo, también se dio cuenta de que eran mucho más rápidos que cualquier nefilim que hubiera visto antes, excepto Jace y Sebastian. Se movían con la rapidez de los vampiros, pensó, mientras uno de ellos lanzaba un tajo a un lobo que saltaba hacia él y le abría la barriga de arriba abajo. El licántropo muerto se estrelló contra el suelo, transformado en el cadáver de un hombre corpulento con cabello claro rizado.
«Ni Maia ni Jordan», pensó aliviado, y luego se sintió culpable; avanzó dando traspiés, con el olor a sangre cubriéndolo todo, y de nuevo echó en falta la Marca de Caín. Si aún la portara, podría haber hecho arder a todos esos nefilim enemigos ahí mismo…
Uno de los nefilim oscuros se plantó frente a él blandiendo una espada ancha de un solo filo. Simon la esquivó, pero no le habría hecho falta. Cuando el hombre estaba a punto de atacarlo, una flecha se le clavó en el cuello y cayó, borbotando sangre. Simon alzó la cabeza y vio a Alec, aún sobre la tumba; su rostro era una máscara pétrea, y estaba disparando flechas con la precisión de una máquina; echaba atrás la mano para coger una, la ponía en el arco y la dejaba volar. Cada una daba en el blanco, pero Alec casi no parecía notarlo. Mientras una flecha volaba, ya estaba cogiendo otra. Simon oyó otro silbido pasar ante él y otra flecha atravesar un cuerpo. Se lanzó hacia delante, hacia una parte abierta del campo de batalla…