Se quedó helado. Ahí estaba Clary, una pequeña figura que se abría paso entre los luchadores con las manos desnudas, pegando patadas y empujando. Llevaba un vestido roto, y el cabello era una masa revuelta. Cuando lo vio, una mirada de incrédula sorpresa le cruzó el rostro. Formó el nombre de Simon con los labios.
Justo detrás estaba Jace. Tenía el rostro ensangrentado. La gente se apartaba mientras él avanzaba, dejándolo pasar. Tras de sí, en el espacio que dejaba al pasar, Simon vio un destello de rojo y plata; una silueta conocida, coronada por cabello blanco dorado como el de Valentine.
Sebastian. Aún escondido detrás de la última línea de defensa de los cazadores de sombras oscuros. Al verlo, Simon se llevó la mano al hombro y sacó a Gloriosa de su vaina. Un momento después, el oleaje de la multitud empujó a Clary hacia él. Ésta tenía los ojos casi negros de adrenalina, pero era evidente su alegría al verlo. Simon sintió que el alivio le recorría el cuerpo, y se dio cuenta de que se había estado preguntando si ella seguiría siendo ella o habría Cambiado, como Amatis.
—¡Dame la espada! —gritó ella, y su voz casi apagó el estruendo del metal contra metal. Ella alargó el brazo para cogerla, y en ese momento ya no era Clary, su amiga de la infancia, sino una cazadora de sombras, un ángel vengador al que correspondía blandir esa espada.
Él se la tendió por el mango.
La batalla era como un remolino, pensó Jocelyn, mientras se abría paso a tajos a través de los enemigos, blandiendo el kindjal de Luke hacia cada punto rojo que veía. Todo se acercaba y luego se alejaba con tal velocidad que sólo se podía ser consciente de una sensación de peligro incontrolable, de la lucha por mantenerse a flote y no ahogarse.
Sus ojos iban de un lado a otro entre la masa de luchadores, buscando a su hija, buscando un destello de cabello rojo, o incluso a Jace, porque donde estuviera él, también estaría Clary. Había grandes rocas que salpicaban la planicie, como icebergs en un mar inmóvil. Se subió a una, tratando de tener una visión mejor del campo de batalla, pero sólo pudo distinguir cuerpos apiñados, el destello de las armas y las oscuras siluetas de los lobos que corrían entre los guerreros.
Se volvió para bajar de la roca…
Y se encontró con alguien esperándola abajo. Jocelyn se quedó parada, mirándolo.
Llevaba una túnica escarlata y tenía una pálida cicatriz en una de las mejillas, un recuerdo de alguna batalla que ella desconocía. Tenía el rostro chupado y ya no era joven, pero resultaba inconfundible.
—Jeremy —dijo ella lentamente, con la voz casi inaudible entre el clamor de la batalla—. Jeremy Pontmercy.
El hombre que fuera el miembro más joven del Círculo la miró con ojos inyectados en sangre.
—Jocelyn Morgenstern. ¿Has venido a unirte a nosotros?
—¿Unirme a vosotros? Jeremy, no…
—Una vez formaste parte del Círculo —dijo él y se acercó más a ella. Un larga daga con un filo tan afilado como una navaja de afeitar le colgaba de la mano derecha—. Fuiste una de los nuestros. Y ahora seguimos a tu hijo.
—Rompí con vosotros cuando seguisteis a mi esposo —replicó Jocelyn—. ¿Por qué crees que os seguiré ahora que os manda mi hijo?
—O estás con nosotros o contra nosotros, Jocelyn. —Su rostro se endureció—. No puedes luchar contra tu propio hijo.
—Jonathan —repuso ella lentamente— es el mayor mal que jamás cometió Valentine. Nunca podría estar con él. Al final, dejé a Valentine. Por lo tanto, ¿qué esperanza tienes de convencerme ahora?
Él negó con la cabeza.
—Me malinterpretas —afirmó—. Me refiero que no puedes luchar contra él. Contra nosotros. La Clave no puede. No están preparados. No para lo que podemos hacer. Lo que estamos dispuestos a hacer. La sangre correrá en las calles de todas las ciudades. El mundo arderá. Todo lo que conoces será destruido. Y nosotros nos alzaremos de las cenizas de vuestra derrota, como un fénix triunfal. Ésta es tu única oportunidad. Dudo que tu hijo te dé otra.
—Jeremy —dijo Jocelyn—, eras muy joven cuando Valentine te reclutó. Podrías volver, incluso regresar a la Clave. Serían clementes…
—Nunca podré volver a la Clave —dijo con satisfacción—. ¿No lo entiendes? Aquellos de nosotros que estamos con tu hijo ya no somos nefilim.
«Ya no somos nefilim.» Jocelyn iba a responderle, pero antes de que pudiera decir nada, él comenzó a sacar sangre por la boca. Se desplomó y, mientras lo hacía, Jocelyn vio, tras él y armada con una espada ancha, a Maryse.
Las dos mujeres se miraron durante un momento sobre el cadáver de Jeremy. Luego Maryse se dio la vuelta y regresó a la batalla.
En cuanto Clary aferró la empuñadura, la espada estalló con una luz dorada. El fuego ardió por la hoja desde la punta, iluminó las palabras que estaban grabadas en la hoja: «Quis ut Deus?», e hizo brillar la empuñadura como si contuviera la luz del sol. Clary casi la dejó caer, pensando que se le había prendido fuego, pero la llama parecía contenida dentro de la espada, y el metal estaba frío bajo sus manos.
Después de eso, todo pareció ocurrir muy despacio. Se volvió, con la espada ardiendo en su mano. Buscó desesperadamente a Sebastian entre la gente. No pudo verlo, pero sabía que estaba detrás del estrecho nudo de cazadores de sombras que ella había tenido que apartar para llegar allí. Agarró la espada con fuerza y fue hacia ellos, pero se encontró el camino bloqueado.
Por Jace.
—Clary —dijo éste. Parecía imposible que pudiera oírlo; el ruido alrededor era ensordecedor: gritos y rugidos, y el estruendo del metal contra metal. Pero la marea de luchadores parecía haberse abierto a ambos lados, como el mar Rojo, y dejaba un espacio vacío alrededor de Jace y de ella.
La espada ardía, resbaladiza en su mano.
—Jace. Apártate de mi camino.
Clary oyó a Simon gritar algo a su espalda; Jace estaba negando con la cabeza. Sus ojos dorados eran neutros, inescrutables. Tenía la cara ensangrentada por el cabezazo que ella le había dado en el pómulo, y la piel se le estaba hinchando y amoratando.
—Dame esa espada, Clary.
—No. —Ella negó con la cabeza y retrocedió un paso. Gloriosa iluminaba el espacio en el que se hallaban, iluminaba la hierba pisoteada y manchada de sangre que la rodeaba e iluminaba el rostro de Jace mientras se acercaba a ella—. Jace. Puedo separarte de Sebastian. Puedo matarlo sin matarte a ti.
Él hizo una mueca. Sus ojos eran del mismo color que el fuego de la espada, o lo estaban reflejando, Clary no estaba segura de qué, pero cuando lo miró se dio cuenta de que no importaba. Estaba viendo a Jace y no a Jace; sus recuerdos de él, el guapo muchacho que había conocido, temerario consigo mismo y con los demás, aprendiendo a ser cuidadoso y a pensar en la gente. Recordó la noche que habían pasado juntos en Idris, con las manos cogidas en la estrecha cama, y el chico cubierto de sangre que la había mirado con ojos angustiados y le había confesado que era un asesino en París.
—¿Matarlo? —preguntó Jace que no era Jace—. ¿Estás loca?
Y también recordó la noche en el lago Lyn, Valentine atravesándolo con la espada, y el modo en que la propia vida de Clary pareció desangrarse junto con la sangre de él.
Y lo había visto morir, allí en la orilla del lago en Idris. Y después, cuando lo había vuelto a la vida, él se había arrastrado hasta ella y la había mirado con aquellos ojos que ardían como la Espada, como la sangre incandescente de un ángel.