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«Estaba perdido en la oscuridad —había dicho él—. No había nada excepto sombras, y yo era una sombra. Y entonces oí tu voz.»

Pero esa voz se mezcló con otra, más reciente: Jace frente a Sebastian en el salón del apartamento de Valentine, diciéndole que preferiría morir que vivir de aquella manera. Lo oía perfectamente en ese momento, hablando, diciéndole a ella que le diera la espada y que, si no, se la arrebataría. Su voz era dura, impaciente, la voz de alguien hablándole a un niño. Y supo que, en ese momento, igual que él no era Jace, la Clary que él amaba no era ella. Era sólo un recuerdo de ella, desvaído y distorsionado: la imagen de alguien dócil y obediente, alguien que no entendía que el amor dado sin libre albedrío o sinceridad no era amor en absoluto.

—Dame la espada. —Él tenía la mano extendida, la barbilla alzada y el tono imperioso—. Dámela, Clary.

—¿La quieres?

Alzó Gloriosa, de la forma en que él le había enseñado a hacerlo, equilibrando su peso, aunque la notaba pesada en la mano. La llama se hizo más brillante, hasta que pareció llegar a lo alto y tocar las estrellas. Jace estaba sólo a la distancia de la espada, con los ojos dorados mirándola incrédulos. Incluso en ese momento, él no creía que ella fuera a hacerle daño, daño de verdad. Incluso en ese momento.

Ella inspiró hondo.

—Tómala.

Clary vio que los ojos de Jace se encendían de la misma manera que lo habían hecho el día del lago, y entonces lo atravesó con la espada, de la misma forma que lo había hecho Valentine. En ese momento entendió que así era como debía ser. Él había muerto así, y ella se lo había arrancado a la muerte. Pero ésta había vuelto de nuevo.

«No puedes engañar a la muerte. Al final, tendrá lo que es suyo.»

Gloriosa se le hundió en el pecho, y Clary notó que la mano ensangrentada le resbalaba en la empuñadura cuando la hoja chocó contra las costillas y se fue hundiendo hasta que el puño de Clary chocó con el cuerpo de él y se quedó inmóvil. Él no se había movido, y ella estaba pegada a él, aferrando Gloriosa mientras la sangre comenzaba a manar de la herida del pecho.

Se oyó un grito, un alarido de furia, dolor y terror: el sonido de alguien a quien estaban despedazando brutalmente.

«Sebastian», pensó Clary. Sebastian gritando al cortarse el lazo que lo unía a Jace.

Pero Jace no. Jace no hizo ningún ruido. A pesar de todo, su rostro estaba aclamado y tranquilo, como el rostro de una estatua. Miró a Clary, y los ojos le brillaron, como si estuvieran llenos de luz.

Y entonces, Jace comenzó a arder.

Alec no recordaba haber bajado de lo alto de la piedra de la tumba, o abrirse paso por la planicie rocosa entre los cuerpos caídos: cazadores de sombras oscuros, licántropos muertos y heridos. Sus ojos buscaban sólo a una persona. Tropezó y casi cayó; cuando alzó la mirada y barrió el campo que tenía delante, vio a Isabelle, arrodillada junto a Magnus sobre el suelo pedregoso.

Alec se sintió como si no tuviera aire en los pulmones. Nunca había visto a Magnus tan pálido, tan quieto. Había sangre en el cuero de su armadura, y también en el suelo bajo él. Pero era imposible, Magnus hacía tanto tiempo que vivía… Era permanente. Un hito. Magnus no moría antes que él en ningún mundo que la imaginación de Alec pudiera concebir.

—Alec. —Era la voz de Izzy, que nadaba hacia él como si estuviera en el agua—. Alec, Magnus respira.

Alec dejó escapar el aliento en una especie de suspiro tembloroso. Le tendió la mano a su hermana.

—Daga.

Ella se la pasó en silencio. Nunca había prestado tanta atención como él a las clases de primeros auxilios; siempre había dicho que las runas ya harían el trabajo. Alec abrió por delante la armadura de cuero de Magnus, y luego la camisa que llevaba debajo, apretando los dientes. Podría ser que la armadura fuera lo que lo estaba manteniendo vivo.

Luego apartó los lados con sumo cuidado, sorprendido ante la firmeza de sus propias manos. Había mucha sangre, y una amplia herida de cuchillo bajo el lado derecho de las costillas de Magnus. Pero por el ritmo con que respiraba, era evidente que no le había perforado el pulmón. Alec se sacó la chaqueta, la enrolló y la presionó sobre la herida, que aún sangraba.

Magnus abrió los ojos con dificultad.

—Au —dijo con voz débil—. Deja de apoyarte en mí.

—¡Por Raziel! —exclamó Alec, agradecido—. Estás bien. —Pasó la mano libre bajo la cabeza de Magnus, acariciándole la mejilla con el pulgar—. Pensab…

Miró a su hermana antes de decir algo demasiado embarazoso, pero ella se había alejado en silencio.

—Te vi caer —dijo Alec en voz baja. Se inclinó y le dio un ligero beso en la boca, no queriendo hacerle daño—. Pensaba que habías muerto.

Magnus sonrió de medio lado.

—¿Qué? ¿de un arañazo? —Miró a la chaqueta de Alec, que se iba enrojeciendo bajo la mano—. Vale, un arañazo profundo. Como de un gato muy, muy grande.

—¿Estás delirando? —preguntó Alec.

—No. —Magnus juntó las cejas—. Amatis buscaba el corazón, pero no me ha alcanzado en ningún punto vital. El problema es que la pérdida de sangre me está quitando la energía y mi capacidad para curarme a mí mismo. —Respiró hondo y acabó tosiendo—. Ven, dame la mano—. Alzó la mano y Alec entrelazó sus dedos con los de él, la palma de Magnus dura contra la suya—. ¿Recuerdas la noche de la batalla en el barco de Valentine, cuando necesité parte de tu fuerza?

—¿La necesitas de nuevo? —preguntó Alec—. Porque puedes tenerla.

—Siempre necesito tu fuerza, Alec —repuso Magnus, y cerró los ojos mientras sus dedos unidos comenzaban a brillar, como si entre ambos sujetaran una estrella.

El fuego estalló a través de la empuñadura y por la hoja de la espada del Ángel. La llama lanzó a Clary una especie de descarga eléctrica que la tiró al suelo. El calor del rayo le ardió corriéndole por la venas, y ella se retorció de dolor, agarrándose como si así pudiera evitar que el cuerpo le estallara en pedazos.

Jace cayó de rodillas. Aún tenía clavada la espada, pero ésta ardía con una llama blanco dorada, y el fuego le llenaba el cuerpo como agua coloreada llenando una jarra de cristal. Llamas doradas lo recorrían y le volvían la piel traslúcida. Su cabello era de bronce; sus huesos eran yesca dura y brillante, visibles bajo la piel. La propia Gloriosa estaba quemándose, se disolvía en gotas líquidas como el oro fundiéndose en un crisol. Jace tenía la cabeza echada hacia atrás y el cuerpo tirante formando un arco, mientras el incendio seguía en su interior. Clary trató de acercase a él por el suelo pedregoso, pero el calor que salía del cuerpo de Jace era excesivo. Él se apretaba las manos contra el pecho, y un río de sangre dorada se le derramaba entre los dedos. La piedra en la que se arrodillaba se estaba ennegreciendo, quebrándose, convirtiéndose en cenizas. Y luego Gloriosa se consumió como el final de una hoguera, soltando una lluvia de chispas, y Jace se desplomó hacia delante sobre la piedra.

Clary trató de ponerse en pie, pero las piernas no le aguantaron. Aún sentía las venas como si el fuego las estuviera atravesando, y el dolor se le disparaba por la superficie de la piel como si fueran atizadores ardientes. Se arrastró hacia delante, ensangrentándose los dedos y oyendo como se le rajaba el vestido de ceremonias, hasta que llegó a a donde estaba Jace.

Éste yacía de lado con la cabeza apoyada en un brazo, y el otro extendido. Ella se desplomó junto a él. El calor manaba del cuerpo de Jace como si fuera un lecho de ascuas, pero a ella no le importó. Podía verle la raja en la espalda del uniforme, donde Gloriosa lo había atravesado. Había cenizas de las rocas quemadas mezcladas con su cabello dorado, y sangre.