Выбрать главу

Despacio, con cada movimiento doliéndole como si fuera muy anciana, como si hubiera envejecido un año por cada segundo que Jace había estado ardiendo, Clary tiró de él, y acabó poniéndolo de espaldas sobre la piedra manchada de sangre y ennegrecida. Le miró el rostro, ya no de oro, pero aún hermoso.

Clary le puso la mano en la mejilla, donde el rojo de la sangre de él contrastaba con el rojo más oscuro de su vestimenta. Ella había notado los filos de la espada rasgarle los huesos de las costillas. Había visto la sangre derramársele entre los dedos, tanta sangre que había manchado las rocas bajo él de negro y le había endurecido las puntas del cabello.

Y sin embargo…

«No, si en él hay más Cielo que Infierno.»

—Jace —susurró ella. Por todas partes a su alrededor había pies que corrían. Los destrozados restos del pequeño ejército de Sebastian estaban huyendo por el Burren, dejando caer las armas mientras escapaban. Clary no les prestó atención—. Jace.

Él no se movió. Su rostro estaba inmóvil, en paz bajo la luz de la luna. Las pestañas parecían finas sombras de telaraña sobre lo alto de los pómulos.

—Por favor —rogó ella, y le pareció que la voz le rasgaba el cuello al salir. Cuando respiró, los pulmones le ardieron—. Mírame.

Clary cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, su madre estaba arrodillada junto a ella, tocándole el hombro. Las lágrimas caían por el rostro de Jocelyn. Pero eso no podía ser… ¿Por qué iba a estar llorando su madre?

—Clary —susurró Jocelyn—. Suéltalo. Está muerto.

En la distancia, Clary vio a Alec junto a Magnus.

—No —contestó—. La espada… quema la maldad. Aún podría estar vivo..

Su madre le pasó una mano por la espalda, y los dedos se le engancharon en los sucios rizos de Clary.

—Clary, no…

«Jace —pensó ésta con fiereza, apretándole los brazos con las manos—. Eres más fuerte que todo esto. Si eres tú, realmente tú, abrirás los ojos y me mirarás.»

De repente, Simon estaba allí, arrodillado al otro lado de Jace, con el rostro manchado de sangre y suciedad. Fue a coger a Clary. Ella movió la cabeza secamente para mirarlo, a él y a su madre, y vio a Isabelle acercándose tras ellos, con los ojos muy abiertos, caminando despacio. La parte delantera de su traje estaba manchada de sangre. Incapaz de enfrentarse a Izzy, Clary torció la cabeza y clavó los ojos en el cabello dorado de Jace.

—Sebastian —exclamó Clary, o trató de exclamar. La voz le salió como un graznido—. Alguien debería buscarlo.

«Y dejarme en paz.»

«…y»

—Ya lo están buscando. —Su madre se inclinó hacia ella, con ojos abiertos y ansiosos—. Clary, suéltalo. Clary, cariño…

—Déjala —oyó Clary que decía, cortante, Isabelle. Oyó también la protesta de su madre, pero todo lo que hacían parecía suceder a una gran distancia, como si Clary estuviera contemplando una obra de teatro desde la última fila. Nada importaba excepto Jace. Jace ardiendo. Las lágrimas le abrasaron los ojos.

—Jace, maldita sea —exclamó con una voz que le salía a trompicones—. No estás muerto.

—Clary —repuso Simon con suavidad—. Si hubiera una oportunidad…

«Apártate de él.» Eso era lo que le estaba pidiendo Simon, pero ella no podía. No pensaba hacerlo.

—Jace —susurró. Era como un mantra, de la misma forma que una vez él la había abrazado en Renwick y había repetido su nombre una y otra vez—. Jace Lightwood…

Se quedó helada. Allí. Un movimiento tan minúsculo que casi no era movimiento. La agitación de una pestaña. Se inclinó sobre él, casi perdiendo el equilibrio, y le apretó con la mano la rajada tela escarlata que le cubría el pecho, como si pudiera sanarle la herida que ella le había abierto. En vez de eso, notó bajo los dedos, y tan maravilloso que por un momento no pareció tener sentido, que era imposible que fuera, el ritmo del corazón de Jace.

Epílogo

Al principio, Jace no era consciente de nada. Luego hubo oscuridad y, en la oscuridad, un dolor ardiente. Era como si hubiera tragado fuego, y lo ahogara y le quemara la garganta. Trató desesperadamente de tragar aire, un aliento que le refrescara, y abrió los ojos.

Vio sombras y oscuridad; una habitación poco iluminada, conocida y desconocida, con filas de camas y una ventana que dejaba entrar una luz azul sin fuerza, y él estaba en una de las camas, con las mantas y las sábanas enredadas en su cuerpo como cuerdas. El pecho le dolía tanto como si tuviera un peso muerto encima, y con la mano fue palpando para averiguar qué era. Sólo encontró un grueso vendaje que le envolvía la piel desnuda. Tragó aire de nuevo, otro aliento refrescante.

—Jace. —La voz le resultaba tan conocida como la suya propia, y entonces notó una mano que lo cogía, unos dedos entrelazados con los suyos. Con un reflejo nacido de años de amor y familiaridad, él los apretó.

—Alec —dijo, y casi le sorprendió el sonido de su propia voz. No había cambiado. Se sentía como si se hubiera quemado, derretido y recreado, como oro en un crisol, pero ¿como qué? ¿Podría volver a ser sí mismo? Miró a los ansiosos ojos azules de Alec, y supo dónde estaba. La enfermería de Instituto. En casa—. Lo siento…

Una mano delgada y callosa le acarició la mejilla, y oyó una segunda voz conocida.

—No te disculpes. No tienes nada de lo que disculparte.

Jace entrecerró los ojos. El peso en su pecho seguía ahí: medio herida, medio culpa.

—Izzy.

Ella tragó aire antes de preguntar:

—Eres tú de verdad, ¿no?

—Isabelle —comenzó Alec, como si fuera a advertirle de que no alterara a Jace, pero éste le tocó la mano. Podía ver los oscuros ojos de Izzy brillando en la luz del amanecer, su rostro cargado de esperanza. Ésa era la Izzy a quien sólo su familia conocía, cariñosa y preocupada.

—Soy yo —contestó Jace, y se aclaró la garganta—. Podría entender que no me creyeras, pero te lo juro por el Ángel, Iz: soy yo.

Alec no dijo nada, pero apretó con más fuerza la mano de Jace.

—No hace falta que lo jures —repuso, y con su mano libre se tocó la runa de parabatai junto a la clavícula—. Lo sé. Lo noto. Ya no me siento como si me faltara una parte.

—Yo también lo sentía. —A Jace le costaba respirar—. Que me faltaba algo. Lo notaba, incluso con Sebastian, pero no sabía qué era. Eras tú. Mi parabatai. —Miró a Izzy—. Y tú. Mi hermana. Y… —De repente, los párpados le escocieron con una fuerte luz: la herida del pecho le palpitó, y vio «su» rostro, iluminado por las llamas de la espada. Un extraño ardor se le extendió por la venas, como fuego blanco—. Clary. Por favor, decidme…

—Se encuentra perfectamente —se apresuró a contestar Isabelle. Había algo más en su voz: sorpresa e inquietud.

—Júrame que no me lo estás diciendo sólo porque no quieres preocuparme.

—Ella te atravesó con la espada —indicó Isabelle.

Jace soltó una ahogada carcajada; le dolió.

—Me salvó.

—Lo hizo —afirmó Alec.

—¿Cuándo puedo verla? —Jace trató de no parecer muy ansioso.

—Realmente eres tú —repuso Isabelle, con voz divertida.

—Los Hermanos Silenciosos han estado entrando y saliendo, comprobando cómo estabas —le contó Alec. Tocó el vendaje del pecho de Jace—, y para ver si te habías despertado. Cuando sepan que lo estás, seguramente querrán hablar contigo antes de permitirte ver a Clary.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Unos dos días —contestó Alec—. Desde que te trajimos del Burren y estuvimos bastante seguros de que no ibas a morir. Resulta que no es tan fácil que la herida de una espada de un arcángel se cure por completo.

—Lo que estás diciendo es que me va a quedar una cicatriz.

—Y una bien grande y fea —dijo Isabelle—. Por todo el pecho.