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—Bueno, mierda —soltó Jace—. Y yo que contaba con el dinero de ese desfile para hacer de modelo de ropa interior… —Hablaba con ironía, pero pensaba que, en cierto modo, era bueno que le quedara una cicatriz: debía estar marcado por lo que le había ocurrido, tanto física como mentalmente. Casi había perdido el alma, y la cicatriz le serviría para recordarle cuán frágil era la voluntad, y cuán difícil la bondad.

Y cosas más tenebrosas. Lo que había por delante, y lo que no podría permitir que pasara. Estaba recuperando la fuerza; lo notaba, y la pondría toda contra Sebastian. Pensar en eso le hizo sentirse mejor, como si parte del peso se le hubiera quitado del pecho. Volvió la cabeza, lo suficiente para mirar a Alec a los ojos.

—Nunca pensé que lucharía en el bando opuesto a ti en una batalla —dijo con voz ronca—. Nunca.

—Y nunca más lo harás —repuso Alec, muy serio.

—Jace —comenzó Isabelle—. Trata de mantener la calma, ¿vale? Es que…

—¿Hay alguna otra cosa mala?

—Bueno, brillas un poco —contestó Isabelle—. Quiero decir, sólo un pelín. De brillo.

—¿Brillo?

Alec alzó la mano con que sujetaba la de Jace. Éste lo vio, en la oscuridad, un leve resplandor en su antebrazo que parecía trazarle las líneas de las venas como un mapa.

—Creemos que es un efecto residual de la espada del arcángel —explicó Alec—. Probablemente desaparezca pronto, pero los Hermanos Silenciosos sienten curiosidad. Claro.

Jace suspiró y dejó caer la cabeza sobre la almohada. Estaba demasiado agotado para sentir mucho interés por su nuevo estado de iluminación.

—¿Significa eso que tenéis que iros? —preguntó—. ¿Tenéis que ir a buscar a los Hermanos?

—Nos dijeron que los llamáramos en cuanto te despertaras —respondió Alec, pero negaba con la cabeza incluso mientras lo decía—. Pero no si no quieres que lo hagamos.

—Me siento muy cansado —confesó Jace—. Si pudiera dormir unas cuantas horas más…

—Claro. Claro que sí. —Isabelle le echó el cabello hacia atrás, y se lo apartó de los ojos. Su tono era firme, absoluto, feroz como una madre osa protegiendo a su osezno.

Jace comenzó a cerrar los ojos.

—¿Y no me dejaréis solo?

—No —contestó Alec—. No, no te dejaremos solo. Ya lo sabes.

—Nunca. —Isabelle le cogió la mano libre, y se la apretó con fuerza—. Lightwood, juntos —susurró.

De repente, la mano de Jace estaba húmeda por donde se la cogía, y éste se dio cuenta de que Isabelle estaba llorando, y sus lágrimas le salpicaban. Lloraba por él, porque lo quería; incluso después de todo lo que había sucedido, aún lo quería.

Ambos lo querían.

Se quedó dormido así, con Isabelle a un lado y Alec al otro, mientras el sol se alzaba con el alba.

—¿Qué quieres decir con que aún no puedo verlo? —quiso saber Clary. Estaba sentada en el borde del sofá en el salón de Luke; tenía el cordón del teléfono enrollado tan apretado en los dedos que las yemas se le estaban poniendo blancas.

—Sólo han pasado tres días, y ha estado inconsciente dos —contestó Isabelle. Había voces tras ella, y Clary aguzó el oído para saber quién estaba hablando. Pensó que distinguía la voz de Maryse, pero ¿estaría hablando con Jace? ¿Alec?—. Los Hermanos Silenciosos siguen examinándolo. Dicen que aún no debe tener visitas.

—¡Jódete… con los Hermanos Silenciosos!

—No, gracias. Una cosa son los tíos fuertes y silenciosos, y otra, que seas un friki.

—¡Isabelle! —Clary se dejó caer contra los blandos cojines. Era un brillante día de otoño, y el sol entraba a raudales por las ventanas de la sala, aunque eso no servía de nada para ponerla de buen humor—. Sólo quiero saber si está bien. Que no tiene ninguna lesión permanente, que no se ha hinchado como un melón…

—Claro que no se ha hinchado como un melón, no seas ridícula.

—¡Y yo qué sé! No lo sé porque nadie me cuenta nada.

—Se encuentra bien —explicó Isabelle, aunque había un deje en su voz que le dijo a Clary que se estaba guardando algo—. Alec ha estado durmiendo en la cama junto a la suya, y mamá y yo hemos hecho turnos para estar todo el día con él. Los Hermanos Silenciosos no lo están torturando. Sólo tienen que averiguar lo que sabe. Sobre Sebastian, el apartamento…, todo eso.

—Pero no me puedo creer que Jace no me haya llamado. A no ser que no quiera verme.

—Igual no quiere —repuso Isabelle—. Puede haber sido todo eso de que le clavaras una espada.

—Isabelle…

—Sólo estaba bromeando, lo creas o no. En el nombre del Ángel, Clary, ¿por qué no tienes un poco de paciencia? —Isabelle suspiró—. No importa. Me olvido de con quién estoy hablando. Mira, Jace dijo…, aunque se supone que no debo repetir esto, tenlo en cuenta; dijo que necesitaba hablar contigo en persona. Si pudieras esperar…

—Eso es todo lo que he estado haciendo —replicó Clary—. Esperar.

Era cierto. Se había pasado las dos últimas noches tumbada en su habitación de la casa de Luke, esperando noticias sobre Jace y reviviendo la última semana de su vida una y otra vez, con doloroso detalle. La Cacería Salvaje; la tienda de anticuarios de Praga; peceras llenas de sangre; los túneles que eran los ojos de Sebastian; el cuerpo de Jace contra el suyo; Sebastian pegándole la Copa Infernal a los labios, tratando de que los abriera, y el hedor amargo del icor de demonio. Gloriosa ardiendo en su mano, atravesando a Jace como un rayo de fuego, y el calor del corazón de Jace bajo sus dedos. Ni siquiera había abierto lo ojos, pero Clary había gritado que estaba vivo, que le latía el corazón, y su familia se lanzó sobre ellos, incluso Alec, que había estado sujetando a medias a un Magnus excepcionalmente pálido.

—No paro de darle vueltas a la cabeza. Me estoy volviendo loca.

—Y en eso estamos todos de acuerdo. ¿Sabes qué, Clary?

—¿Qué?

Hubo un silencio.

—No necesitas mi permiso para venir a ver a Jace —contestó Isabelle—. No necesitas el permiso de nadie para hacer nada. Eres Clary Fray. Te lanzas a la carga en toda situación sin saber qué diablos va a pasar, y luego la superas por puras narices y locura.

—No en lo que se refiere a mi vida personal, Izzy.

—Hum —masculló Isabelle—. Bueno, pues quizá deberías. —Y colgó el teléfono.

Clary se quedó mirando el auricular, oyendo el distante pitido de marcar. Luego, con un suspiro, colgó y se fue a su dormitorio.

Simon estaba tumbado en la cama, con los pies sobre los cojines y la barbilla apoyada en las manos. Su portátil estaba abierto a los pies de la cama, detenido en una escena de Matrix. Alzó la mirada cuando Clary entró.

—¿Ha habido suerte?

—No exactamente. —Clary fue al armario. Ya se había vestido para la posibilidad de ir a ver a Jace ese día, con vaqueros y un suave jersey azul que le gustaba a él. Se puso una chaqueta de pana y se sentó en la cama junto a Simon; luego se puso las botas—. Isabelle no me dice nada. Los Hermanos Silenciosos no quieren que Jace reciba visitas, pero me da igual. Voy a ir de todos modos.

Simon cerró el portátil y rodó hasta ponerse de espaldas.

—Ésa es mi valiente acosadora.

—Cierra el pico —replicó ella—. ¿Quieres venir conmigo? ¿Ver a Isabelle?

—Voy a ver a Becky —contestó él—. En el apartamento.

—Bien. Dale un beso de mi parte. —Acabó de abrocharse los cordones de las botas y se inclinó para apartarle a Simon el flequillo de la frente—. Primero tuve que acostumbrarme a que tuvieras la Marca. Ahora tendré que acostumbrarme a que no la tengas.

Él le recorrió el rostro con sus oscuros ojos.

—Con o sin ella, sigo siendo yo.

—Simon, ¿recuerdas qué había escrito en la hoja de la espada? ¿De Gloriosa?

—«Quis ut Deus?»

—Es latín —dijo ella—. Lo he buscado. Significa: «¿Quién es como Dios?». Es una pregunta con trampa. La respuesta es que nadie: nadie es como Dios. ¿No lo ves?