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Él la miró.

—¿Ver qué?

—Lo has dicho. Deus. Dios.

Simon abrió la boca y luego volvió a cerrarla.

—Yo…

—Y sé que Camille te dijo que ella podía decir el nombre de Dios porque no creía en Dios, pero me parece que tiene que ver lo que crees sobre ti mismo. Si crees que estás maldito, entonces lo estás. Pero si no lo crees…

Le tocó la mano; él le apretó los dedos brevemente y se los soltó, preocupado.

—Necesito tiempo para pensar en esto.

—Lo que necesites. Pero aquí estoy si necesitas hablar.

—Y yo aquí, si lo necesitas tú. Lo que fuera que pasó entre Jace y tú en el Instituto… Sabes que puedes venir a casa si quieres hablar.

—¿Cómo está Jordan?

—Bastante bien —contestó Simon—. Maia y él están saliendo juntos. Están en esa fase babosa en la que creo que debo dejarles espacio todo el tiempo. —Arrugó la nariz—. Cuando ella no está, él no para de darle vueltas a que se siente inseguro, porque ella ha salido con un puñado de tíos, y él se ha pasado los últimos tres años entrenando al estilo militar para el Praetor, y tratando de creer que era asexual.

—Oh, vamos. Dudo mucho que a ella le importe eso.

—Ya sabes cómo somos los hombres. Tenemos el ego muy delicado.

—No describiría el ego de Jace como delicado.

—No, Jace es una especie de tanque de artillería antiaérea de los egos masculinos —admitió Simon. Estaba estirado con la mano derecha sobre el estómago, y el anillo de oro de las hadas relucía en su dedo. Como el otro había sido destruido, ya no parecía tener ningún poder, pero de todas maneras, Simon lo llevaba. Clary se inclinó de manera impulsiva, y lo besó en la frente.

—Eres el mejor amigo que nadie podría tener, ¿lo sabes?

—Lo sabía, pero siempre es agradable volver a oírlo.

Clary se echó a reír y se puso en pie.

—Bueno, será mejor que vayamos juntos hasta el metro. A no ser que quieras quedarte por aquí con mis padres en vez de estar en tu pisito de soltero del centro.

—Bien. Con mi compañero enamorado y mi hermana. —Se levantó de la cama y la siguió al salón—. ¿No vas a usar ningún Portal?

Clary se encogió de hombros.

—No sé. Parece… un gasto inútil. —Cruzó el pasillo, y después de llamar, metió la cabeza en el cuarto principal—. ¿Luke?

—Pasa.

Clary entró, con Simon a su lado. Luke estaba sentado en la cama. El bulto del vendaje que le cubría el pecho se notaba bajo la camisa de franela. Había una pila de revistas en la cama frente a él. Simon cogió una.

Brilla como una Princesa del Hielo: La novia de invierno —leyó en voz alta—. No sé, tío. No sé si una tiara de copos de nieve te quedaría muy bien.

Luke miró la cama y suspiró.

—Jocelyn pensó que planear la boda nos sentaría bien. Volver a la normalidad y todo eso. —Tenía bolsas bajo los ojos. Jocelyn había sido la encargada de informarle sobre Amatis, mientras él aún estaba en la comisaría. Aunque Clary lo había recibido con un abrazo cuando volvió a casa, él no había mencionado ni una vez a su hermana, y ella tampoco—. Si por mí fuera, me escaparía a Las Vegas y tendríamos una boda temática de piratas por quince dólares con Elvis presidiendo.

—Y yo podría ser la buscona de honor —sugirió Clary. Miró a Simon expectante—. Y tú podrías ser…

—Oh, no —repuso él—. Soy moderno. Soy demasiado guay para bodas temáticas.

—Juegas a Dragones y Mazmorras. Eres un friki —le corrigió Clary con cariño.

—Ser friki mola —afirmó Simon—. A las damas les encantan los frikis.

Luke carraspeó.

—Supongo que habéis entrado para decirme algo, ¿no?

—Me voy al Instituto a ver a Jace —dijo Clary—. ¿Quieres que te traiga algo?

Él negó con la cabeza.

—Tu madre está en la tienda, cargando. —Se inclinó para alborotarle el cabello e hizo una mueca de dolor. Se estaba curando, pero poco a poco—. Que te diviertas.

Clary pensó en lo que seguramente le esperaba en el Instituto: una Maryse enfadada, una Isabelle cansada, un Alec despistado y un Jace que no quería verla; suspiró.

—¿Qué te apuestas?

El túnel del metro olía al invierno que por fin había llegado a la ciudad: metal frío, humedad, suciedad mojada y un ligero toque de humo. Alec, caminando por las vías, vio que el aliento se le condensaba ante el rostro formando nubecillas blancas, y se metió la mano libre en el bolsillo del chaquetón marinero para mantenerla caliente. La luz mágica que sujetaba con la otra mano iluminaba el túneclass="underline" azulejos verdes y crema, descoloridos por el tiempo, y cables sueltos, que colgaban de la pared como telarañas. Ese túnel llevaba mucho sin ver ningún tren en movimiento.

Alec se había levantado antes de que Magnus se despertara, de nuevo. Esos últimos días, Magnus había estado durmiendo hasta tarde; estaba descansando de la batalla en el Burren. Había empleado una gran cantidad de energía para curarse, pero aún no estaba del todo bien. Los brujos eran inmortales, pero no invulnerables, y «un par de centímetros más arriba, y todo se habría acabado para mí», como había dicho Magnus, compungido, mientras examinaba la herida de cuchillo. «Me habría parado el corazón.»

Había habido unos instantes, incluso minutos, en los que Alec había creído realmente que Magnus había muerto. Y después de perder tanto tiempo preocupándose de que envejecería y moriría antes de Magnus. ¡Qué amarga ironía habría sido! La clase de cosa que merecía reflexionar seriamente, aunque fuera por un segundo, en la oferta que le había hecho Camille.

Veía luz más adelante: la estación de City Hall, iluminada por arañas y claraboyas. Estaba a punto de apagar su luz mágica cuando oyó tras él una voz que conocía.

—Alec —oyó—. Alexander Gideon Lightwood.

Alec notó que el corazón le daba un brinco. Se volvió lentamente.

—¿Magnus?

Magnus entró en el círculo iluminado que creaba la luz mágica de Alec. Parecía sombrío, algo poco habitual en él, con los ojos oscurecidos. Las puntas de su cabello estaban revueltas. Sólo llevaba una americana sobre una camiseta, y Alec no pudo evitar pensar si tendría frío.

—Magnus —repitió Alec—. Pensaba que estabas dormido.

—Evidentemente —replicó Magnus.

Alec tragó con fuerza. Nunca había visto a Magnus enfadado, no de verdad. No así. Los ojos de gato del brujo miraban remotos, imposibles de descifrar.

—¿Me has seguido? —preguntó Alec.

—Podría decirlo así. Aunque me ha ayudado saber adónde ibas. —Con un rápido movimiento, Magnus sacó un papel doblado del bolsillo. Bajo la tenue luz, Alec vio que estaba cubierto por una escritura minuciosa y elegante—. ¿Sabes?, cuando me dijo dónde habías estado y me habló del trato que había hecho contigo, no la creí. No quería creerla, pero aquí estás.

—Camille te ha dicho…

Magnus alzó una mano para que callara.

—Mejor para ella —dijo con tono cansado—. Claro que me lo ha dicho. Te advertí que era una maestra de la manipulación y las intrigas, pero no quisiste escucharme. ¿A quién crees que prefiere tener a su lado? ¿a ti o a mí? Tú tienes dieciocho años, Alexander. No eres exactamente un aliado de gran poder.

—Ya se lo dije —repuso Alec—. No iba a matar a Raphael. Vine y le dije que no había trato, que no podría hacerlo…

—¿Y tuviste que venir hasta aquí, a esta estación de metro abandonada, para darle ese mensaje? —Magnus alzó las cejas—. ¿No crees que podrías haberle dado básicamente el mismo mensaje si tan sólo, quizá, te hubieras mantenido alejado de ella?

—Era…

—Y aunque hubieras venido aquí, que no era necesario, para decirle que no había trato —siguió Magnus con una calma letal—, ¿por qué estás aquí ahora? ¿Una visita de compromiso? ¿Te iba de camino? Explícame, Alexander, si hay algo que se me esté escapando.