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Alec tragó saliva. Sin duda debía de haber alguna manera de explicárselo. Había estado yendo ahí abajo, a visitar a Camille, porque era la única persona con la que podía hablar de Magnus. La única persona que conocía a Magnus, como él, no sólo como el Gran Mago de Brooklyn, sino como a alguien que podía amar y ser amado, que tenía fragilidades humanas, peculiaridades y diferentes humores, extraños e irregulares, que Alec no sabía cómo manejar sin consejo.

—Magnus… —Alec dio un paso hacia su novio, y por primera vez (que recordara), Magnus se apartó de él. Su postura era erguida y hostil. Miraba a Alec como si estuviera mirando a un desconocido, a alguien que no le cayera muy bien—. Lo siento mucho —continuó Alec. Su voz le sonó rasposa e insegura—. Nunca pretendí…

—Basta con pensar en ello, ¿sabes? —repuso Magnus—. Eso explica en parte por qué quería el Libro de lo Blanco. La inmortalidad puede ser una carga. Piensas en los días que se extienden ante ti, cuando ya has estado en todas partes y lo has visto todo. Lo único que no he vivido ha sido envejecer con alguien, con alguien a quien amara. Pensé que quizá podrías ser tú. Pero eso no te da derecho a decidir por mí la extensión de mi vida.

—Lo sé. —El corazón de Alec latía desbocado—. Lo sé, y no iba a hacerlo…

—Estaré fuera todo el día —dijo Magnus—. Ve y recoge tus cosas del apartamento. Deja la llave en la mesa del comedor. —Sus ojos escrutaron el rostro de Alec—. Se ha acabado. No quiero volver a verte, Alec. Ni a ti, ni a ninguno de tus amigos. Estoy harto de ser un brujo mascota.

A Alec le habían comenzado a temblar las manos, con tal fuerza que se le había caído la luz mágica. La luz se apagó, y él cayó de rodillas, palpando el suelo entre la basura y la porquería. Al final, algo se iluminó delante de él, y al levantarse vio a Magnus ante sí, con la luz mágica en la mano. Brillaba y parpadeaba con una luz de un extraño color.

—No debería encenderse así —dijo Alec, automáticamente—. Para nadie excepto para un cazador de sombras.

Magnus la alzó. El corazón de la piedra de luz mágica brillaba de un color rojo oscuro, como el carbón en el fuego.

—¿Es por tu padre? —preguntó Alec.

Magnus no respondió. Se limitó a ponerle la piedra mágica a Alec en la palma. Cuando sus manos se tocaron, el rostro de Magnus cambió.

—Estás helado.

—¿Sí?

—Alexander… —Magnus lo acercó a sí, y la luz mágica parpadeó entre ellos, cambiando de color rápidamente. Alec nunca había visto una piedra de luz mágica hacer eso. Puso la cabeza en el hombro de Magnus y le dejó que lo cogiera. El corazón de Magnus no latía como un corazón humano. Latía más lento, pero con mayor firmeza. A veces, Alec pensaba que era la cosa más firme que había en su vida.

—Bésame —pidió Alec.

Magnus le puso la mano en el costado del rostro y con ternura, casi perdido en sus pensamientos, le acarició la mejilla con el pulgar. Cuando se inclinó para besarlo, olía a madera de sándalo. Alec agarró la manga de la chaqueta de Magnus, y la luz mágica, entre sus cuerpos, lanzó colores rosa, azul y verde.

Fue un beso lento y triste. Cuando Magnus se separó, Alec encontró que, de algún modo, sólo él sujetaba la luz mágica.

Alu cinta kamu —dijo Magnus en voz baja.

—¿Qué quiere decir?

Magnus se soltó del abrazo de Alec.

—Quiere decir que te amo. Pero eso no cambia nada.

—Pero si me amas…

—Claro que te amo. Más de lo que pensé que podría. Pero aun así hemos acabado —repuso Magnus—. No cambia lo que has hecho.

—Pero fue sólo un error —susurró Alec—. Un error…

Magnus rió secamente.

—¿Un error? Eso es como decir que el viaje del Titanic fue un pequeño accidente en un bote. Alec, trataste de acortarme la vida.

—Era que… Ella me lo ofreció, pero lo pensé y no pude hacerlo… No podía hacerte eso.

—Pero tuviste que pensártelo. Y nunca me lo mencionaste. —Magnus meneó la cabeza—. No confiabas en mí. Nunca lo has hecho.

—Sí que confío —replicó Alec—. Lo haré… Lo intentaré. Dame otra oportunidad…

—No —contestó Magnus—. Y si te puedo dar un consejo, evita a Camille. Hay una guerra en ciernes, Alexander, y no quieres que se cuestione tu lealtad, ¿cierto?

Se volvió y se alejó lentamente, con las manos en los bolsillos, caminando despacio, como si estuviera herido, y no sólo por el corte del costado. Pero se alejaba de todos modos. Alec lo observó hasta que traspasó el brillo de la luz mágica y se perdió de vista.

Dentro del Instituto la temperatura había sido fresca durante el verano, pero en ese momento, con el invierno ya encima, Clary pensó que se estaba bastante caliente. La nave brillaba con filas de candelabros, y las vidrieras coloreadas refulgían suavemente. Dejó que la puerta principal se cerrara tras ella y fue hacia el ascensor. Estaba a mitad del pasillo principal cuando oyó reír a alguien.

Se volvió. Isabelle estaba sentada en uno de los viejos bancos de iglesia, con las largas piernas apoyadas en el respaldo del banco que tenía enfrente. Llevaba botas que le llegaban a medio muslo, vaqueros ajustados y un jersey rojo que le dejaba un hombro al descubierto. En la piel tenía dibujos negros; Clary recordó que Sebastian había dicho que no le gustaba que las mujeres se desfiguraran la piel con las Marcas, y se estremeció por dentro.

—¿No me has oído llamarte? —preguntó Izzy—. La verdad es que puedes ser increíblemente obcecada.

Clary se detuvo y se apoyó en un banco.

—No he pasado de ti a propósito.

Isabelle bajó las piernas y se puso en pie. Los tacones de las botas eran altos, y hacían que le pasara un buen trozo a Clary.

—Oh, ya lo sé. Por eso no he dicho «grosera» sino «obcecada».

—¿Estás aquí para decirme que me vaya? —A Clary le complació que no le temblara la voz. Quería ver a Jace. Quería verlo más que nada en el mundo. Pero después de todo por lo que había pasado ese mes, sabía que lo que importaba era que estuviera vivo, y que fuera él mismo. Todo lo demás era secundario.

—No —contestó Izzy, y comenzó a caminar hacia el ascensor. Clary fue con ella—. Creo que todo esto es ridículo. Le salvaste la vida.

Clary tragó para sacarse la sensación fría que tenía en la garganta.

—Antes has dicho que había cosas que yo no entendía.

—Y las hay. —Isabelle apretó el botón del ascensor—. Jace podrá explicártelas. He bajado porque creo que hay otras cosas que debes saber.

Clary escuchó esperando los familiares crujidos, gruñidos y traqueteos del viejo ascensor.

—¿Como cuáles?

—Mi padre ha vuelto —contestó Isabelle, sin mirarla a los ojos.

—¿De visita o para quedarse?

—Para quedarse. —Isabelle parecía calmada, pero Clary recordaba lo dolida que se había sentido Isabelle al descubrir que Robert se había presentado para el cargo de Inquisidor—. Básicamente, Aline y Helen nos salvaron de meternos en un auténtico lío por lo que pasó en Irlanda. Cuando fuimos a ayudarte, lo hicimos sin decírselo a la Clave. Mi madre estaba segura de que, si se lo decíamos, enviarían guerreros para matar a Jace. No podía hacerlo. Me refiero a que ésta es nuestra familia.

El ascensor se paró con un repiqueteo y un golpe antes de que Clary pudiera decir nada. Siguió adentro a la otra chica, mientras contenía el extraño impulso de abrazar a Isabelle. Dudaba que a Izzy le gustara.

—Así que Aline le explicó a la Cónsul, ya que a fin de cuentas es su madre, que no había habido tiempo de avisar a la Clave, que a ella la habíamos dejado aquí con órdenes estrictas de avisar a Jia, pero que había pasado algo con los teléfonos y no habían funcionado. Básicamente, mintió todo lo que pudo. De todas formas, ésa es nuestra historia y nos mantenemos en ella. No creo que Jia la creyera, pero no importa; tampoco es que Jia fuera a castigar a mamá. Pero tenía que tener alguna explicación a la que aferrarse para no tener que sancionarnos. Después de todo, la operación no fue ningún desastre. Fuimos, recuperamos a Jace, matamos a la mayoría de los nefilim oscuros e hicimos huir a Sebastian.