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El ascensor dejó de subir y se paró con una buena sacudida.

—Hicimos huir a Sebastian —repitió Clary—. Así que no tenemos ni idea de dónde está, ¿verdad? Pensé que, como destruí el apartamento, el agujero dimensional, lo podríais localizar.

—Lo hemos intentado —explicó Isabelle—. Dondequiera que esté, sigue hallándose más allá de nuestras capacidades de rastreo. Y según los Hermanos Silenciosos, la magia que hizo Lilith… Bueno, Sebastian es fuerte, Clary. Muy fuerte. Tenemos que suponer que está por ahí, con la Copa Infernal, planeando su siguiente paso. —Abrió la puerta del ascensor y salió—. ¿Crees que volverá a por ti, o Jace?

Clary pensó un momento.

—No ahora mismo —contestó por fin—. Para él éramos las últimas piezas de un puzzle. Primero querrá tenerlo todo organizado. Querrá un ejército. Querrá estar preparado. Nosotros somos… como los premios que puede ganar. Para no tener que estar solo.

—La verdad es que debe de sentirse muy solo —dijo Isabelle. No había compasión en su voz; era únicamente una observación.

Clary pensó en él, en el rostro que había tratado de olvidar, que le perseguía en sus pesadillas nocturnas y sus ensoñaciones diurnas.

«Me preguntaste a quién pertenecía yo.»

—No tienes ni idea.

Llegaron a la escalera que daba a la enfermería. Isabelle se detuvo, con la mano en el cuello. Clary vio la silueta cuadrada de su colgante con el rubí bajo el jersey.

—Clary…

De repente, Clary se sintió incómoda. Se enderezó, sin querer mirar a Isabelle.

—¿Cómo es? —preguntó Isabelle de repente.

—¿Cómo es qué?

—Estar enamorada —contestó Isabelle—. ¿Cómo sabes si lo estás? ¿Y cómo sabes si la otra persona te ama?

—Hum…

—Como Simon —añadió Isabelle—. ¿Cómo viste que estaba enamorado de ti?

—Bueno —respondió Clary—. Eso me dijo.

—Eso te dijo.

Clary se encogió de hombros.

—Y antes de eso, ¿no tenías ni idea?

—No, la verdad es que no —contestó Clary, recordando el momento—. Izzy… Si sientes algo por Simon, o si quieres saber si él siente algo por ti… quizá deberías decírselo.

Isabelle jugueteó con un inexistente hilillo en el puño del jersey.

—¿Decirle qué?

—Lo que sientes por él.

Isabelle pareció rebelarse.

—No debería tener que hacerlo.

Clary meneó la cabeza.

—¡Dios! ¡Alec y tú os parecéis mucho!

Isabelle la miró abriendo mucho los ojos.

—¡No es cierto! Somos totalmente diferentes. Yo salgo con diferentes chicos, y él nunca había salido con nadie antes de Magnus. Él es celoso, y yo no.

—Todo el mundo es celoso —sentenció Clary—. Y ambos sois muy estoicos. Es amor, no la batalla de las Termópilas. No tenéis por qué tomároslo todo como si fuera el último bastión. No tenéis que guardároslo todo dentro.

Isabelle alzó las manos.

—Y de repente, tú eres la experta, ¿no?

—No soy experta —replicó Clary—. Pero conozco a Simon. Si no le dices nada, él supondrá que no estás interesada, y se dará por vencido. Te necesita, Izzy, y tú a él. Sólo que él también necesita que seas tú quien lo diga.

Isabelle suspiró y comenzó a subir la escalera. Clary la oía mascullar mientras avanzaban.

—Es culpa tuya, ¿sabes? Si no le hubieras roto el corazón…

—¡Isabelle!

—Bueno, se lo rompiste.

—Sí, y me parece recordar que cuando se convirtió en rata fuiste tú quien sugirió que lo dejáramos en forma de rata, permanentemente.

—No lo hice.

—Sí que lo hiciste… —Clary se calló de golpe. Habían llegado al piso siguiente, donde un largo pasillo se abría en ambos sentidos. Ante la puerta doble de la enfermería se hallaba un Hermano Silencioso, en su hábito de color pergamino, con las manos juntas y la cabeza gacha como en una postura meditativa.

Isabelle lo señaló con un gesto exagerado.

—Aquí estás —dijo—. Buena suerte. Te hará falta para pasar ante él y ver a Jace.

Y se fue por el pasillo, con los tacones repiqueteando sobre el suelo de madera.

Clary suspiró por dentro y se sacó la estela del cinturón. Dudaba que existiera alguna runa de glamour que pudiera engañar a un Hermano Silencioso pero, quizá, si podía acercarse lo suficiente para marcarle una runa de sueño sobre la piel…

«Clary Fray.» La voz que sonó en su cabeza era divertida, y también conocida. No tenía sonido, pero Clary reconoció la forma de los pensamientos, igual que se puede reconocer a alguien por el modo en que ríe o respira.

—Hermano Zachariah. —Resignada, volvió a guardar la estela y se acercó a él, deseando que Isabelle se hubiera quedado con ella.

«Supongo que estás aquí para ver a Jonathan —dijo él alzando la cabeza de su postura de meditación. Su rostro seguía bajo las sombras de la capucha, aunque Clary le alcanzaba a ver el contorno anguloso del pómulo—. A pesar de las órdenes de la Hermandad.»

—Por favor, llámalo Jace. De otro modo resulta muy confuso.

«Jonathan es un buen nombre para un cazador de sombras; fue el primer nombre. Los Herondale siempre han mantenido los nombres en la familia…»

—No fue un Herondale quien le puso ese nombre —indicó Clary—. Aunque tiene una daga de su padre. Pone S. W. H. en la hoja.

«Stephen William Herondale.»

Clary dio otro paso hacia la puerta, y hacia Zachariah.

—Sabes mucho de los Herondale —comentó—. Y de todos los Hermanos Silenciosos, pareces el más humano. La mayoría de ellos no muestran ninguna emoción. Son como estatuas. Pero tú pareces sentir las cosas. Recuerdas tu vida.

«Ser un Hermano Silencioso es mi vida, Clary Fray. Pero si te refieres a mi vida antes de la Hermandad, es cierto.»

Clary respiró hondo.

—¿Alguna vez estuviste enamorado? ¿Antes de la Hermandad? ¿Hubo alguna vez alguien por quien habrías muerto?

Sobrevino un largo silencio.

«Dos personas —contestó el hermano Zachariah finalmente—. Son recuerdos que el tiempo no borra, Clarissa. Pregunta a tu amigo Magnus Bane, si no me crees. La eternidad no hace que se olvide la pérdida, sólo la hace soportable.»

—Bueno, yo no tengo una eternidad —repuso Clary en voz baja—. Por favor, déjame ver a Jace.

El hermano Zachariah no se movió. Clary seguía sin poder verle el rostro, sólo sombras y planos bajo la capucha de su hábito. Sólo las manos, cogidas ante sí.

—Por favor —rogó Clary.

Alec saltó al andén de la estación de metro de City Hall y fue hacia la escalera. Había bloqueado en su mente la imagen de Magnus marchándose de él con un pensamiento y sólo uno: iba a matar a Camille Belcourt.

Subió la escalera mientras sacaba un cuchillo serafín del cinturón. La luz era tenue y vacilante; llegó a vestíbulo bajo el City Hall Park, donde unas claraboyas tintadas permitían el paso a la luz invernal. Se metió la piedra de luz mágica en el bolsillo y alzó el cuchillo serafín.

Amriel —susurró, y la hoja se encendió como un rayo en sus manos. Alzó la barbilla y pasó la mirada por todo el vestíbulo. El sofá de respaldo alto estaba allí, pero Camille no se hallaba en él. Le había enviado un mensaje diciéndole que iría, así que no debía sorprenderle que ella no se hubiera quedado a esperarlo. Furioso, cruzó el vestíbulo y le dio una patada al sofá, con fuerza. Éste se volcó con un crujido de madera y una nube de polvo; una de las patas se quebró.

Desde un rincón de la estancia le llegó una tintineante risita plateada.

Alec se volvió en redondo, con el cuchillo serafín ardiéndole en la mano. Las sombras de los rincones eran profundas y densas; incluso la luz de Amriel no podía penetrarlas.