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—¿Camille? —llamó, con una voz peligrosamente tranquila—. Camille Belcourt. Ven aquí ahora.

Otra risita, y una forma salió de la oscuridad. Pero no era Camille.

Era una niña, seguramente de no más de doce o trece años, muy delgada, con un par de vaqueros gastados y una camiseta rosa de manga corta con un brillante unicornio. También llevaba una larga bufanda rosa, con los extremos manchados de sangre. La sangre le cubría la parte inferior del rostro y le manchaba el cuello de la camiseta. Miró a Alec con ojos muy abiertos y alegres.

—Te conozco —susurró ella, y cuando habló, Alec vio un destello de sus afilados incisivos. Vampira—. Alec Lightwood. Eres amigo de Simon. Te he visto en los conciertos.

Él se la quedó mirando. ¿La había visto antes? Quizá; el paso de un rostro entre las sombras de un bar, una de esas actuaciones a las que Isabelle lo arrastraba. No estaba seguro. Pero eso no significaba que no supiera quién era.

—Maureen —dijo—. Eres la Maureen de Simon.

Ella se miró las manos, que estaban enguantadas en sangre, como si las hubiera hundido en un charco de ella. Y tampoco era sangre humana, pensó Alec. Era la sangre oscura, roja como un rubí, de un vampiro.

—Estás buscando a Camille —dijo en un sonsonete—. Pero ella ya no está aquí. Oh, no. Se ha ido.

—¿Se ha ido? —preguntó Alec—. ¿Qué quieres decir con que se ha ido?

Maureen soltó una risita.

—Ya sabes cómo funcionan las leyes de los vampiros, ¿no? Quien mata al jefe del clan se convierte en su jefe. Y Camille era la jefa del clan de Nueva York. Oh, sí, era.

—¿Al… alguien la ha matado?

Maureen se puso a reír alegremente.

—No alguien, tonto —repuso ella—. He sido yo.

El techo arqueado de la enfermería estaba pintado de azul, con un dibujo rococó de querubines extendiendo cintas de oro, y nubes blancas al viento. Filas de camas de metal se alineaban contra las paredes de la izquierda y la derecha, dejando un pasillo en medio. Dos altas claraboyas permitían pasar la luz del sol invernal, aunque eso de poco servía para calentar la fría habitación.

Jace se hallaba sentado en una de las camas, apoyado en un montón de almohadas que había cogido de las otras camas. Llevaba unos vaqueros con los bajos deshilachados y una camiseta gris. Tenía un libro sobre las rodillas. Alzó la mirada cuando Clary entró en la sala, pero no dijo nada mientras ésta se acercaba a la cama.

El corazón de Clary había comenzado a latirle con fuerza. El silencio era casi opresivo; Jace la siguió con la mirada mientras ella llegaba a los pies de la cama y se detenía allí, con las manos en el metal de la estructura. Ella le observó el rostro. En muchas ocasiones había tratado de dibujarlo, había tratado de capturar aquella inefable cualidad que hacía que Jace fuera Jace, pero sus dedos nunca habían sido capaces de plasmar en el papel lo que ella veía. Ahí estaba ahora, donde no había estado cuando él se hallaba bajo el control de Sebastian, o como quisieran llamarlo, alma o espíritu, mirándola desde sus ojos.

Ella apretó la mano en la cama.

—Jace…

Él se puso un mechón de cabello tras la oreja.

—Es… ¿Te han dicho los Hermanos Silenciosos que puedes estar aquí?

—No exactamente.

La comisura de la boca de Jace le tironeó.

—¿Así que los has noqueado con un leño y te has colado? La Clave no ve nada bien esa clase de cosas, ¿sabes?

—Guau. De verdad que no me dejas pasar ni una, ¿no? —Se sentó en la cama junto a él, en parte para estar a la misma altura, y en parte para disimular que le temblaban las rodillas.

—He aprendido a no hacerlo —repuso él, y dejó el libro a un lado.

Clary sintió como si la hubiera abofeteado.

—No quería hacerte daño —dijo en una voz que le salió casi como un susurro—. Lo siento.

Él se irguió y pasó las piernas sobre el borde de la cama. No estaban muy apartados, compartiendo la cama, pero él se retenía; Clary lo veía. Podía ver que había secretos tras sus ojos, notaba su vacilación. Deseaba tenderle la mano, pero se mantuvo inmóvil y con la voz tranquila.

—Nunca he tratado de hacerte daño. Y no me refiero sólo en el Burren. Me refiero al momento en que tú, el auténtico tú, me dijiste lo que querías. Debería haberte escuchado, pero en lo único que pensaba era en salvarte, en sacarte de allí. No te escuché cuando dijiste que querías entregarte a la Clave y, por eso, ambos casi acabamos como Sebastian. Y cuando hice lo que hice con Gloriosa… Alec e Isabelle deben de haberte explicado que la espada estaba destinada a Sebastian. Pero no pude llegar a él en medio de la batalla. No pude. Y pensé en lo que me habías dicho, en que preferías morir que vivir bajo el influjo de Sebastian. —Se le cortó la voz—. El auténtico tú, me refiero. No podía preguntártelo. Tuve que suponerlo. Tienes que saber que fue terrible herirte así. Saber que podrías haber muerto y que habría sido mi mano la que había sostenido la espada que te mató, pero arriesgué tu vida porque pensaba que era lo que me habrías pedido y, después de traicionarte una vez, pensé que te lo debía. Pero si me equivoqué… —Se calló, pero él siguió en silencio. El estómago se le retorció de inquietud—. Entonces, lo lamento. No puedo hacer nada para compensarte. Pero quería que supieras que lo siento.

Se calló de nuevo, y esta vez el silencio se alargó más y más, como un hilo tensado al máximo.

—Ya puedes hablar —soltó ella finalmente—. La verdad es que sería magnífico que lo hicieras.

Jace la miraba incrédulo.

—Déjame ver si lo he entendido bien —comenzó—. ¿Has venido aquí a disculparte conmigo?

Ella se sorprendió.

—Claro que sí.

—¡Clary, me salvaste la vida!

—Te apuñalé. Con una enorme espada. Te pusiste a arder.

Los labios de Jace se curvaron de manera casi imperceptible.

—De acuerdo —dijo él—. Quizá nuestros problemas no sean como los de las otras parejas. —Alzó una mano como si fuera a acariciarle el rostro, pero la bajó rápidamente—. Te oí, ¿sabes? —continuó más bajo—. Diciéndome que no estaba muerto. Pidiéndome que abriera los ojos.

Se miraron el uno al otro en medio de un silencio que seguramente sólo durara unos instantes, pero que a Clary le parecieron horas. Se alegraba tanto de verlo así, completamente él, que casi olvidó el miedo de que todo iba a ir fatal en los próximos minutos.

—¿Por qué crees que me enamoré de ti? —preguntó Jace finalmente.

Eso era lo que ella menos esperaba que le preguntara.

—No lo sé… Ésa no es una pregunta justa.

—A mí me lo parece —replicó él—. ¿Crees que no te conozco, Clary? ¿La chica que entró en un hotel lleno de vampiros porque su mejor amigo estaba allí y necesitaba que lo salvaran? ¿Que abrió un Portal y se transportó a Idris porque no soportaba la idea de no participar en la acción?

—Me gritaste por eso…

—Me estaba gritando a mí —repuso él—. Nos parecemos mucho en algunos aspectos. Somos temerarios. No pensamos antes de actuar. Hacemos lo que sea por la gente a la que queremos. Y nunca pensé lo que eso asustaba a la gente que me quería hasta que lo vi en ti y me aterrorizó. ¿Cómo podía protegerte si no me dejabas? —Se inclinó hacia ella—. Eso, por cierto, es una pregunta retórica.

—Bien. Porque no necesito que me protejan.

—Sabía que dirías eso. Pero la cuestión es que, a veces, sí. Y, a veces, yo también. Se supone que debemos protegernos el uno al otro, pero no de todo. No de la verdad. Eso es lo que significa amar a alguien pero dejar que sea quien es.

Clary se miró las manos. Deseaba tanto tocarlo. Era como visitar a alguien en prisión, donde se podía ver al otro claramente, pero había un cristal irrompible de separación.