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—Me enamoré de ti —continuó él— porque eras una de las personas más valientes a quienes había conocido. Entonces, ¿cómo podía pedirte que dejaras de ser valiente sólo porque te amaba? —Se pasó las manos por el cabello, que le quedó revuelto y de punta con rizos que Clary ansiaba alisar—. Viniste a buscarme. Me salvaste cuando casi todos los demás se habían rendido, e incluso los que no se habían rendido no sabían qué hacer. ¿Crees que no sé por lo que pasaste? —Se le velaron los ojos—. ¿Cómo puedes creer que podría estar enfadado contigo?

—Entonces, ¿por qué no has querido verme?

—Porque… —Jace sacó aire—. Muy bien, buena observación, pero hay algo que no sabes. La espada que empleaste, la que Raziel le dio a Simon…

Gloriosa —repuso Clary—. La espada del Arcángel Miguel. Se destruyó.

—No se destruyó. Volvió a su lugar de procedencia una vez que el fuego celestial la consumió. —Jace sonrió levemente—. De otro modo, nuestro Ángel habría tenido que dar muchas explicaciones cuando Miguel se enterara de que su colega Raziel había prestado su espada favorita a un puñado de humanos descuidados. Pero me voy por las ramas. La espada…, la forma en que ardía… no era fuego normal.

—Eso ya lo supuse. —Clary deseaba que Jace la rodeara con los brazos y la apretara contra sí. Pero él parecía querer mantener el espacio entre ellos, así que se quedó donde estaba. Era como un dolor físico, estar tan cerca de él y no poder tocarlo.

—Ojalá no te hubieras puesto ese jersey —murmuró Jace.

—¿Qué? —Ella se miró—. Creía que te gustaba.

—Y me gusta —respondió él, y sacudió la cabeza—. No importa. Ese fuego… era fuego celestial. El matorral ardiente, el fuego y el azufre, la columna de fuego que guió a los hijos de Israel… ése es el fuego del que estamos hablando. «Porque un fuego se ha encendido en mi ira, y arderá hasta las profundidades del Infierno; devorará la tierra y sus frutos, y abrasará las bases de los montes.» Ése es el fuego que abrasó lo que Lilith me había hecho. —Cogió el borde de la camiseta y se la levantó. Clary tragó aire, porque sobre el corazón, en la fina piel del pecho, ya no había Marca, sólo una cicatriz blanca cerrada donde la espada le había penetrado.

Clary extendió la mano, queriendo tocarlo, pero él se apartó, negando con la cabeza. Ella notó la expresión dolida apareciendo en su rostro antes de poder esconderla. Él se bajó la camiseta.

—Clary, ese fuego… aún está dentro de mí.

Ella lo miró fijamente.

—¿Qué quieres decir?

Jace respiró hondo y tendió las manos, con las palmas arriba. Ella las miró, delgadas y conocidas, con la runa de visión en su mano derecha desdibujada y cicatrices blancas sobre ella. Mientras ambos las miraban, las manos comenzaron a temblarle ligeramente, y luego, bajo la mirada incrédula de Clary, se fueron volviendo transparentes. Como si la hoja de Gloriosa hubiera comenzado a arder, la piel de Jace pareció volverse de cristal, cristal que contenía en su interior un oro que se movía, se oscurecía y ardía. Clary vio el contorno de su esqueleto a través de la piel trasparente, huesos dorados conectados a tendones de fuego.

Lo oyó tragar aire secamente. Entonces, él alzó la cabeza y la miró a los ojos. Los de él eran dorados. Siempre habían sido dorados, pero Clary podría jurar que ese dorado también vivía y ardía. Jace respiraba pesadamente, y el sudor le relucía sobre las mejillas y la clavícula.

—Tienes razón —dijo Clary—. Nuestros problemas no son como los de las otras parejas.

Jace la miró incrédulo. Lentamente, cerró los puños, y el fuego se desvaneció, dejando sólo sus manos de siempre, intactas.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —preguntó él, medio ahogado por la risa.

—No, tengo mucho más que decir. ¿Qué está pasando? ¿Ahora tus manos son armas? ¿Eres la Antorcha Humana? ¿Qué diablos…?

—No sé qué es la Antorcha Humana, pero… Muy bien, mira, los Hermanos Silenciosos me han dicho que ahora porto dentro el fuego celestial. En mis venas. En mi alma. Cuando me desperté, sentí como si respirara fuego. Alec e Isabelle pensaron que sería un efecto temporal de la espada, pero al ver que no desaparecía, llamaron a los Hermanos Silenciosos. El hermano Zachariah me dijo que no sabría cuán temporal sería. Y lo quemé; me estaba tocando con la mano cuando lo dijo, y sentí una descarga de energía pasando a través de mí.

—¿Una quemadura grave?

—No. Menor, pero aun así…

—Por eso no quieres tocarme. —Clary se dio cuenta de repente—. Tienes miedo de quemarme.

Él asintió.

—Nadie ha visto nunca nada igual, Clary. Ni antes, ni nunca. La espada no me mató. Pero me dejó esto…, esta parte de algo letal dentro de mí. A veces es tan fuerte que probablemente mataría a un humano corriente, quizá incluso a un cazador de sombras. —Exhaló un profundo suspiro—. Los Hermanos Silenciosos están trabajando para ver cómo podría controlarlo, o librarme de ello. Pero como puedes imaginar, no soy su principal prioridad.

—Porque lo es Sebastian. Has oído que destruí el apartamento. Sé que tiene otras maneras de ir por ahí, pero…

—¡Ésa es mi chica! Pero tiene reservas. Otros escondites. No sé cuáles son. No me lo dijo nunca. —Se inclinó hacia ella, tan cerca que Clary pudo ver los colores cambiantes de sus ojos—. Desde que desperté, los Hermanos Silenciosos no han dejado de acompañarme. Tuvieron que realizar de nuevo la ceremonia, la que les hacen a los cazadores de sombras al nacer para mantenerlos a salvo. Y luego se me metieron en la cabeza. Buscando, tratando de sacar el más mínimo detalle de información sobre Sebastian, cualquier cosa que yo haya podido saber pero que no recuerdo. Pero… —Jace movió la cabeza, frustrado—. No hay nada. Conocía sus planes hasta la ceremonia en el Burren. Más allá de eso, no tengo ni idea de lo que va a hacer ahora. Dónde puede atacar. Saben que ha estado trabajando con demonios, así que están reforzando las salvaguardas, sobre todo alrededor de Idris. Pero me siento como si nos hubiéramos olvidado de algo importante en todo este asunto, algún conocimiento secreto que yo tengo…, y ni siquiera tenemos eso.

—Pero si supieras algo, Jace, él cambiaría sus planes —objetó Clary—. Sabe que te ha perdido. Los dos estabais atados. Oí un grito terrible cuando te clavé la espada. —Se estremeció—. Era un terrible sonido de pérdida. De algún modo extraño, sí que le importabas, creo. Y aunque todo fuera horroroso, ambos sacamos algo que puede resultar útil.

—¿Que es…?

—Lo entendemos. Quiero decir, tanto como alguien pueda llegar a entenderlo. Y eso no se puede borrar con un cambio de planes.

Jace asintió lentamente.

—¿Sabes a quién creo que entiendo ahora también? A mi padre.

—Valen… No —dijo Clary, observando su expresión—. Te refieres a Stephen.

—He estado leyendo sus cartas. Las cosas de la caja que me dio Amatis. Escribió una carta para mí, ¿sabes?, que pretendía que leyera después de su muerte. Me dijo que fuera un hombre mejor de lo que él había sido.

—Lo eres —repuso Clary—. Es esos momentos, en el apartamento, cuando eras tú, te importaba más hacer lo que debías hacer que tu propia vida.

—Lo sé —dijo Jace, mirándose los marcados nudillos—. Eso es lo raro. Lo sé. Tenía muchas dudas sobre mí mismo, siempre, pero ahora entiendo la diferencia entre Sebastian y yo. Entre Valentine y yo. Incluso la diferencia entre ellos dos. Valentine creía de verdad que estaba haciendo lo correcto. Odiaba a los demonios. Pero para Sebastian, la criatura que considera su madre es uno. Gobernaría contento sobre una raza de cazadores de sombras oscuros que obedecieran a los demonios, mientras éstos masacraran a su voluntad a los humanos corrientes de este mundo. Valentine aún creía que la misión de los cazadores de sombras era proteger a los seres humanos; Sebastian los considera cucarachas. Y no quiere proteger a nadie. Sólo quiere lo que quiere en el momento en que lo quiere. Y lo único que siente es enfado cuando se frustra.