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—¿Yo? —Simon se sorprendió—. Estoy bien. Preocupado por Isabelle y Clary. Ya sabes que la Clave la estaba investigando…

—Y he oído que la han absuelto. Eso está bien. —Maia lo soltó—. Pero estaba pensando en ti. Y en lo que te pasó con tu madre.

—¿Cómo sabes eso? —Simon lanzó una mirada a Jordan, pero éste negó con la cabeza, de forma casi imperceptible. Él no le había dicho nada.

Maia se tiró de una trenza.

—Me encontré con Eric por casualidad. Me dijo lo que te había pasado y que por eso no has ido a los bolos de La Pelusa del Milenio.

—Por cierto, se han cambiado de nombre —informó Jordan—. Ahora son Burrito de Medianoche.

Maia miró irritada a Jordan, y él se hundió un poco en su asiento. Simon se preguntó de qué habrían estado conversando antes de que llegara él.

—¿Has hablado con alguien más de tu familia? —preguntó Maia con suavidad. Sus ojos de color ámbar lo miraban con preocupación.

Simon sabía que era grosero, pero había algo en ser mirado así que no le gustaba. Era como si esa preocupación convirtiera el problema en real, cuando, de otra manera, él podía fingir que no existía.

—Sí —contestó—. Todo va bien en mi familia.

—¿De verdad? Porque te dejaste el teléfono aquí. —Jordan lo cogió de la mesa—. Y tu hermana te ha estado llamando cada cinco minutos durante todo el día. Y ayer también.

Simon sintió que se le helaba el estómago. Cogió el teléfono que le tendía Jordan y miró la pantalla. Diecisiete llamadas perdidas de Rebecca.

—Mierda —exclamó—. Esperaba poder evitar esto.

—Bueno, es tu hermana —repuso Maia—. Tarde o temprano te iba a llamar.

—Lo sé, pero le he estado dando esquinazo; dejando mensajes cuando sé que no estará allí, esa clase de cosas. Supongo… que estaba tratando de evitar lo inevitable.

—¿Y ahora?

Simon dejó el teléfono en el alféizar de la ventana.

—¿Seguir evitándolo?

—No lo hagas. —Jordan sacó la mano del bolsillo—. Deberías hablar con ella.

—¿Y decirle qué? —La pregunta le salió con más aspereza de la que pretendía.

—Tu madre debe de haberle dicho algo —contestó su compañero de piso—. Seguramente estará preocupada.

Simon negó con la cabeza.

—Vendrá para Acción de Gracias, dentro de unas semanas. No quiero meterla a ella en lo que está pasando con mi madre.

—Ya está metida. Es tu familia —replicó Maia—. Además, esto…, lo que está pasando con tu madre, todo eso, es ahora tu vida.

—Entonces, supongo que quiero que ella se quede al margen. —Simon sabía que no estaba siendo razonable, pero se sentía capaz de evitarlo. Rebecca era… especial. Diferente. Pertenecía a una parte de su vida que aún no había tocado toda esa locura. Quizá la única parte.

Maia alzó las manos y se dirigió a Jordan.

—Dile algo. Tú eres su guardia pretoriana.

—Oh, vamos —replicó Simon antes de que su amigo pudiera abrir la boca—. ¿Alguno de vosotros mantiene el contacto con vuestros padres? ¿Con vuestra familia?

Ellos intercambiaron una mirada.

—No —contestó Jordan lentamente—, pero ninguno de nosotros tenía buena relación con ellos antes de…

—Ahí está mi prueba —repuso Simon—. Todos somos huérfanos. Huérfanos de la tormenta.

—No puedes pasar de tu hermana —insistió Maia.

—Mírame.

—¿Y cuando Rebecca vuelva a tu casa, que parece el plató de El exorcista? ¿Y cuando tu madre no pueda explicarle dónde estás? —Jordan se inclinó hacia delante, con las manos en las rodillas—. Tu hermana llamará a la policía, y tu madre acabará en un manicomio.

—Aún no estoy preparado para oír su voz —insistió Simon, pero sabía que había perdido la discusión—. Tengo que volver a salir, pero prometo que le enviaré un mensaje.

—Bien —repuso Jordan. Estaba mirando a Maia, no a Simon, mientras lo decía, como si esperara que ella se fijara en que había hecho reflexionar a su amigo y se mostrara complacida. Simon se preguntó si habrían estado viéndose durante las dos pasadas semanas mientras él había estado casi siempre ausente. Habría imaginado que no, por la tensa manera en que habían estado sentados cuando él había llegado, pero con esos dos, era difícil estar seguro—. Por algo se empieza.

El ascensor dorado se detuvo en el tercer piso del Instituto; Clary respiró hondo y salió al pasillo. Como Alec e Isabelle le habían prometido, el lugar estaba desierto y en silencio. El tráfico de la avenida York, que discurría por fuera, era un suave murmullo. Clary se imaginó que podía oír el sonido de las motas de polvo al rozar unas contra otras mientras danzaban en la luz que entraba por la ventana. Por la pared se hallaban los ganchos donde los residentes del Instituto colgaban los abrigos al entrar. Una de las chaquetas negras de Jace aún pendía de uno, con las mangas vacías y fantasmales.

Se estremeció mientras comenzaba a recorrer el pasillo. Recordaba la primera vez que Jace la había llevado por aquellos corredores, hablándole con su desenfadada voz de los cazadores de sombras, de Idris, de todo un mundo secreto que ella nunca antes había sabido que existiera. Clary lo había estado observando —con disimulo, había pensado, pero ahora sabía que Jace se enteraba de todo— mientras él hablaba, observando la luz relucir en su pálido cabello, los rápidos movimientos de sus ágiles manos, la flexión de los músculos de los brazos al gesticular.

Llegó a la biblioteca sin encontrarse con ningún cazador de sombras, y abrió la puerta. La sala le produjo el mismo escalofrío que la primera vez que la había visto. La biblioteca, circular porque estaba construida dentro de una torre, tenía una galería en el segundo piso, con balaustrada, a media altura de las paredes, por encima de las filas de estanterías. El escritorio, en el que Clary aún pensaba como el de Hodge, se hallaba en el centro de la estancia, tallado en una única pieza de roble, con el amplio tablero reposando sobre la espalda de dos ángeles arrodillados. Clary casi esperaba que Hodge se levantara al otro lado, con su cuervo, Hugo, posado en el hombro.

Sacudió la cabeza para apartar ese recuerdo y se apresuró a ir hacia la escalera circular del fondo de la sala. Iba vestida con vaqueros y zapatillas de suela de goma; se había dibujado una runa de insonoridad en el tobillo; el silencio era casi inquietante mientras subía los escalones que daban a la galería. Arriba también había libros, pero estaban metidos en estanterías con puertas de vidrio cerradas con llave. Algunos parecían muy viejos, con las cubiertas gastadas y los lomos reducidos a unas cuantas tiras. Otros eran libros de magia peligrosa: Cultos atroces, La viruela demoníaca y Guía práctica para revivir a los muertos.

Entre las estanterías cerradas había vitrinas. Cada una contenía algún objeto artesanal extraño y hermoso: una delicada botella de cristal cuyo tapón era una enorme esmeralda; una corona con un diamante en el centro, que no parecía que pudiera caber en ninguna cabeza humana; un colgante con forma de ángel con alas hechas de ruedas dentadas y piezas mecánicas y, en la última vitrina, como Isabelle le había prometido, un par de brillantes anillos de oro con forma de hojas curvadas: un trabajo de hadas, tan delicado como el aliento de un bebé.

Como era de esperar, la vitrina estaba cerrada. Clary se mordisqueó el labio mientras dibujaba la runa de la apertura, con cuidado de no hacerla muy potente para que el cristal no reventara y el ruido atrajera a la gente, que hizo saltar el cierre. Muy despacio, abrió la vitrina. Sólo mientras volvía a meterse la estela en el bolsillo comenzó a dudar.

¿Era ella realmente? ¿Robando a la Clave para pagar a la reina de los seres mágicos, cuyas promesas, como Jace le había dicho una vez, eran como escorpiones, con un afilado aguijón en la cola?

Meneó la cabeza para borrar sus dudas, y se quedó helada. La puerta de la biblioteca se estaba abriendo. Oyó crujir la madera, voces apagadas y pasos. Sin pensarlo, se tiró al frío suelo de madera de la galería y se aplastó contra él.

—Tenías razón, Jace —dijo desde abajo una voz, con un frío tono de burla e inquietantemente conocida—. Esto está desierto.

El hielo que Clary tenía en las venas pareció cristalizarse, y la dejó inmóvil y congelada. No podía moverse, ni respirar. No había tenido una impresión tan intensa desde que había visto a su padre atravesarle el pecho a Jace con una espada. Muy despacio, se fue acercando al borde del balcón y miró hacia abajo.

Y se mordió el labio con fuerza para no gritar.

El techo inclinado en lo alto se elevaba hacia el punto donde estaba colocada una claraboya de cristal. La luz del sol caía a través de ésta, iluminando una parte del suelo como un foco en un escenario. Podía ver los trozos de cristal, mármol y piedras semipreciosas que estaban incrustados en el suelo formando un dibujo: el ángel Raziel, la Copa y la Espada. Sobre una de las alas extendidas del Ángel se hallaba Jonathan Christopher Morgenstern.

Sebastian.

Y ése era el aspecto de su hermano. Su verdadero aspecto, vivo, moviéndose, animado. Un rostro pálido, todo ángulos y planos; alto, delgado y vestido de negro. El cabello era plateado, no oscuro como lo había llevado cuando lo había conocido, teñido del color del auténtico Sebastian Verlac. Su propio color pálido le sentaba mejor. Lo ojos eran negros, y cargados de vida y energía. La última vez que lo había visto, flotando en un ataúd de cristal como Blancanieves, una de sus manos era un muñón vendado. Ahora la tenía de nuevo, con un brazalete de plata brillando en la muñeca, pero con nada visible que mostrara que había sufrido algún daño, o incluso más que daño, que había faltado.

Y junto a él, con el cabello dorado brillando bajo la pálida luz del sol, se hallaba Jace. No Jace como ella se lo había imaginado constantemente durante las dos últimas semanas: magullado o sangrante, o sufriendo, o hambriento, encerrado en alguna celda oscura, gritando de dolor o llamándola. Ése era el Jace que ella recordaba: animado, sano, vibrante y hermoso. Tenía las manos metidas en los pantalones de los vaqueros; sus marcas eran visibles a través de la camiseta blanca. Sobre ella se había puesto una desconocida chaqueta de ante de color marrón claro que resaltaba las tonalidades doradas de su piel. Echó la cabeza hacia atrás, como si estuviera disfrutando de la sensación del sol en la cara.

—Siempre tengo razón, Sebastian —dijo él—. Ya deberías saber eso de mí.

Sebastian lo miró pausadamente y luego sonrió. Clary se lo quedó mirando. Tenía todo el aspecto de ser una sonrisa auténtica. Pero ¿qué iba a saber ella? Sebastian le había sonreído a ella en el pasado, y había resultado ser una gran mentira.

—¿Y dónde están los libros de invocaciones? ¿Hay algún orden en este caos?

—No del todo. No están por orden alfabético. Sigue el sistema especial de Hodge.

—¿No era a él a quien maté? Que inconveniente —repuso Sebastian—. Quizá deberíamos mirar yo arriba y tú abajo.

Fue hacia la escalera que subía a la galería. El corazón de Clary comenzó a acelerarse de miedo. Asociaba a Sebastian con asesinatos, sangre, dolor y terror. Sabía que Jace había luchado contra él una vez, y casi había muerto. Nunca podría vencer a su hermano en una lucha cuerpo a cuerpo. ¿Podría saltar desde la baranda de la galería hasta el suelo sin romperse una pierna? Y de hacerlo, ¿qué pasaría? ¿Qué haría Jace?

Sebastian ya tenía un pie en el primer escalón cuando Jace lo llamó.

—Espera. Aquí están. Ordenados bajo «Magia, No letal».

—¿«No letal»? ¿Y dónde está la gracia entonces? —ronroneó Sebastian, pero sacó el pie del escalón y fue hacia Jace—. ¡Vaya biblioteca! —exclamó mientras leía los títulos de los libros al pasar—. El cuidado y alimentación de tu duende doméstico, Demonios desvelados. —Cogió ése del estante y soltó una risita larga y grave.

—¿Qué es? —Jace alzó la mirada, esbozando una sonrisa. Clary tenía tantas ganas de correr abajo y tirársele encima que de nuevo se mordió el labio. El dolor fue agudo y ácido.

—Es pornografía —contestó Sebastian—. Mira. Demonios… «desvelados».

Jace se acercó a él por detrás y apoyó una mano en el brazo de Sebastian mientras leía por encima de su hombro. Era como ver a Jace con Alec, alguien con quien se sentía cómodo, que podía tocar sin pensárselo, pero horrible, al revés, del otro lado.

—Vale, ¿cómo puedes saberlo?

Sebastian cerró el libro y con él le dio un ligero golpe a Jace en el hombro.

—Hay cosas de las que sé más que tú. ¿Has cogido los libros?

—Los tengo. —Jace levantó una pila de pesados tomos de una mesa cercana—. ¿Tenemos tiempo de pasar por mi dormitorio? Si pudiera coger algunas de mis cosas…

—¿Qué quieres?

Jace se encogió de hombros.

—Ropa sobre todo, y algunas armas.

Sebastian negó con la cabeza.

—Demasiado peligroso. Tenemos que entrar y salir en seguida. Sólo objetos de urgencia.

—Mi chaqueta favorita es un objeto de urgencia —repuso Jace. Era como oírlo hablar con Alec, con cualquiera de sus amigos—. Al igual que yo, es acogedora y elegante.

—Mira, tenemos todo el dinero que podamos desear —replicó Sebastian—. Compra ropa. Y en unas semanas estarás dirigiendo este sitio. Podrás izar tu chaqueta favorita del mástil para que ondee como una bandera.

Jace rió, con esa tersa risa que Clary tanto amaba.

—Te lo advierto, esa chaqueta es sexi. El Instituto podría arder en llamas sexis.

—Le iría bien. Ahora es demasiado lúgubre. —Sebastian agarró la espalda de la chaqueta que Jace llevaba en ese momento y lo empujó hacia el lado—. Y ahora nos vamos. Sujeta los libros. —Se miró la mano derecha, donde relucía un delgado anillo de plata; lo hizo girar con el pulgar de la mano que no estaba sujetando a Jace.

—Eh —exclamó éste—. ¿Crees que…? —Se cortó, y por un momento, Clary pensó que era porque había mirado hacia arriba y la había visto, ya que tenía el rostro alzado. Pero mientras tragaba aire, ambos desaparecieron, desvaneciéndose como espejismos en el aire.

Lentamente, Clary apoyó la cabeza en el brazo. Le sangraba el labio donde se lo había mordido; notaba el sabor a sangre en la boca. Sabía que debía levantarse, moverse, huir. No debía estar ahí. Pero el hielo en sus venas se había vuelto tan frío que temía que, si se movía, saltaría hecha añicos.