Clary no estaba tan segura. Había visto a Sebastian mirar a Jace, incluso a sí misma, y sabía que había algo en él tan solitario como el más oscuro vacío del espacio. La soledad lo guiaba tanto como el deseo de poder; la soledad y la necesidad de ser amado sin tener la comprensión correspondiente de que el amor era algo que uno se ganaba. Sin embargo, se calló esas ideas.
—Bueno, entonces vamos a frustrarlo —dijo en su lugar.
Una sonrisa asomó en el rostro de Jace.
—Sabes que te quiero rogar que te quedes al margen de esto, ¿verdad? Va a ser una batalla despiadada. Más despiadada de lo que creo que la Clave ni siquiera comienza a comprender.
—Pero no vas a hacerlo —repuso Clary—. Porque eso te convertiría en un idiota.
—¿Te refieres a que necesitamos tu poder con las runas?
—Bueno, eso y… ¿Has escuchado algo de lo que acabas de decir? ¿Todo eso de protegernos el uno al otro?
—Te informo de que he practicado ese discurso. Delante del espejo, antes de que llegaras.
—¿Y qué crees que significa?
—No estoy seguro —admitió Jace—, pero sé que he quedado de lo mejor soltándotelo.
—Dios, había olvidado lo irritante que eres cuando no estás poseído —masculló Clary—. ¿Necesito recordarte que has dicho que tienes que aceptar que no me puedes proteger de todo? La única manera en que podemos protegernos es si estamos juntos. Si nos enfrentamos juntos a lo que sea. Si confiamos el uno en el otro. —Lo miró directamente a los ojos—. No debería haberte impedido que fueras a la Clave llamando a Sebastian. Debería haber respetado tu decisión. Y tú debes respetar la mía. Porque vamos a estar juntos mucho tiempo, y ésta es la única manera de que funcione.
Él acercó la mano hacia ella sobre la manta.
—Estar bajo la influencia de Sebastian… —dijo él con voz ronca—. Ahora me parece una pesadilla. Aquel lugar de locos, aquellos armarios llenos de ropa para tu madre…
—Así que lo recuerdas —susurró ella.
Jace le rozó las yemas de los dedos con las suyas, y Clary casi dio un bote. Ambos contuvieron el aliento mientras él la acariciaba; ella no se movió, pues observaba cómo a Jace poco a poco se le iban relajando los hombros y desaparecía la mirada ansiosa de su rostro.
—Lo recuerdo todo —contestó él—. Recuerdo el bote en Venecia, el club en Praga. Aquella noche en París, cuando era yo.
Clary notó que la sangre se le aceleraba bajo la piel, y le ardió la cara.
—En cierto sentido, hemos pasado por algo que nadie más puede entender —continuó él—. Y me ha hecho darme cuenta de algo. Siempre hemos estado absolutamente mejor juntos. Alzó el rostro hacia ella. Estaba pálido, y el fuego le destellaba en los ojos—. Voy a matar a Sebastian. Voy a matarlo por lo que me hizo, por lo que te hizo a ti, y por lo que le hizo a Max. Voy a matarlo por lo que ha hecho y por lo que hará. La Clave lo quiere muerto, y ellos lo perseguirán. Pero quiero que sea mi mano la que acabe con él.
Entonces ella tendió la mano y se la puso en la mejilla. Él se estremeció y entrecerró los ojos. Clary se esperaba que tuviera la piel caliente, pero la notó fría bajo la mano.
—¿Y si soy yo quien lo mata?
—Mi corazón es tu corazón —contestó él—. Mis manos son tus manos.
Sus ojos eran del color de la miel y se deslizaron tan lentamente como la miel sobre el cuerpo de Clary cuando él la miró de arriba abajo por primera vez desde que ella había entrado en la enfermería, desde el cabello alborotado hasta las botas de los pies. Cuando sus ojos se encontraron de nuevo, Clary tenía la boca seca.
—¿Recuerdas —preguntó él— cuando nos conocimos y te dije que estaba seguro, al noventa por ciento, de que dibujarte la runa no te mataría, y tú me diste una bofetada y me dijiste que era por el otro diez por ciento?
Clary asintió con la cabeza.
—Siempre había supuesto que me mataría algún demonio —prosiguió Jace—. Un subterráneo renegado. Una batalla. Pero entonces me di cuenta de que podía morirme si no lograba besarte, y pronto.
Clary chasqueó los secos labios.
—Bueno, lo hiciste —dijo ella—. Lo de besarme, me refiero.
Él le cogió un rizo entre los dedos. Estaba tan cerca como para que ella notara el calor de su cuerpo, el olor a jabón, piel y cabello.
—No lo suficiente —replicó él, mientras dejaba que el rizo se le escapara de la mano—. Si te besara todo el día durante todos los días que me quedan de vida, no sería suficiente.
Él inclinó la cabeza. Ella no pudo evitar inclinar también la suya. Los recuerdos de París le llenaban la cabeza: abrazarlo como si fuera a ser la última vez que lo abrazaba; y casi lo había sido. Su sabor, su respiración, sus caricias. Lo oyó respirar. Las pestañas de Jace le cosquillearon la mejilla. Sólo unos milímetros separaban sus labios, y luego ya no fueron ni milímetros; se rozaron levemente primero, y luego con mayor presión. Se acercaron el uno al otro…
Y Clary notó una chispa; no dolorosa, sino más bien como una ligera sacudida de electricidad estática. Pasó entre ellos, y Jace se apartó rápidamente. Estaba sonrojado.
—Quizá tengamos que trabajar esto un poco.
A Clary aún le daba vueltas la cabeza.
—De acuerdo.
Él miraba hacia delante, aún jadeante.
—Quiero darte una cosa.
—Ya me lo imagino.
Él la miro de golpe y, casi sin querer, sonrió.
—Eso no. —Se metió la mano por el cuello de la camiseta y sacó el anillo Morgenstern con la cadena. Se lo sacó por la cabeza y se lo puso en la mano a Clary. Conservaba el calor de su piel.
—Alec se lo pidió a Magnus para mí. ¿Volverás a llevarlo?
Ella cerró el puño sobre el anillo.
—Siempre.
Su sonrisa irónica se suavizó. Ella se atrevió a ponerle la mano en el hombro. Notó que él contenía el aliento, pero permaneció inmóvil. Al principio Jace se tensó, pero el cuerpo se le fue relajando lentamente, y se quedaron así. Era duro y caliente, pero dulce y amigable.
Jace carraspeó.
—¿Sabes que esto significa que lo que hicimos…, lo que casi hicimos en París…?
—¿Subir a la Torre Eiffel?
Él le puso un mechón tras la oreja.
—No me dejas pasar ni una, ¿verdad? No importa. Eso es una de las cosas que me gustan de ti. Bueno, pues la otra cosa que casi hicimos en París…, seguramente eso quede aparcado durante un tiempo. A no ser que quieras que ese rollo de «me consumo de pasión y ardo en deseos por ti» se convierta en algo literal de un modo bastante desagradable.
—¿Nada de besos?
—Bueno…, besos, quizá. Pero el resto…
Ella rozó la mejilla contra la de él.
—Me parece bien si te lo parece a ti.
—Claro que no me parece bien. Soy un adolescente. Por lo que a mí respecta, es lo peor que ha pasado desde que descubrí por qué Magnus tiene prohibida la entrada en Perú. —Los ojos se le suavizaron—. Pero eso no cambia lo que somos el uno para el otro. Es como si siempre me faltara un trozo de alma, y está dentro de ti, Clary. Sé que una vez te dije que tanto si Dios existe como si no, estamos solos. Pero cuando estoy contigo, no estoy solo.
Ella cerró los ojos para que él no le viera las lágrimas; lagrimas de alegría por primera vez en mucho tiempo. A pesar de todo, a pesar de que las manos de Jace seguían en su regazo, Clary sintió un alivio tan intenso que apagó todo lo demás: la inquietud por dónde estaría Sebastian, y el miedo al futuro incierto pasaron a un segundo plano. Nada importaba. Estaban juntos, y Jace volvía a ser él. Notó que él volvía el rostro y la besaba suavemente en la cabeza.
—De verdad me gustaría que no te hubieras puesto ese jersey —le susurró al oído.
—Es para que practiques —replicó ella, moviendo los labios contra la piel de él—. Mañana, medias de rejilla.