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La cumbre de la colina estaba sembrada de rocas. Se podía ver cómo el parque se había recortado en lo que antes había sido un bosque de árboles y piedra. Isabelle estaba sentada encima de una de las rocas, con un largo vestido de seda de color verde botella bordado en oro y un abrigo plateado encima. Contempló a Simon ir hacia ella, mientras se apartaba el largo cabello negro de la cara.

—Pensaba que vendrías con Clary —dijo cuando él estuvo cerca—. ¿Dónde está?

—Saliendo del Instituto —contestó él mientras se sentaba junto a Isabelle en la roca y metías las manos en los bolsillos de su cortavientos—. Me ha enviado un mensaje. Llegará en seguida.

—Alec está de camino… —comenzó a decir Isabelle, pero se cortó cuando el bolsillo de Simon comenzó a vibrar. O mejor dicho, el móvil que tenía en el bolsillo comenzó a hacerlo—. Creo que alguien te ha enviado un mensaje.

Él se encogió de hombros.

—Lo miraré después.

Ella lo miró por debajo de sus largas pestañas.

—Pues, bueno, como te estaba diciendo, Alec también está de camino. Tiene que venir desde Brooklyn, así que…

El móvil de Simon volvió a insistir.

—Muy bien, ya basta. Si no lo miras tú, lo haré yo. —Isabelle se inclinó y, a pesar de las protestas de Simon, le metió la mano en el bolsillo. La coronilla de la chica le rozó la barbilla. Olía a su perfume, a vainilla, y al aroma de su piel. Cuando ella sacó el móvil y se apartó, él se sintió tanto aliviado como decepcionado.

Isabelle miró la pantalla.

—¿Rebecca? ¿Quién es Rebecca?

—Mi hermana.

Isabelle se relajó.

—Quiere verte. Dice que no te ha visto desde…

Simon le sacó el teléfono de la mano y lo cerró antes de volver a metérselo en el bolsillo.

—Lo sé, lo sé.

—¿No quieres verla?

—Más que…, más que a nada en el mundo. Pero no quiero que ella lo sepa. Lo mío. —Simon cogió un palo y lo lanzó—. Mira lo que pasó cuando mi madre se enteró.

—Pues queda con ella en un sitio público, donde no pueda montar un número. Lejos de tu casa.

—Aunque no pueda montar un número, podría mirarme como me miró mi madre —repuso Simon a media voz—. Como si yo fuera un monstruo.

Isabelle le rozó la muñeca.

—Mi madre echó a Jace cuando pensaba que era el hijo de Valentine y su espía, y luego se arrepintió profundamente. Mis padres están comenzando a aceptar que Alec esté con Magnus. Tu madre también acabará por aceptarte. Pon a tu hermana de tu parte. Eso te ayudará. —Inclinó la cabeza—. Creo que a veces los hermanos entienden más cosas que los padres. No están cargados de expectativas. Yo nunca, nunca podría cortar la relación con Alec, hiciera lo que hiciese. Nunca. O con Jace. —Le dio un apretón en el brazo y luego dejó caer la mano—. Mi hermano pequeño murió, y no volveré a verlo. No hagas que tu hermana pase por eso.

—¿Por qué? —Era Alec, que llegaba por la colina dando patadas a las hojas muertas del camino. Llevaba sus vaqueros y su sudadera gastada de siempre, pero alrededor del cuello tenía anudado un fular azul que le hacía juego con los ojos. Eso debía de ser un regalo de Magnus, pensó Simon. Alec nunca habría pensado en comprarse algo así. El concepto de ir a juego parecía escapársele.

Isabelle carraspeó.

—La hermana de Simon…

No llegó más lejos. Una ráfaga de aire frío levantó un torbellino de hojas secas. Isabelle alzó la mano para protegerse el rostro del polvo, y el aire comenzó a resplandecer, con el inconfundible brillo traslucido de un Portal. Clary apareció ante ellos, con la estela en la mano y el rostro mojado de lágrimas.

4

E inmortalidad

—¿Estás totalmente segura de que era Jace? —preguntó Isabelle la que a Clary le pareció la enésima vez.

Clary se mordió el labio, ya dolorido, y contó hasta diez.

—Soy yo, Isabelle —contestó—. ¿De verdad crees que no reconocería a Jace? —Miró a Alec, que estaba junto a ellas, con el fular azul ondeando al viento como un estandarte—. ¿Podrías confundir tú a Magnus con otra persona?

—No. Nunca —contestó él sin la más mínima vacilación—. Pero… Quiero decir, claro que te lo preguntamos, porque no tiene sentido.

—Quizá sea un rehén —sugirió Simon, apoyado contra una roca. El sol de otoño hacía que sus ojos adquirieran el tono de granos de café—. Igual Sebastian lo está amenazando, diciéndole que si Jace no le sigue el juego, él hará daño a sus seres queridos.

Todos miraron a Clary, pero ella negó, frustrada.

—Vosotros no los habéis visto juntos. Nadie actúa así cuando es un rehén. Parecía totalmente feliz de estar con él.

—Entonces, está poseído —repuso Alec—. Como con Lilith.

—Eso fue lo primero que pensé. Pero cuando estaba poseído por Lilith era como un robot. Repetía lo mismo una y otra vez. Pero éste era Jace. Bromeaba y sonreía como él.

—Quizá sufra el síndrome de Estocolmo —aportó Simon—. Ya sabes, cuando te han lavado el cerebro y empiezas a apreciar a quien te ha capturado.

—Se tarda meses en desarrollar el síndrome de Estocolmo —objetó Alec—. ¿Qué aspecto tenía? ¿Herido o enfermo de alguna manera? ¿Los puedes describir?

No era la primera vez que le preguntaba eso. El viento hizo volar hojas muertas entre sus pies mientras Clary les volvía a contar cómo había visto a Jace: animado y sano. A Sebastian también. Habían parecido totalmente tranquilos. La ropa de Jace estaba limpia, y era elegante y corriente. Su hermano llevaba una larga parka negra que parecía cara.

—Como un maldito anuncio de Burberry —soltó Simon cuando ella acabó.

Isabelle lo miró.

—Tal vez Jace tenga un plan —sugirió—. Quizá esté engañando a Sebastian, tratando de ganar su confianza o averiguar cuáles son sus planes.

—Pero si estuviera haciendo eso, habría encontrado la manera de decírnoslo —replicó Alec—. No nos dejaría aquí, temiendo por él. Resulta demasiado cruel.

—A no ser que no pueda arriesgarse a enviar un mensaje. Debe de creer que confiaremos en él. Y confiamos en él. —Isabelle alzó la voz, y se rodeó con los brazos, estremeciéndose.

Los árboles que flanqueaban el camino de gravilla en el que se hallaban entrechocaron las ramas desnudas.

—Quizá deberíamos decírselo a la Clave —sugirió Clary, y oyó su propia voz como si le llegara de lejos—. Esto… No sé cómo podemos ocuparnos de esto nosotros solos.

—No podemos decírselo a la Clave —replicó Isabelle con voz dura.

—¿Por qué no?

—Si creen que Jace está cooperando con Sebastian, la orden será matarlos en cuanto los localicen —explicó Alec—. Es la Ley.

—¿Aunque Isabelle tenga razón? ¿Incluso si Jace sólo le está siguiendo el juego a Sebastian? —preguntó Simon, con una nota de duda en la voz—. ¿Tratando de ganar su confianza para obtener información?

—No hay manera de demostrarlo. Y si dijéramos que eso es lo que está haciendo, y de alguna manera Sebastian se enterase, lo mataría —contestó Alec—. Si Jace está poseído, la Clave lo matará. No podemos decirles nada. —Su voz sonaba dura. Clary lo miró sorprendida; por lo general, Alec era el que siempre quería seguir las normas.

—Estamos hablando de Sebastian —añadió Izzy—. No hay nadie a quien la Clave odie más, excepto Valentine, y está muerto. Pero casi todo el mundo conoce a alguien que murió en la Guerra Mortal, y Sebastian fue quien logró bajar las salvaguardas.

Clary arañó la gravilla del suelo con una de las deportivas. Toda esa situación parecía un sueño, como si fuera a despertarse en cualquier momento.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora?