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—Hablemos con Magnus, a ver si él tiene alguna información. —Alec tiró de la punta del fular—. No dirá nada al Consejo, no si yo se lo pido.

—Más le vale no hacerlo —replicó Isabelle indignada—. Si no, será el peor de los novios.

—He dicho que no lo hará…

—¿Ahora sirve de algo? —intervino Simon—. Me refiero a lo de ir a ver a la reina Seelie. Ya que sabemos que Jace está poseído, o quizá escondido por alguna razón…

—No dejes de asistir a una cita con la reina Seelie —afirmó Isabelle con firmeza—. Al menos si valoras tu piel tal y como es.

—Pero sólo se quedará los anillos y no nos dirá nada —replicó Simon—. Ahora ya sabemos más. Y tenemos otras preguntas que hacerle. Pero no las responderá. Sólo responderá a las que ya le hicimos. Así es como funcionan las hadas. No hacen favores. No es como si nos fuera a dejar hablar con Magnus y volver más tarde.

—No importa. —Clary se frotó el rostro con las manos. Estaban secas. En algún momento, las lágrimas habían dejado de caerle, por suerte. No quería enfrentarse a la reina con cara de haber llorado a moco tendido—. No llegué a coger los anillos.

Isabelle parpadeó sorprendida.

—¿Qué?

—Cuando vi a Jace y a Sebastian, me quedé tan hecha polvo que salí corriendo del Instituto y me trasladé en Portal hasta aquí.

—Bueno, entonces no podemos ir a ver a la reina —dijo Alec—. Si no has hecho lo que te había dicho que hicieras, se pondrá furiosa.

—Más que furiosa —añadió Isabelle—. Ya viste lo que le hizo a Alec la última vez que estuvimos en la corte. Y eso sólo fue un glamour. Probablemente te convierta en una langosta o algo así.

—Ella ya lo sabía —aseguro Clary—. Me dijo: «Cuando lo encuentres, puede que no sea exactamente como lo dejaste». —La voz de la reina Seelie le resonó en la cabeza. Se estremeció. Comprendía por qué Simon odiaba tanto a las hadas. Éstas siempre decían las palabras justas para que se te quedaran clavadas en la cabeza como una astilla, dolorosa e imposible de olvidar o extraer—. Sólo está jugando con nosotros. Quiere esos anillos, pero no creo que nos vaya a ayudar de verdad.

—De acuerdo —dijo Isabelle, algo dudosa—. Pero si sabía todo eso, quizá sepa más. ¿Y quién puede ayudarnos sino ella, ya que no podemos acudir a la Clave?

—Magnus —contestó Clary—. Lleva todo este tiempo tratando de descifrar el hechizo de Lilith. Quizá si le cuento lo que vi, eso ayude.

Simon puso los ojos en blanco.

—Pues qué bien que conozcamos a la persona que sale con Magnus —comentó—. Porque si no, tengo la sensación de que nos quedaríamos colgados pensando qué diablos hacer ahora. O tendríamos que conseguir el dinero para pagar a Magnus vendiendo limonada.

Alec sólo pareció un poco irritado por ese comentario.

—La única forma en que podríamos conseguir dinero suficiente para pagarle vendiendo limonada sería si le pusiéramos anfetas dentro.

—Es una forma de hablar. Todos sabemos muy bien que tu novio es muy caro. Me gustaría que no tuviéramos que recurrir a él siempre que tenemos un problema.

—Él piensa igual —repuso Alec—. Hoy Magnus tiene algo que hacer, pero hablaré con él esta noche, y nos podremos reunir todos con él mañana por la mañana en su piso.

Clary asintió. No podía ni imaginarse levantándose a la mañana siguiente. Sabía que cuanto antes hablaran con el brujo, mejor, pero se sentía agotada y sin fuerzas, como si hubiera derramado litros de su sangre en el suelo de la biblioteca del Instituto.

Isabelle se había acercado a Simon.

—Supongo que eso nos deja libre el resto de la tarde. ¿Vamos a Taki’s? Sirven tu sangre.

Simon miró a Clary, preocupado.

—¿Quieres venir?

—No, no pasa nada. Cogeré un taxi para volver a Williamsburg. Debería pasar un rato con mi madre. Todo este lío con Sebastian ya la tiene hecha polvo, y ahora…

El cabello negro de Isabelle voló al viento cuando sacudió la cabeza de un lado al otro.

—No le puedes contar lo que has visto. Luke está en el Consejo. No podría ocultárselo, y no puedes pedirle a ella que no se lo cuente a él.

—Lo sé. —Clary contempló las tres miradas ansiosas clavadas en ella.

«¿Cómo ha pasado esto?», pensó. Ella, que nunca había tenido secretos para Jocelyn, al menos no secretos serios, estaba a punto de ir a casa y ocultar algo muy importante a su madre y a Luke, algo de lo que sólo podía hablar con gente como Alec, Isabelle Lightwood y Magnus Bane; gente que seis meses atrás ni siquiera sabía que existieran. Era bien raro cómo el mundo podía girar en su eje, y todo en lo que habías confiado podía cambiar un instante.

Al menos, aún tenía a Simon. El constante y permanente Simon. Lo besó en la mejilla, se despidió de los otros con la mano y se volvió para marcharse, sabiendo que los tres la observaban preocupados mientras cruzaba el parque, con las últimas hojas muertas crujiendo bajo sus pies como si fueran pequeños huesecillos.

Alec había mentido. No era Magnus el que tenía planes aquella tarde. Era él.

Era consciente de que lo que estaba haciendo era un error, pero no podía evitarlo. Era como una droga: necesitaba saber más. Y en ese momento, ahí estaba, bajo tierra, sujetando su luz mágica y preguntándose qué diablos estaba haciendo.

Como todas las estaciones de metro de Nueva York, aquélla olía a óxido y agua, a metal y descomposición. Pero a diferencia de todas las otras estaciones en las que Alec había estado, aquella resultaba inquietantemente silenciosa. Aparte de las marcas del daño causado por el agua, las paredes y el andén estaban limpios. Techos arqueados de los que colgaba alguna que otra ornada lámpara se cernían sobre él, con diseños de baldosines verdes. Los azulejos que formaban el nombre en la pared decían «CITY HALL» en letras mayúsculas.

La estación de metro de City Hall estaba fuera de servicio desde 1945, aunque la ciudad aún la mantenía como un hito; el tren número 6 pasaba a veces por ella, para cambiar de sentido, pero nunca había nadie en ese andén. Para llegar allí, Alec se había arrastrado por una trampilla rodeada de cerezos silvestres que daba al City Hall Park, y había tenido que saltar una altura que seguramente le habría roto las piernas a una persona normal. Y ahí estaba él, respirando aquel aire cargado de polvo mientras se le aceleraba el corazón.

Ahí era donde le había conducido la carta que el siervo del vampiro le había entregado en el vestíbulo de Magnus. Al principio había decidido que nunca usaría esa información, pero no había sido capaz de tirar la carta. Había hecho una bola con ella y se la había metido en el bolsillo de los vaqueros, pero durante todo el día, incluso en Central Park, le había estado reconcomiendo por dentro.

Era como todo el problema con Magnus. No podía evitar estar preocupado, de la misma forma que alguien se toquetea un diente infectado, sabiendo que sólo empeorará la situación, pero sin ser capaz de parar. Magnus no había hecho nada malo. Él no tenía la culpa de tener cientos de años y haberse enamorado ya antes. De todos modos, eso corroía la tranquilidad de espíritu de Alec. Y en ese momento, sabiendo más, pero también menos, sobre la situación de Jace que el día anterior… era demasiado para él. Tenía que hablar con alguien, ir a alguna parte, hacer algo.

Por eso estaba allí. Y allí estaba también ella, de eso estaba seguro. Recorrió lentamente el andén. El techo arqueado acababa en una claraboya que dejaba entrar la luz del parque, de la que radiaban cuatro líneas de azulejos como las patas de una araña. Al fondo del andén había una corta escalera que se perdía en la oscuridad. Alec pudo detectar un glamour: cualquier mundano vería una pared de cemento, pero él veía una puerta abierta. En silencio, comenzó a subir la escalera.

Llegó a una sala oscura de techo bajo. Una claraboya de vidrio del color amatista dejaba entrar algo de luz. En un rincón oscuro había un elegante sofá de terciopelo con un respaldo arqueado y dorado, y sobre el sofá se encontraba Camille.