Era tan hermosa como Alec la recordaba, aunque la primera vez que la había visto ella no estaba en su mejor momento, sucia y encadenada a una tubería en un edificio en construcción. En esta ocasión llevaba un traje negro con zapatos rojos de tacón, y el cabello le caía sobre los hombros en ondas y rizos. Tenía un libro sobre el regazo: La Place de l’Étoile, de Patrick Modiano. Alex sabía suficiente francés para poder traducir el título: «La Plaza de la Estrella».
Camille miró a Alec como si hubiera estado esperándolo.
—Hola, Camille —saludó él.
Ella parpadeó lentamente.
—Alexander Lightwood —dijo ella—. He reconocido tus pasos en la escalera.
Ella se llevó el dorso de la mano a la mejilla y le sonrió. Había algo distante en esa sonrisa. Tenía toda la calidez del polvo.
—Supongo que no tienes ningún mensaje para mí de Magnus.
Alec no contestó.
—No, claro que no —prosiguió ella—. Qué tonta soy. Como si él supiera dónde estás.
—¿Y cómo has sabido que era yo? —preguntó Alec—. En la escalera.
—Eres un Lightwood —contestó ella—. Tu familia no se rinde nunca. Sabía que, después de lo que te dije aquella noche, no podrías dejar de pensar.
—No hace falta que me recuerdes lo que me prometiste. ¿O estabas mintiendo?
—Aquella noche habría dicho cualquier cosa para que me dejaran libre —repuso ella—. Pero no mentía. —Se inclinó hacia delante, con ojos brillantes y oscuros al mismo tiempo—. Eres un nefilim, de la Clave y del Consejo. Mi cabeza tiene un precio por haber asesinado a cazadores de sombras. Pero ya sé que no has venido para entregarme. Quieres respuestas.
—Quiero saber dónde está Jace —replicó Alec.
—Quieres saberlo —dijo Camille—, pero también sabes que no hay ninguna razón para que yo tenga esa respuesta, y no la tengo. Te lo diría si lo supiera. Sé que se lo llevó el hijo de Lilith, y no tengo ningún motivo para sentir ninguna lealtad hacia ella. Ya no está. Sé que ha habido patrullas buscándome, para descubrir lo que puedo saber. Te lo diré ahora: no sé nada. Te diría dónde está tu amigo si lo supiera. No tengo ninguna razón para poner a los nefilim aún más en mi contra. —Se pasó la mano por el espeso cabello rubio—. Pero no estás aquí por eso. Admítelo, Alexander.
Alec notó que se le aceleraba la respiración. Había pensado en ese momento, despierto durante la noche junto a Magnus, escuchando respirar al brujo, oyendo sus propias inhalaciones, contándolas. Cada una más cerca de envejecer y morir. Cada noche acercándolo al final de todo.
—Dijiste que conocías un modo de hacerme inmortal —dijo Alec—. Dijiste que sabías la manera de que Magnus y yo pudiéramos estar juntos para siempre.
—Lo dije, ¿verdad? Qué interesante.
—Quiero que me la digas ahora.
—Y lo haré —repuso ella, mientras dejaba el libro—. Por un precio.
—Sin precio —replicó Alec—. Yo te liberé. Ahora me dirás lo que quiero saber. O te entregaré a la Clave. Te encadenarán en el tejado del Instituto a esperar el amanecer.
Los ojos de Camille eran duros y secos.
—No me gustan las amenazas.
—Entonces, dame lo que quiero.
Camille se puso en pie y se pasó las manos por la chaqueta para sacarse las arrugas.
—Ven y cógemelo, cazador de sombras.
Fue como si toda la frustración, el pánico y la desesperación de los últimos días estallaran dentro de Alec. Saltó hacia Camille justo cuando ella iba a por él, con los colmillos extendidos.
Alec tuvo el tiempo justo para sacar el cuchillo serafín del cinturón antes de que ella le alcanzara. Alec ya había luchado contra vampiros antes; su velocidad y su fuerza eran impresionantes. Era como luchar contra el vórtice de un tornado. Se tiró hacia un lado, rodó hasta ponerse en pie y, de una patada, le tiró una escalera de mano caída, que la detuvo el instante suficiente para que él alzara el cuchillo.
—Nuriel —susurró.
La luz del cuchillo serafín se alzó como una estrella. Camille vaciló, pero luego volvió a saltar sobre él. Le atacó, rasgándole la mejilla y el hombro con sus largas uñas. Alec notó el calor y la humedad de la sangre. Se volvió en redondo y le lanzó un tajo, pero ella se alzó en el aire y aterrizó fuera de su alcance, riendo y burlándose de él.
Alec corrió por la escalera que daba al andén. Ella corrió tras él; él la esquivó apartándose hacia un lado, se volvió, tomó impulso contra la pared y saltó hacia ella en el momento en que ella caía. Chocaron en el aire, ella gritando y arañándolo; él, agarrándole con fuerza el brazo, incluso cuando se estrellaron contra el suelo y casi se quedó sin aliento. Mantenerla en el suelo era la clave para ganar la pelea, y en silencio le dio gracias a Jace, que le había hecho practicar las volteretas una y otra vez en la sala de entrenamiento hasta que pudo emplear casi cualquier superficie para lanzarse al aire al menos por un instante o dos.
Él trató de alcanzarla con el cuchillo serafín mientras rodaban por el suelo, y ella paró los golpes con facilidad, moviéndose con una rapidez que la desdibujaba. Le golpeó con los tacones de aguja y le clavó las afiladas puntas en las piernas. Alec hizo una mueca y maldijo, y ella respondió con un impresionante torrente de obscenidades relacionadas con la vida sexual de Alec con Magnus y con su propia vida sexual con Magnus; tal vez habría habido más de no haber alcanzado el centro de la sala, donde la claraboya filtraba desde lo alto un círculo de luz hasta el suelo. Alec cogió a Camille por la muñeca y la obligó a meter la mano bajo la luz.
Camille gritó cuando enormes ampollas comenzaron a aparecerle en la piel. Alec notó el calor que manaba de la mano achicharrada de la chica. Con los dedos entrelazados, él le subió la mano, de nuevo hacia las sombras. Ella rugió y trató de morderle. Alec le dio un codazo en la boca y le partió el labio. Su sangre de vampiro, de un rojo brillante, más brillante que la sangre humana, le goteó desde la comisura.
—¿Tienes bastante? —gruñó Alec—. ¿Quieres más?
Comenzó a bajarle de nuevo la mano hacia la luz. Ya había empezado a sanarle, y la piel roja y ampollada estaba pasando a rosada.
—¡No! —exclamó ella casi sin voz, tosió y comenzó a temblar, con todo el cuerpo sacudiéndosele. Pasado un momento, Alec se dio cuenta de que Camille estaba riendo, riéndose de él a través de la sangre—. Eso me ha hecho sentirme viva, pequeño nefilim. Una buena pelea como ésta; debería darte las gracias.
—Agradécemelo dándome la respuesta a mi pregunta —repuso Alec, jadeando—. O te convertiré en cenizas. Estoy harto de tus juegos.
Ella esbozó una sonrisa. Los cortes ya se le habían curado, aunque aún tenía sangre en la cara.
—No hay ninguna manera de hacerte inmortal. No sin utilizar magia negra o convertirte en un vampiro, y tú has rechazado ambas opciones.
—Pero dijiste… dijiste que había otra forma de que estuviéramos juntos…
—Oh, y la hay. —Los ojos le bailaron—. Quizá no puedas conseguir la inmortalidad, pequeño nefilim, al menos no en términos que te resulten aceptables. Pero puedes quitársela a Magnus.
Clary se hallaba sentada en el dormitorio de casa de Luke, con una pluma en la mano y una hoja de papel sobre el escritorio que tenía delante. El sol se había puesto, y la luz de la mesa estaba encendida, brillando sobre la runa que acababa de comenzar.
Había empezado a verla en el tren hacia casa, mientras miraba al vacío a través de la ventana. No era nada que hubiera existido nunca, y había corrido a casa desde la estación mientras la imagen seguía fresca en su memoria; había esquivado las preguntas de su madre, se había encerrado en su habitación y había cogido lápiz y papel…
Llamaron a la puerta. Clary metió en seguida el papel en el que estaba dibujando bajo una hoja blanca cuando su madre ya entraba en la habitación.