—Lo sé, lo sé —dijo Jocelyn mientras alzaba la mano para detener las protestas de su hija—. Quieres que te dejen sola. Pero Luke ha hecho la cena y deberías comer algo.
Clary echó una mirada a su madre.
—Y tú también —repuso ella.
Jocelyn, al igual que su hija, era dada a perder el apetito cuando estaba preocupada, y el rostro se le hundía. Debería estar preparando su luna de miel, haciendo las maletas para ir a algún lugar hermoso y lejano. En vez de eso, su boda se había pospuesto indefinidamente, y Clary la oía llorar por las noches. La chica conocía ese llanto, nacido de la rabia y la culpa, un llanto que decía: «Todo esto es por mi culpa».
—Comeré si tú lo haces —dijo Jocelyn, obligándose a sonreír—. Luke ha preparado pasta.
Clary se volvió en la silla, inclinando el cuerpo de forma deliberada para que su madre no pudiera ver el escritorio.
—Mamá. Quería preguntarte algo.
—¿Qué?
Clary mordisqueó la punta del lápiz, una mala costumbre que tenía desde que había comenzado a dibujar.
—Cuando estaba en la Ciudad Silenciosa con Jace, los Hermanos me dijeron que cuando nace un cazador de sombras se realiza una ceremonia, para protegerle. Que las Hermanas de Hierro y los Hermanos Silenciosos tienen que realizarla. Y me preguntaba…
—Si realizaron esa ceremonia para ti.
Clary asintió.
Jocelyn suspiró y se pasó las manos por el cabello.
—La hicieron —contestó—. Lo arreglé por medio de Magnus. Un Hermano Silencioso estuvo presente, alguien que había jurado mantenerlo en secreto, y una bruja sustituyó a la Hermana de Hierro. Yo casi no quise hacerlo. No quería pensar que pudieras correr peligro con lo sobrenatural después de haberte escondido con tanto cuidado. Pero Magnus me convenció, y tenía razón.
Clary la miró con curiosidad.
—¿Quién era la bruja?
—¡Jocelyn! —llamó Luke desde la cocina—. ¡El agua se está derramando!
Jocelyn le dio un rápido beso a Clary en la coronilla.
—Perdona. Una emergencia culinaria. ¿Te veo en cinco minutos?
Clary asintió mientras su madre salía corriendo de la habitación, y luego volvió a sentarse. La runa que había estado creando seguía allí, rondándole por el borde de la conciencia. Comenzó a dibujar de nuevo y completó el dibujo que había empezado. Cuando acabó, se recostó en la silla y miró lo que había hecho. Se parecía un poco a la runa de apertura, pero no era la misma. Era un dibujo tan simple como una cruz y tan nuevo en el mundo como un recién nacido. Contenía una dormida amenaza, la sensación de que había nacido de su ira, culpa y rabia impotente.
Era una runa de gran poder. Pero aunque ella sabía exactamente lo que significaba y cómo podía usarse, no se le ocurría ninguna manera en que pudiera serle útil en la situación en que se encontraba. Era como si a uno se le estropeara el coche en una carretera solitaria, buscara en el maletero y sacara triunfalmente un alargo eléctrico en vez de los cables de la batería.
Se sentía como si el propio poder se estuviera riendo de ella. Maldiciendo, tiró el lápiz sobre la mesa y ocultó el rostro entre las manos.
El interior del viejo hospital había sido cuidadosamente blanqueado, lo que les daba un extraño brillo a todas las superficies. La mayoría de las ventanas estaban tapiadas, pero incluso bajo esa tenue luz, la potente visión de Maia podía captar los detalles: el polvillo del yeso en los suelos desnudos de los pasillos, las marcas donde las luces de trabajo habían estado colocadas, trocitos de cables pegados a las paredes con pegotes de pintura, ratones correteando por los rincones oscuros…
Una voz habló a su espalda.
—He registrado el ala este. Nada. Y tú, ¿qué?
Maia se volvió. Jordan estaba allí, con unos vaqueros negros y un jersey negro con la cremallera a medio subir sobre una camiseta verde. Ella negó con la cabeza.
—Tampoco hay nada en el ala oeste. Algunas escaleras bastante hechas polvo. Detalles arquitectónicos bastante bonitos, si te interesan ese tipo de cosas.
Él negó con la cabeza.
—Entonces, vámonos. Este lugar me pone los pelos de punta.
Maia estuvo de acuerdo, aliviada de no haber sido ella quien lo dijera. Caminó junto a Jordan mientras bajaban una escalera cuya barandilla estaba tan cubierta de yeso caído que parecía de nieve. No estaba segura de por qué había aceptado patrullar con él, pero no podía negar que formaban un buen equipo.
Era fácil estar con Jordan. A pesar de lo que había pasado entre ellos justo antes de la desaparición de Jace, Jordan era respetuoso, y se mantenía a distancia sin hacerla sentir incómoda. La luna brilló sobre ambos cuando salieron del hospital en dirección al espacio que se abría ante él. Era un gran edificio de mármol blanco, cuyas ventanas tapiadas parecían ojos. Un árbol torcido, que perdía sus últimas hojas, se inclinaba ante la puerta principal.
—Bueno, eso ha sido una pérdida de tiempo —comentó Jordan.
Maia lo miró. Él contemplaba el viejo hospital naval, y eso era lo que ella prefería. Le gustaba mirar a Jordan cuando él no la miraba. Así podía contemplarle la nuca, la curva de la clavícula bajo el pico de la camiseta, sin sentirse como si él esperara algo de ella por mirarlo.
Cuando lo conoció era un chico con pinta de moderno, todo ángulos y con largas pestañas, pero ahora parecía mayor, con nudillos con cicatrices y músculos marcados bajo su ajustada camiseta verde, cubierta ahora por el jersey. Aún conservaba la piel olivácea que indicaba su ascendencia italiana, y también los ojos de color avellana que ella recordaba, aunque tenían el anillo dorado alrededor de las pupilas, señal de la licantropía. Las mismas pupilas que veía todas las mañanas cuando se miraba al espejo. Las pupilas que ella tenía por culpa de él.
—¿Maia? —Él la miraba, confundido—. ¿Qué opinas?
—Oh. —Ella parpadeó—. Esto, ah… No, no creo que sirva de nada registrar el hospital. Quiero decir, para ser sinceros, no veo por qué nos han enviado aquí. ¿El Astillero de la Marina en Brooklyn? ¿Por qué iba Jace a estar aquí? Tampoco es como si le encantaran los barcos.
La expresión de Jordan pasó de confundida a algo más sombría.
—Cuando los cadáveres acaban en el East River, muchas veces son arrastrados hasta aquí. Al astillero naval.
—¿Crees que estamos buscando un cadáver?
—No lo sé. —Se encogió de hombros mientras comenzaba a caminar. Las botas hacían ruido sobre la hierba seca y áspera—. Es posible que ahora sólo esté buscando porque no me parece bien rendirme.
Su paso era lento, sin prisas; caminaban hombro con hombro, casi tocándose. Maia mantenía los ojos fijos en la silueta de Manhattan al otro lado del río, una acuarela de brillante luz blanca reflejada en el agua. Al acercarse a bahía Wallabout, de poco calado, el arco del puente de Brooklyn comenzó a verse, junto con el rectángulo iluminado del South Street Seaport, al otro lado del río. Olía la contaminada miasma del agua, la suciedad y el diésel del astillero, así como el olor de los animales que se movían entre la hierba.
—No creo que Jace esté muerto —dijo finalmente—. Creo que no quiere que lo encuentren.
Jordan la miró.
—¿Estás diciendo que no deberíamos buscarlo?
—No. —Maia dudó un instante. Habían llegado al río, cerca de un muro bajo; ella fue pasando la mano por encima mientras caminaban. Entre ellos y el agua había una estrecha franja de asfalto—. Cuando me escapé y vine a Nueva York, no quería que me encontraran. Pero me habría gustado saber que alguien me estaba buscando con tanto interés como el que ponemos todos buscando a Jace.
—¿Te gusta Jace? —La voz de Jordan era neutra.
—¿Gustarme? Bueno, no de esa manera.
Jordan se echó a reír.
—No me refería a eso. Aunque, al parecer, se le considera súper atractivo.
—¿Me vas a soltar el rollo de chico hetero en el que finges que no puedes decir si otros tíos son atractivos o no? ¿Que Jace y el tipo peludo de la tienda de la calle Novena son iguales para ti?