Clary ahogó un grito sobresaltado. Jace, su Jace, nunca la había mirado así. La había mirado con deseo, pero no con esa mirada perezosa, depredadora y absorbente que hizo que el corazón le saltara de forma irregular dentro del pecho.
Abrió la boca, aunque no estaba segura si para decir su nombre o para gritar, nunca lo llegó a descubrir; Jace se movió tan rápido que ni lo vio. En un momento estaba a su lado, y al siguiente estaba sobre ella, tapándole la boca con una mano. Tenía las piernas a horcajadas sobre las caderas de Clary, y ésta pudo notar su musculoso cuerpo contra sí.
—No voy a hacerte daño —dijo él—. Nunca te haría daño. Pero no quiero que grites. Tengo que hablar contigo.
Ella lo miró enfadada.
Para su sorpresa, él se echó a reír. Su conocida risa, apagada en un susurro.
—Puedo interpretar tu expresión, Clary Fray. En cuanto te saque la mano de la boca, vas a gritar. O a emplear tu entrenamiento para romperme la muñeca. Va, prométeme que no lo harás. Júralo por el Ángel.
Esa vez, ella puso los ojos en blanco.
—Vale, tienes razón —continuó él—. No puedes jurar con mi mano sobre la boca. La voy a sacar. Y si gritas… —Inclinó la cabeza hacia un lado; un mechón rubio pálido le cayó sobre los ojos—. Desapareceré.
Jace apartó la mano. Clary se quedó quieta, respirando pesadamente, con la presión del cuerpo de él sobre el suyo. Sabía que él era más rápido que ella, que no podía hacer ningún movimiento sin que él se le adelantara, pero por el momento, Jace parecía estar tomándose aquella situación como un juego, algo divertido. Él se inclinó más sobre ella, y ella se dio cuenta de que se le había subido el top, y pudo notar los músculos de su abdomen, duro y plano, contra la piel desnuda. Se sonrojó.
A pesar del calor en el rostro, notaba como si tuviera agujas de hielo corriéndole por las venas.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Él se apartó un poco, con cara de decepción.
—Ésa no es exactamente la respuesta a mi pregunta, ¿sabes? Esperaba más bien un «Coro de Aleluyas». Bueno, no todos los días tu novio regresa de los muertos.
—Ya sabía que no estabas muerto —dijo ella con labios adormecidos—. Te vi en la biblioteca. Con…
—¿El coronel Mustard?
—Sebastian.
Él soltó una risita.
—Sabía que estabas allí. Lo notaba.
Ella se tensó.
—Me has dejado creer que te habías ido —dijo—. Antes de eso. Pensaba que… de verdad que pensé que existía la posibilidad de que estuvieras… —Se cortó; no podía decirlo. «Muerto»—. Es imperdonable. Si te lo hubiera hecho yo…
—Clary. —Él se inclinó de nuevo sobre ella; la chica notó el calor de sus manos en las muñecas, su aliento en la oreja. Podía notar todos los puntos en que se tocaban sus pieles desnudas. Le hacía perder la concentración de una manera horrible—. Tuve que hacerlo. Era demasiado peligroso. Si te lo hubiera dicho, tendrías que haber escogido entre explicarle al Consejo que estaba vivo y dejar que me persiguieran, o guardar un secreto que te convertiría en mi cómplice a sus ojos. Luego, cuando me viste en la biblioteca, tuve que esperar. Tenía que saber si aún me amabas, si irías al Consejo a explicarle lo que habías visto o no. No lo has hecho. Tenía que saber que yo te importaba más que la Ley. Y así es, ¿no es cierto?
—No lo sé —susurró ella—. No lo sé. ¿Quién eres?
—Sigo siendo Jace —contestó él—. Y aún te amo.
Los ojos de Clary se llenaron de lágrimas ardientes. Parpadeó, y le cayeron por las mejillas. Con ternura, Jace bajó la cabeza y le besó las mejillas y luego en la boca. Clary notó el sabor de sus propias lágrimas, la sal en los labios de él. Jace le abrió la boca con la suya, con cuidado, despacio. El conocido sabor y la sensación de tenerlo cerca la invadió, y por un segundo se apretó contra él, perdiendo todas sus dudas en la ceguera del cuerpo, con un reconocimiento irracional de la necesidad de tenerlo cerca, de tenerlo allí… y entonces la puerta del dormitorio se abrió.
Jace la soltó. Al instante, Clary se apartó de él, y se apresuró a bajarse el top. Jace se movió hasta sentarse con una gracia lenta y perezosa, y sonrió a la persona que estaba en la puerta.
—Bueno, bueno —dijo—. Has elegido el peor momento de la historia desde que Napoleón decidió que el pleno invierno era el momento adecuado para invadir Rusia.
Era Sebastian.
De cerca, Clary vio claramente las diferencias en él desde que lo había conocido en Idris. Tenía el cabello blanco como el papel y los ojos eran túneles negros rodeados de pestañas tan largas como las patas de una araña. Llevaba una camisa blanca arremangada, y Clary le pudo ver una cicatriz roja en la muñeca derecha, como un brazalete acanalado. También tenía una cicatriz en la palma de la mano, que parecía nueva y rabiosa.
—Es a mi hermana a la que estás deshonrando ahí, lo sabes —dijo Sebastian, y pasó su negra mirada a Jace. Su expresión era diversión.
—Lo lamento. —Jace no parecía lamentarlo. Estaba apoyado sobre las mantas, como un gato—. Nos hemos dejado llevar.
Clary tragó saliva. Le pareció un sonido áspero.
—Sal de aquí —le ordenó a Sebastian.
Éste se apoyó en el marco de la puerta, con el codo y la cadera, y Clary se quedó parada por el parecido entre los movimientos de Jace y los de él. No se parecían, pero se movían igual. Como si…
Como si la misma persona los hubiera enseñado a moverse.
—Vamos —soltó él—. ¿Es ésa la manera de hablar a tu hermano?
—Magnus debería haberte dejado convertido en perchero —soltó ella.
—Oh, lo recuerdas, ¿verdad? Pensaba que ese día nos lo habíamos pasado muy bien.
Sonrió un poco, con suficiencia, y Clary recordó, mientras el estómago le daba un vuelco, cómo le había llevado a ver los restos de la casa de su madre, cómo la había besado entre las ruinas, sabiendo todo el rato qué eran realmente el uno del otro, y disfrutando de que ella no lo supiera.
Miró a Jace de reojo. Él sabía perfectamente que Sebastian la había besado. Sebastian se había mofado de él con eso, y Jace casi lo había matado. Pero en ese momento no parecía enfadado, sino divertido, y un poco molesto por la interrupción.
—Deberíamos repetirlo —se burló Sebastian, mirándose las uñas—. Pasar algún tiempo en familia.
—No me importa lo que pienses. No eres mi hermano —replicó Clary—. Eres un asesino.
—No veo que una cosa anule la otra —repuso Sebastian—. No es lo que pensaba nuestro querido padre. —Su mirada se dirigió lentamente hacia Jace—. Por lo general, no querría entrometerme en la vida amorosa de un amigo, pero lo cierto es que no me apetece quedarme en este pasillo indefinidamente. Sobre todo porque no puedo encender la luz. Resulta muy aburrido.
Jace se sentó y se tiró de la camiseta.
—Danos cinco minutos.
Sebastian exhaló un suspiro exagerado y cerró la puerta.
Clary miró a Jace.
—Pero ¿qué c…?
—Ese lenguaje, Fray. —Los ojos de Jace bailaban—. Relájate.
Clary señaló hacia la puerta.
—Ya has oído lo que ha dicho. Sobre el día que me besó. Sabía que yo era su hermana. Jace…
Algo destelló en los ojos de él, oscureciendo su tono dorado, pero cuando volvió a hablar, fue como si las palabras de Clary hubieran chocado contra un superficie de teflón y hubieran rebotado, sin causar ninguna impresión.
La chica se apartó de él.
—Jace, ¿estás escuchando algo de lo que te digo?
—Mira, entiendo que te sientas incómoda con tu hermano esperando en el pasillo. Yo no había planeado besarte. —Sonrió de una manera que, en otro momento, ella habría encontrado adorable—. Pero me dejé llevar.
Clary salió de la cama a toda prisa, mirándolo enfadada. Cogió la bata que colgaba junto a la cama y se la puso. Jace la observó, sin hacer nada para detenerla, aunque los ojos le brillaban en la oscuridad.