—No… no entiendo nada. Primero desapareces, y ahora vuelves con él, y actúas como si yo no debiera ni notarlo, o no tuviera que importarme, o ni siquiera recordar…
—Ya te lo he dicho —repuso él—. Tenía que estar seguro de ti. No quería ponerte en la tesitura de saber dónde me encontraba mientras la Clave aún te estaba investigando. Pensé que te sería difícil…
—¿Me sería difícil? —Casi no podía respirar de lo furiosa que estaba—. Los exámenes son difíciles. Las carreras de obstáculos son difíciles. Que desaparecieras así casi me mata, Jace. ¿Y qué crees que le has hecho a Alec? ¿O a Isabelle? ¿Maryse? ¿Sabes cómo ha sido? ¿Puedes imaginártelo? Sin saber, buscándote…
Aquella expresión curiosa volvió a cruzarle el rostro, como si estuviera oyéndola y no oyéndola al mismo tiempo.
—Oh, sí, te lo iba a preguntar. —Sonrió como un ángel—. ¿Todos están buscándome?
—¿Todos están…? —Clary sacudió la cabeza, y se cerró más la bata. De repente, quería estar cubierta ante él, delante de toda esa familiaridad y esa belleza, delante de esa encantadora sonrisa depredadora que decía que él estaba dispuesto a hacer lo que fuera con ella, a ella, sin importar quién estuviera esperando en el pasillo.
—Estaba esperando que pusieran carteles como hacen con los gatos —bromeó él—. «Perdido chico adolescente asombrosamente atractivo. Responde a los nombres de “Jace” o “Tío bueno”.»
—Haré como si no acabaras de decir eso.
—¿No te gusta lo de «Tío bueno»? ¿Crees que «Tiernas mejillas» sería mejor? ¿O «Pastelito amoroso»? La verdad, ese último es rizar un poco el rizo. Aunque… bien mirado…
—Cállate —le dijo ella con furia—. Y sal de aquí.
—Pero… —Pareció perplejo, y ella recordó lo sorprendido que se había quedado fuera de la Mansión, cuando ella le había apartado—. De acuerdo, muy bien. Me pondré serio. Clarissa, estoy aquí porque quiero que vengas conmigo.
—¿Adónde?
—Ven conmigo —insistió, y vaciló un instante—, y con Sebastian. Y te lo explicaré todo.
Por un momento, Clary se quedó helada, con los ojos clavados en los de Jace. La luz plateada de la luna le perfilaba las curvas de la boca, la forma de los pómulos, las sombras de las pestañas, el arco del cuello.
—La última vez que fui contigo a alguna parte, acabé inconsciente y en medio de una ceremonia de magia negra.
—Ése no fui yo. Fue Lilith.
—El Jace Lightwood que conozco no estaría en la misma habitación que Jonathan Morgenstern sin matarle.
—Creo que averiguarás que eso sería luchar contra mí mismo —repuso Jace tranquilamente, mientras se ponía las botas—. Él y yo estamos ligados. Córtale a él y sangro yo.
—¿Ligados? ¿A qué te refieres con «ligados»?
Él se retiró el claro cabello hacia atrás, sin prestar atención a la pregunta.
—Esto es más de lo que puedes comprender, Clary. Tiene un plan. Está dispuesto a trabajar, a sacrificarse. Si me dieras la oportunidad de explicártelo…
—Mató a Max, Jace —le recordó ella—. A tu hermano pequeño.
Él hizo una mueca, y por un momento de loca esperanza, Clary pensó que le había hecho reaccionar, pero su expresión se alisó como al estirar una sábana arrugada.
—Eso fue… fue un accidente. Además, Sebastian también es mi hermano.
—No. —Clary negó con la cabeza—. No es tu hermano. Es el mío. Dios sabe que desearía que no lo fuera. No debería haber nacido nunca…
—¿Cómo puedes decir eso? —quiso saber Jace. Pasó las piernas por el borde de la cama—. ¿Te has parado alguna vez a pensar que igual las cosas no son tan en blanco y negro como crees? —Se agachó para coger el cinturón de las armas y se lo ató—. Hubo una guerra, Clary, y hubo gente que murió, pero… entonces las cosas eran diferentes. Ahora sé que Sebastian nunca haría daño intencionadamente a nadie que yo quiera. Está sirviendo a una gran causa. A veces hay daños colaterales…
—¿Acabas de llamar «daño colateral» a tu propio hermano? —Su voz se alzó en un medio grito de incredulidad. Le costaba respirar.
—Clary, no me estás escuchando. Esto es importante…
—¿Igual que Valentine creía estar haciendo algo importante?
—Valentine se equivocaba —contestó Jace—. Tenía razón en lo de que la Clave era corrupta, pero se equivocaba en cómo arreglar las cosas. Pero Sebastian tiene razón. Si quisieras escucharnos…
—«Escucharnos», en plural —replicó ella—. ¡Dios, Jace…!
Él la contemplaba desde la cama, y aunque Clary sentía que se le estaba rompiendo el corazón, la cabeza le iba a toda velocidad, tratando de recordar dónde había dejado su estela, preguntándose si podría coger el cuchillo X-Acto que estaba en el cajón de la mesilla. Y preguntándose si, en tal caso, sería capaz de usarlo.
—¿Clary? —Jace inclinó la cabeza hacia un lado y le observó el rostro—. Aún… aún me amas, ¿verdad?
—Amo a Jace Lightwood —contestó ella—. No sé quién eres tú.
El rostro de Jace cambió, pero antes de que pudiera decir nada, un grito quebró el silencio. Un grito y el sonido de cristal al romperse.
Clary reconoció la voz al instante. Era su madre.
Sin mirar a Jace, abrió la puerta de golpe y corrió por el pasillo hasta el salón. El salón de la casa de Luke era grande y estaba separado de la cocina por una larga barra. Jocelyn, en pantalones de yoga y una gastada camiseta, con el cabello recogido en un descuidado moño, se hallaba junto a la barra. Era evidente que había ido a la cocina a buscar algo de beber. A sus pies había un vaso hecho añicos, y el agua empapaba la alfombra gris.
Todo el color le había desaparecido del rostro, y se había quedado blanca como la cal. Estaba mirando fijamente al otro lado de la sala, e incluso antes de volver la cabeza, Clary ya supo qué estaba viendo.
A su hijo.
Sebastian estaba apoyado en la pared del salón, cerca de la puerta, sin ninguna expresión en su rostro anguloso. Entrecerró los párpados y miró a Jocelyn a través de las pestañas. Algo en su postura, en su aspecto, podría haber salido de la foto de un Valentine de diecisiete años que Hodge había tenido.
—Jonathan —susurró Jocelyn.
Clary se quedó inmóvil; igual que Jace cuando llegó corriendo por el pasillo, y vio la escena que tenía antes sí y se detuvo de golpe. Jace tenía la mano izquierda sobre el cinturón de las armas; sus delgados dedos estaban a varios centímetro del mango de una de sus dagas; Clary sabía que tardaría menos de un segundo en desenvainarla.
—Ahora me llaman Sebastian —respondió—. Decidí que no me interesaba conservar el nombre que me disteis mi padre y tú. Ambos me habéis traicionado, así que preferiría no tener relación con vosotros.
El agua caída del vaso roto iba formando un círculo oscuro a los pies de Jocelyn, que dio un paso adelante, mirando el rostro de Sebastian con ojos escrutadores.
—Creía que estabas muerto —susurró—. Muerto. Vi tus huesos convertirse en cenizas.
Sebastian la miró con los negros ojos entrecerrados.
—Si fueras una madre de verdad —replicó—, una buena madre, habrías sabido que estaba vivo. Una vez hubo un hombre que dijo que las madres llevaban con ellas durante toda la vida la llave de nuestras almas. Pero tú tiraste la mía.
Jocelyn hizo un sonido gutural. Se apoyaba en la barra para sujetarse. Clary quiso correr hacia ella, pero tenía los pies clavados al suelo. Fuera lo que fuese lo que estuviera sucediendo entre su hermano y su madre, era algo que no tenía nada que ver con ella.
—No me digas que no te alegras al menos un poco de verme, madre —dijo Sebastian, y aunque había un ruego en sus palabras, su tono era neutro—. ¿No soy todo lo que podrías desear en un hijo? —Abrió los brazos—. Fuerte, apuesto y parecido al querido papá.