—Suéltame…
—No. —Jace le pasó el brazo por el costado y le cogió la mano. Sus ojos encontraron los de Clary. Sus labios formaron palabras; se vio un destello plateado, el anillo en el dedo de Sebastian. Y de repente, ambos se habían marchado, habían desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Justo entonces, algo metálico cortó el aire donde habían estado y se clavó en la pared.
El kindjal de Luke.
Clary se volvió para mirar a su madre, que había lanzado el cuchillo. Pero Jocelyn no la miraba. Estaba corriendo al lado de Luke; se arrodilló sobre la ensangrentada moqueta y lo subió a su regazo. El licántropo tenía los ojos cerrados. Le salía sangre por las comisuras de la boca. La daga plateada de Sebastian, llena de sangre, estaba a dos pasos.
—Mamá —susurró Clary—. ¿Está…?
—La daga era de plata. —A Jocelyn le temblaba la voz—. No sanará tan rápido como debería; no sin un tratamiento especial. —Tocó el rostro de Luke con los dedos. Clary vio, aliviada, que el pecho de Luke subía y bajaba, aunque débilmente. Podía notar las lágrimas en la garganta, y por un momento, le asombró la calma de su madre. Pero ésta era la mujer que había estado sobre las cenizas de su hogar, rodeada de los cuerpos calcinados de su familia, incluidos sus padres y su hijo, y había seguido adelante.
—Trae unas toallas del baño —le dijo su madre—. Tenemos que detener la hemorragia.
Clary se puso en pie, tambaleante, y fue casi a ciegas hasta el pequeño cuarto de baño de Luke. Una toalla gris colgaba detrás de la puerta. La cogió y volvió a la sala. Jocelyn sujetaba a Luke sobre su regazo con una mano; en la otra tenía un móvil. Lo dejó caer y cogió la toalla que le tendía su hija. La dobló por la mitad, la colocó sobre la herida de Luke y presionó con fuerza. Clary la observó mientras los bordes de la toalla gris comenzaban a volverse escarlata por la sangre.
—Luke —susurró Clary. Él no se movió. Su rostro tenía un horrible color gris.
—Acabo de llamar a su manada —explicó Jocelyn. No miró a su hija; Clary se dio cuenta de que Jocelyn no le había hecho ni una sola pregunta sobre Jace y Sebastian ni por qué ella y Jace habían salido de su dormitorio, o qué estaban haciendo ellos allí. Ninguna. Estaba totalmente centrada en Luke—. Tiene algunos miembros patrullando la zona. En cuanto lleguen, deberemos marcharnos. Jace volverá a por ti.
—Eso no lo sabes… —comenzó Clary, con un susurro que le salía de la seca garganta.
—Sí que lo sé —replicó Jocelyn—. Valentine vino a por mí después de quince años. Así son los hombres Morgenstern. No se rinden nunca. Volverá a por ti.
«Jace no es Valentine».
Pero Clary no llegó a decirlo. Quería arrodillarse y cogerle la mano a Luke, sujetársela con fuerza, decirle que le quería. Pero recordó las manos de Jace en su dormitorio y no lo hizo. Eso era culpa suya. No se merecía consolar a Luke, o a sí misma. Se merecía el dolor y la culpa.
Se oyeron pasos en el porche y el murmullo de voces. Jocelyn alzó la cabeza. La manada.
—Clary, ve a buscar tus cosas —dijo ella—. Coge lo que creas que necesitarás, pero no más de lo que puedas llevar encima. No vamos a volver a esta casa.
6
Ninguna arma de este mundo
Pequeños copos de una nieve temprana habían comenzado a caer como plumas desde un cielo gris acero mientras Clary y su madre se apresuraban por la Greenpoint Avenue, con la cabeza agachada para protegerse del helado viento que llegaba del East River.
Jocelyn no había dicho ni una palabra desde que habían dejado a Luke en la comisaría abandonada que hacía las veces de cuartel general de la manada. Todo estaba envuelto como en una neblina: la manada entrando a salvar a su líder, el botiquín de curas y Clary y su madre tratando de ver a Luke mientras los lobos parecían cerrar filas contra ellas. Sabía que no lo podían llevar a un hospital mundano, pero había sido duro, más que duro, dejarlo allí, en la habitación blanqueada que les servía de enfermería.
No era que Jocelyn y Clary no les gustasen a los lobos. Simplemente era que la prometida de Luke y su hija no pertenecían a la manada. Nunca pertenecerían a ella. Clary estuvo buscando a Maia, para tener una aliada, pero no estaba allí. Al final, Jocelyn envió a su hija a esperar en el pasillo, porque la sala estaba demasiado abarrotada. Clary se sentó en el suelo, con la mochila en el regazo. Eran las dos de la mañana, y nunca se había sentido más sola. Si Luke moría…
Casi ni recordaba su vida sin él. Gracias a él y a su madre, sabía lo que era ser querida de forma incondicional. Luke alzándola para subirla al tronco de un manzano, en su granja al norte del estado, era uno de sus primeros recuerdos.
En la enfermería, Luke respiraba entonces con dolorosos estertores mientras que su tercero al mando, Bat, abría el botiquín. Clary recordó entonces que se suponía que la gente respiraba con estertores cuando iba a morir. No podía recordar lo último que le había dicho a Luke. ¿No se suponía que se recordaba lo último que se le decía a alguien que se moría?
Cuando por fin Jocelyn salió de la enfermería, agotada, le tendió la mano a Clary y la ayudó a levantarse del suelo.
—¿Está…? —había comenzado Clary.
—Está estable —respondió Jocelyn. Luego miró a un lado y otro del pasillo—. Tenemos que irnos.
—¿Irnos adónde? —Clary estaba anonadada—. Pensaba que nos quedaríamos aquí, con Luke. No quiero dejarlo.
—Yo tampoco. —Jocelyn lo dijo firme, y eso hizo pensar a Clary en la mujer que había dado la espalda a Idris, a todo lo que había conocido, y se había marchado para comenzar una nueva vida sola—. Pero tampoco podemos permitir que Jace y Sebastian vengan aquí. No es seguro para la manada, ni para Luke. Éste es el primer lugar donde Jace te buscaría.
—Entonces, ¿dónde…? —empezó a decir Clary, pero supo la respuesta incluso antes de acabar la frase, y guardó silencio. ¿Adónde iban últimamente si necesitaban ayuda?
En ese momento, una fina capa blanca cubría el agrietado pavimento de la avenida. Jocelyn se había puesto un abrigo largo antes de dejar la casa, pero debajo aún llevaba la ropa manchada con la sangre de Luke. Su boca era firme, y su mirada no se apartaba de la calle que tenía ante ella. Clary se preguntó si su madre se habría marchado así de Idris, con las botas con cenizas enganchadas, ocultando la Copa Mortal bajo el abrigo.
Clary sacudió la cabeza para aclarársela. Se estaba imaginando cosas que no había presenciado; quizá su mente estuviera vagando para alejarse del horror que acababa de contemplar.
Inesperadamente, la imagen de Sebastian clavándole el cuchillo a Luke la invadió, así como el sonido de la querida voz de Jace diciendo: «Daño colateral».
«Porque a menudo sucede con lo que es precioso y está perdido, que al encontrarlo puede que no sea igual que lo que fue.»
La chica se estremeció y se subió la capucha para cubrirse el cabello. Los blancos copos de nieve ya habían comenzado a mezclarse con los mechones rojos. Aún estaban calladas, y la calle, flanqueada de restaurantes polacos y rusos entre barberías y salones de belleza, estaba desierta en la noche blanca y amarilla. Un recuerdo le destelló tras los párpados: uno real esta vez, no un vuelo de la imaginación. Su madre la hacía apresurarse por una calle negra como la noche entre montones de nieve sucia apilada. Un cielo bajo, gris y plomizo…
Había visto esa imagen antes, la primera vez que los Hermanos Silenciosos habían escarbado en su mente. En ese momento se dio cuenta de qué era. La memoria de una vez que su madre la había llevado a casa de Magnus para que le borrara los recuerdos. Debía de ser en pleno invierno, y en su recuerdo reconocía Greenpoint Avenue.
Ahora, el almacén de ladrillo rojo en el que vivía Magnus se alzaba ante ellas. Jocelyn abrió la puerta de vidrio de la entrada, y ambas entraron, Clary tratando de respirar por la boca mientras su madre pulsaba el timbre del mago, una, dos y tres veces. Al final, la puerta se abrió y ellas se apresuraron a subir la escalera.