—¿Que pare de qué?
—De pensar morbosamente en todas las cosas horribles que te van a pasar, o que desearías que te pasaran porque tú estás viva y Jace está… desaparecido. —La voz de Isabelle dio un salto, como un vinilo al saltarse un surco. Nunca hablaba de Jace como si estuviera muerto o incluso ausente; Alec y ella se negaban a pensar siquiera en esa posibilidad. E Isabelle no le había reprochado ni una sola vez que le hubiera ocultado un secreto tan enorme. Durante todo el proceso, Isabelle había sido su defensora más acérrima. La esperaba todos los días en la puerta de la Sala del Consejo, y la cogía del brazo con firmeza mientras pasaban entre los grupos de cazadores de sombras, que la miraban cuchicheantes. La había esperado durante los inacabables interrogatorios del Consejo, lanzando miradas asesinas a cualquiera que se atreviera a mirar mal a Clary. Ésta se había quedado asombrada. Isabelle y ella nunca habían sido demasiado íntimas, ya que ambas eran la clase de chica que se siente más cómoda entre chicos que con otras compañías femeninas. Pero Isabelle no se apartaba de su lado. Clary estaba tan perpleja como agradecida.
—No puedo evitarlo —repuso Clary—. Si me permitieran salir a patrullar, si me permitieran hacer algo… creo que no sería tan malo.
—No lo sé —dijo Isabelle, cautelosa.
Las dos últimas semanas, Alec y ella habían acabado agotados y con el rostro ceniciento después de patrullar y buscar durante dieciséis horas diarias. Cuando Clary descubrió que le habían prohibido patrullar o buscar a Jace hasta que el Consejo decidiera qué hacerle por haberlo traído de vuelta de entre los muertos, dio tal patada a la puerta de su habitación que le hizo un agujero.
—A veces da la sensación de que todo es tan fútil —añadió Isabelle.
El hielo se fue quebrando por las venas de Clary.
—¿Significa eso que crees que está muerto?
—No, no lo creo. Lo que quiero decir es que pienso que seguro que ya no están en Nueva York.
—Pero también están patrullando por otras ciudades, ¿verdad? —Clary se llevó la mano al cuello, olvidando que ya no tenía allí el anillo Morgenstern. Magnus seguía tratando de rastrear a Jace, aunque todavía no había tenido ningún éxito.
—Claro que sí. —Isabelle alargó la mano con curiosidad y tocó la delicada campanita de plata que le colgaba a Clary alrededor del cuello, en lugar del anillo—. ¿Qué es esto?
Clary vaciló. La campanita había sido un regalo de la reina Seelie. No, eso no era exactamente así. La reina de las hadas no hacía regalos. La campanita era para indicar a la reina Seelie que Clary necesitaba su ayuda. Clary había notado que la mano se le iba hacia ella cada vez más a menudo a medida que pasaban los días sin encontrar ningún rastro de Jace. Lo único que la detenía era saber que la reina Seelie nunca daba nada sin esperar algo terrible a cambio.
Antes de que Clary pudiera contestar, la puerta se abrió. Ambas chicas se irguieron, tiesas como un palo; Clary aferraba uno de los cojines rosa de Izzy con tanta fuerza que la pedrería que lo cubría se le clavó en la piel de las palmas.
—Hola. —Un chico delgado entró en el cuarto y cerró la puerta. Era Alec, el hermano mayor de Isabelle, vestido con el traje del Consejo: un hábito negro estampado con runas plateadas, que en ese momento llevaba abierto sobre unos vaqueros y una camiseta negra de manga larga. Tenía el cabello negro y liso como su hermana, pero lo llevaba más corto, justo sobre la altura de la nuca. Apretaba los labios en una fina línea.
A Clary comenzó a latirle el corazón con fuerza. Alec no parecía contento. Fueran cuales fuesen las noticias, no parecían buenas.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Isabelle en voz baja—. ¿Cuál es el veredicto?
Alec se sentó a horcajadas en la silla que había ante el tocador; al revés, para mirarlas sobre el respaldo. En otro momento habría sido cómico: Alec era muy alto, con las piernas largas de un bailarín, y el modo en que se tenía que plegar sobre la silla la hacía parecer un mueble de una casa de muñecas.
—Clary —contestó por fin—. Jia Penhallow ha presentado el veredicto. Se considera que no has cometido ningún delito. No has transgredido ninguna Ley, y Jia cree que ya estás recibiendo suficiente castigo.
Isabelle soltó un suspiro bien sonoro y sonrió. Por un momento, la sensación de alivio atravesó la capa de hielo que cubría las emociones de Clary. No la iban a castigar, a encerrarla en la Ciudad Silenciosa, atrapada en alguna parte donde no podría ayudar a Jace. Luke, que como representante de los licántropos en el Consejo, había estado presente para el veredicto, había prometido llamar a Jocelyn en cuanto acabara la reunión, pero de todas formas, Clary cogió su móviclass="underline" la idea de darle a su madre buenas noticias para variar era demasiado tentadora.
—Clary —dijo Alec mientras ella abría la tapa del móvil—. Espera.
Clary lo miró. Su expresión seguía siendo tan seria como la de un enterrador. Un repentino mal presentimiento le hizo volver a dejar el teléfono sobre la cama.
—Alec, ¿qué pasa?
—No ha sido por tu veredicto que el Consejo ha tardado tanto —explicó Alec—. Fue por otro asunto que había que discutir.
El hielo había vuelto. Clary se estremeció.
—¿Jace?
—No exactamente. —Alec se inclinó hacia ella y cerró las manos sobre el respaldo de la silla—. Esta mañana a primera hora ha llegado un informe desde el Instituto de Moscú. Durante el día de ayer, destrozaron las salvaguardas de la isla de Wrangel. Han enviado un equipo de reparación, pero tener unas salvaguardas tan importantes inutilizadas durante tanto tiempo… es una prioridad para el Consejo.
Las salvaguardas servían, según Clary entendía, como una especie de sistema de vallas mágicas, y rodeaban la Tierra; las habían colocado la primera generación de cazadores de sombras. Los demonios las podían traspasar, pero no con facilidad, y mantenían fuera a la gran mayoría de ellos, lo que evitaba que el mundo sufriera una invasión masiva de demonios. Clary recordaba algo que Jace le había dicho una vez; ahora parecía que hacía una eternidad: «Solía haber sólo pequeñas invasiones de demonios en este mundo, fáciles de contener. Pero cada vez más y más demonios se han ido colando por las salvaguardas».
—Bueno, es una pena —repuso Clary—, pero no entiendo qué tiene que ver con…
—La Clave tiene sus prioridades —la interrumpió Alec—. Buscar a Jace y a Sebastian había sido la principal prioridad durante las últimas dos semanas. Pero lo han registrado todo, y no hay señal de ellos en ningún antro de los subterráneos. Ninguno de los hechizos de rastreo de Magnus ha dado resultado. Elodie, la mujer que crió al verdadero Sebastian Verlac, confirmó que nadie se ha puesto en contacto con ella. De todas formas, eso era bastante improbable. Ningún espía ha informado de actividad inusual entre los miembros conocidos del antiguo Círculo de Valentine. Y los Hermanos Silenciosos no han podido determinar exactamente qué se suponía que debía provocar el ritual que Lilith llevó a cabo, o si tuvo éxito. El consenso general es que Sebastian, aunque le llaman Jonathan cuando hablan de él, raptó a Jace, pero eso no es nada que no supiéramos ya.
—¿Y entonces? —preguntó Isabelle—. ¿Qué significa eso? ¿Más búsquedas? ¿Más patrullas?
Alec negó con la cabeza.
—No están hablando de ampliar la búsqueda —explicó—. Le están restando prioridad. Han pasado dos semanas y no se ha encontrado nada. Los grupos enviados especialmente desde Idris volverán a casa. La situación con la salvaguarda es la prioritaria ahora. Por no hablar de que el Consejo ha estado en medio de delicadas negociaciones, poniendo al día las Leyes para adaptarlas a la nueva composición del Consejo, nombrando un nuevo Cónsul y un nuevo Inquisidor, decidiendo el diferente trato que se les dará a los subterráneos… No quieren perder el hilo de todo eso.