—¿Lo sabe la Clave? —preguntó Isabelle al instante—. No se lo han dicho a la Clave, ¿verdad?
—Aún no —contestó Maia.
—Lo descubrirán —repuso Izzy—. Toda la manada lo sabe. Alguien se lo dirá. Y luego habrá una persecución a muerte. Lo matarán sólo para matar a Sebastian. De cualquier forma lo matarán. —Se pasó las manos por el cabello negro—. Quiero ver a Alec.
—Bien, me alegro —dijo Maia—. Porque después de que Magnus me llamara, me ha enviado un mensaje de texto. Decía que le daba la sensación de que estarías aquí, y que tenía un mensaje para ti. Quiere que vayas inmediatamente a su apartamento de Brooklyn.
Estaba helando; hacía tanto frío que hasta la runa thermis que se había dibujado y la fina parka que había cogido del armario de Simon no hacían mucho para evitar que Isabelle estuviera temblando cuando abrió la puerta del edificio donde se encontraba el apartamento de Magnus y entró.
Después de que le abrieran la otra puerta, se dirigió hacia arriba, rozando con la mano la astillada barandilla. En parte quería correr escaleras arriba, sabiendo que Alec estaba allí y que entendería cómo se sentía. Por otro lado, la parte que había ocultado el secreto de sus padres a sus hermanos durante toda la vida, quería acurrucarse en el descansillo y quedarse sola con su desgracia. Ésa era la parte de ella que odiaba confiar en nadie (porque ¿acaso no iban a acabar decepcionándola?), y se sentía orgullosa de decir que Isabelle Lightwood no necesitaba a nadie, y era también la parte que le recordó que estaba allí porque ellos le habían pedido que fuera. Ellos la necesitaban.
A Isabelle no le importaba que la necesitaran. Lo cierto era que le gustaba. Por eso le había costado encariñarse con Jace cuando éste había atravesado por primera vez el Portal desde Idris, un chico delgaducho de diez años con angustiados ojos de un pálido color dorado. Alec se había mostrado encantado con él al instante, pero a Isabelle le había molestado su serenidad. Cuando su madre le había dicho que el padre de Jace había sido asesinado delante de él, ella se lo había imaginado acercándosele lloroso, en busca de consuelo e incluso consejo. Pero él no había parecido necesitar a nadie. Incluso a los diez años ya tenía un ingenio agudo y a la defensiva, y un genio ácido. La verdad era que Isabelle había pensado, decepcionada, que los dos eran iguales.
Al final, su actividad de cazadores de sombras era lo que los había unido; un amor compartido por las armas afiladas, los brillantes cuchillos serafines, el doloroso placer de las Marcas ardientes o la rapidez sin pensamiento de la batalla. Cuando Alec había querido ir a cazar únicamente con Jace, dejando atrás a Izzy, Jace había hablado a su favor: «La necesitamos a nuestro lado; es lo mejor que hay. Aparte de mí, claro».
Lo había querido por eso.
Ya había llegado a la puerta del apartamento de Magnus. La luz manaba por la rendija de abajo, y oyó el murmullo de voces. Empujó la puerta, y una ola de calor la envolvió. Entró agradecida.
El calor procedía de un fuego que bailoteaba en la chimenea, aunque no había tiros de chimenea en el edificio y el fuego tenía el tono azul verdoso de las llamas mágicas. Magnus y Alec se hallaban sentados en uno de los sofás delante del hogar. Cuando ella entró, su hermano alzó la mirada y la vio, entonces se puso de pie a toda prisa y cruzó descalzo la sala para abrazarla. Vestía sólo con unos pantalones de chándal negros y una camiseta blanca con el cuello roto.
Por un momento, ella permaneció entre sus brazos, oyendo sus latidos, mientras él le palmeaba con algo de torpeza la espalda.
—Izzy —dijo Alec—. Todo irá bien, Izzy.
Ella se apartó de él, enjugándose los ojos. Dios, cómo odiaba llorar.
—¿Cómo puedes decir eso? —replicó—. ¿Cómo puede ir algo bien después de esto?
—Izzy. —Alec le echó el cabello tras un hombro y se lo estiró suavemente. A ella le recordó los años en que solía llevar el cabello recogido en dos trenzas y Alec le tiraba de ellas, con bastante menos suavidad que en ese momento—. No te hundas. Te necesitamos. —Bajó la voz—. Además, ¿sabes que hueles a tequila?
Isabelle miró a Magnus, que los observaba desde el sofá con sus inescrutables ojos de gato.
—¿Dónde está Clary? —preguntó ella—. ¿Y su madre? Creía que estaban aquí.
—Durmiendo —contestó Alec—. Nos ha parecido que necesitaban descansar.
—¿Y yo no?
—¿Has visto a tu prometido o a tu padrastro a punto de morir delante de ti? —preguntó Magnus con sequedad. Llevaba puesto un pijama de rayas y un batín de seda negra por encima—. Isabelle Lightwood —dijo mientras se inclinaba hacia delante y entrecruzaba las manos—, como Alec ha dicho, te necesitamos.
Isabelle se cuadró de hombros.
—¿Me necesitáis para qué?
—Para ir a ver a las Hermanas de Hierro —respondió Alec—. Necesitamos una arma que pueda separar a Jace de Sebastian y nos permita herirlos por separado… Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Para que se pueda matar a Sebastian sin matar a Jace. Y sólo es cuestión de tiempo antes de que la Clave se entere de que Jace no es prisionero de Sebastian, sino que trabaja con él…
—No es Jace —protestó Isabelle.
—Puede que no sea él —replicó Magnus—, pero si muere, tu Jace muere con él.
—Como sabes, las Hermanas de Hierro sólo hablan con mujeres —dijo Alec—. Y Jocelyn no puede ir sola porque ya no es una cazadora de sombras.
—¿Y Clary?
—Aún está entrenándose. No sabrá qué preguntas concretas formularles, ni la forma adecuada de dirigirse a ellas. Pero Jocelyn y tú sí. Y Jocelyn dice que ya ha estado allí antes; puede guiarte cuando crucéis por el Portal hasta donde se hallan las salvaguardas de la Ciudadela Infracta. Ambas partiréis por la mañana.
Isabelle se lo pensó. La idea de tener, por fin, algo que hacer, algo definido, activo e importante, era un alivio. Habría preferido que su tarea tuviera que ver con matar demonios o cortarle las piernas a Sebastian, pero eso era mejor que nada. Las leyendas que rodeaban la Ciudadela Infracta la hacían parecer un lugar distante y sobrecogedor, y a las Hermanas de Hierro aún se las veía menos que a los Hermanos Silenciosos. Isabelle no había visto nunca a ninguna.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó.
Alec sonrió por primera vez desde que ella había llegado, y le alborotó el cabello.
—Ésta es mi Isabelle.
—Para. —Ella se apartó de su alcance y vio a Magnus sonriendo divertido desde el sofá, mientras se incorporaba pasándose la mano por el negro cabello de punta, ya de por sí explosivo.
—Tengo tres habitaciones de más —dijo—. Clary está en una, y su madre en la otra. Te enseñaré la tercera.
Todas las habitaciones daban a un pasillo estrecho y sin ventanas que partía del salón. Dos de las puertas estaban cerradas; Magnus llevó a Isabelle a la tercera, que daba al interior de un dormitorio con las paredes pintadas de rojo intenso. Unas cortinas negras colgaban de barras de plata sobre las ventanas, sujetas con esposas. La colcha tenía un dibujo de corazones rojo oscuro.
Isabelle echó un vistazo alrededor. Se sentía inquieta y nerviosa, y sin ningunas ganas de dormir.
—Bonitas esposas. Ya veo por qué no metiste aquí a Jocelyn.
—Necesitaba algo para sujetar las cortinas. —Magnus se encogió de hombros—. ¿Tienes algo que ponerte para dormir?
Isabelle asintió, sin querer admitir que llevaba con ella la camiseta de Simon que había cogido en su apartamento. Los vampiros no olían a nada, pero la camiseta aún conservaba un leve y consolador aroma a su jabón de ropa.
—Se me hace raro —comentó—. Tú pidiéndome que venga aquí de inmediato, sólo para meterme en la cama y decirme que empezamos mañana.
Magnus se apoyó en la pared junto a la puerta, con los brazos cruzados, y la miró con sus ojos de gato. A Isabelle le recordó, por un momento, a Iglesia, pero menos propenso a morder.