—Amo a tu hermano —repuso él—. Lo sabes, ¿no?
—Si quieres mi permiso para casarte con él, adelante —dijo ella—. Y el otoño es un buen momento. Podrías ponerte un esmoquin naranja.
—Alec no es feliz —continuó Magnus, como si ella no hubiera hablado.
—Claro que no —replicó Isabelle—. Jace…
—Jace —repitió el brujo, y apretó los puños a los costados. Isabelle lo miró. Siempre había pensado que a Magnus no le importaba Jace; que incluso le caía bien, una vez que el asunto del afecto de Alec se había arreglado.
—Pensaba que Jace y tú erais amigos —dijo.
—No es eso —repuso Magnus—. Hay algunas personas a las que el universo parece haber escogido para un destino especial. Favores especiales y tormentos especiales. Dios sabe que a todos nos atrae lo que es hermoso y está roto; a mí me ha pasado. Pero hay gente que no se puede arreglar. O si se puede, sólo es por medio de un amor y un sacrificio tan grandes que destruyen al que se lo da.
Isabelle negó con la cabeza lentamente.
—Me he perdido. Jace es nuestro hermano, pero para Alec… Él también es el parabatai de Jace.
—Conozco a los parabatai —dijo el mago—. He conocido a parabatai tan unidos que eran casi la misma persona. ¿Sabes qué le ocurre, cuando uno de ellos muere, al que le sobrevive…?
—¡Para! —Isabelle se llevó las manos a las orejas, y luego las bajó lentamente—. ¿Cómo te atreves, Magnus Bane? ¿Cómo te atreves a empeorar esto aún más?
—Isabelle. —Magnus relajó las manos; parecía un poco sorprendido, como si sus propias palabras le hubieran asombrado—. Lo siento. Me olvido, a veces… que a pesar de todo tu autocontrol y fuerza, tienes la misma vulnerabilidad que Alec.
—No hay nada débil en mi hermano.
—No —reconoció Magnus—. Amar como elijas, eso requiere fuerza. Pero quería que estuvieras aquí por él. Hay cosas que yo no puedo hacer por Alec, que no le puedo dar. —Por un momento, él pareció extrañamente vulnerable—. Conoces a Jace desde hace tanto tiempo como él. Tú puedes ofrecerle una comprensión que yo no puedo darle. Y él te quiere.
—Claro que me quiere. Soy su hermana.
—La sangre no proporciona amor —sentenció Magnus, con tono amargo—. Si no pregúntaselo a Clary.
Clary se lanzó al Portal como disparada por un rifle y voló hasta el otro lado. Dio una voltereta hacia el suelo y cayó con ambos pies, clavándolos al principio. La pose sólo le duró un instante, antes de que, demasiado mareada por el Portal para concentrarse, perdiera el equilibrio y cayera el suelo con la mochila amortiguando el golpe. Suspiró —algún día tanto entrenamiento tendría que dar sus frutos—, se puso en pie y se sacudió el polvo de los vaqueros.
Se hallaba ante la casa de Luke. El río relucía a su espalda y la ciudad se alzaba detrás de él como un bosque de luces. La casa de Luke estaba igual que la habían dejado horas antes, cerrada y oscura. Clary, en el camino de tierra y gravilla que llevaba a la puerta, tragó saliva con fuerza.
Lentamente, tocó el anillo que llevaba en la mano derecha con los dedos de la izquierda.
«¿Simon?»
La respuesta le llegó al instante.
«¿Sí?»
«¿Dónde estás?»
«Voy hacia el metro. ¿El Portal te ha llevado a casa?»
«A la de Luke. Si Jace viene, como creo que hará, aquí es adonde vendrá.»
Un silencio. Luego…
«Bien, supongo que sabes cómo encontrarme si me necesitas.»
«Supongo que sí. —Clary respiró hondo—. ¿Simon?»
«¿Sí?»
«Te quiero.»
Una pausa.
«Yo también te quiero.»
Y eso fue todo. No hubo ningún clic, como cuando se cuelga un teléfono; Clary sólo notó como un corte en la conexión, como si se hubiera seccionado un cable en su cabeza. Se preguntó si eso era a lo que Alec se refería cuando hablaba de romper el lazo de parabatai.
Fue hacia casa de Luke y subió lentamente la escalera. Ésa era su casa. Si Jace iba a volver a por ella, como le había mascullado que haría, ahí sería adonde iría. Se sentó en el último escalón, se puso la mochila sobre las rodillas y esperó.
Simon se hallaba ante la nevera de su apartamento y bebía el último trago de sangre fría mientras el recuerdo de la silenciosa voz de Clary se desvanecía de su mente. Acababa de llegar a su casa, y el apartamento estaba oscuro, se oía mucho el zumbido de la nevera y curiosamente olía a… ¿tequila? Tal vez Jordan hubiera estado bebiendo. De todas maneras, la puerta de su cuarto estaba cerrada, y tampoco le podía parecer raro: eran más de las cuatro de la mañana.
Metió de nuevo la botella en la nevera y fue hacia su habitación. Sería la primera noche que dormiría en su casa en una semana. Se había acostumbrado a tener a alguien con quien compartir la cama, un cuerpo contra el que acurrucarse en mitad de la noche. Le gustaba cómo el de Clary encajaba con el suyo, dormida con la cabeza sobre la mano; y sí, tenía que admitírselo a sí mismo, le gustaba que ella no pudiera dormir si él no estaba. Le hacía sentirse indispensable y necesario; aunque que a Jocelyn no pareciera importarle si dormía o no en la cama de su hija indicaba que la madre de Clary lo consideraba tan sexualmente amenazador como un pececillo dorado.
Claro que Clary y él habían compartido cama a menudo, desde los cinco hasta los doce años. Eso podría tener algo que ver, supuso, mientras abría la puerta de su habitación. La mayoría de aquellas noches las habían pasado ocupados en intensas actividades, como ver quién podía tardar más en comerse un magdalena rellena. O el día que se habían llevado disimuladamente el reproductor portátil de DVD y…
Se quedó parado. Su habitación era la de siempre: paredes desnudas, estantes de plástico apilados donde tenía la ropa, su guitarra colgando de la pared y el colchón en el suelo. Pero sobre la cama había una hoja de papeclass="underline" un cuadrado blanco contra la gastada manta negra. Conocía la letra. Era de Isabelle.
Cogió la nota y la leyó:
Simon, he tratado de llamarte, pero parece que tienes el móvil apagado. No sé dónde estás en este momento. No sé si Clary ya te ha dicho lo que ha pasado esta noche. Pero yo tengo que ir a casa de Magnus y me gustaría mucho verte allí.
Nunca me asusto, pero tengo miedo por Jace. Tengo miedo por mi hermano. Nunca te he pedido nada, Simon, pero te lo pido ahora. Ven, por favor. Isabelle
Simon dejó caer la nota. Antes de que ésta llegara al suelo él ya estaba bajando la escalera.
Cuando Simon llegó al apartamento de Magnus, reinaba el silencio. Había un fuego parpadeando en la chimenea, y el brujo estaba sentado ante él en un sofá, con los pies sobre la mesita de centro. Alec dormía, con la cabeza sobre el regazo de su novio, y éste jugueteaba con lo mechones de su cabello. La mirada del brujo, dirigida a las llamas, estaba perdida y distante, como si estuviera mirando hacia el pasado. Simon no pudo evitar recordar lo que Magnus le había dicho una vez sobre vivir para siempre.
«Algún día quedaremos sólo nosotros dos.»
Simon se estremeció, y Magnus alzó la mirada.
—Isabelle te ha llamado, ya lo sé —dijo éste en un tono muy bajo para no despertar a Alec—. Está por el pasillo de allí, la primera puerta a la izquierda.
Simon asintió con la cabeza, saludó a Magnus y fue hacia el pasillo. Se sentía extrañamente nervioso, como si estuviera dirigiéndose a una primera cita. Que recordara, Isabelle nunca le había pedido ni ayuda ni su presencia antes; nunca había reconocido que lo necesitara de ninguna manera.
Abrió la puerta del primer dormitorio a la izquierda y entró. Estaba oscuro, con las luces apagadas: si Simon no hubiera tenido vista de vampiro, seguramente sólo habría visto negrura. Pero sí que podía ver el contorno del armario, las sillas con ropa encima y la cama, con las sábanas apartadas. Isabelle dormía de lado, con el oscuro cabello desparramado sobre la almohada.