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Simon la contempló. Nunca había visto dormir a Isabelle. Parecía más joven que despierta, con el rostro relajado y las largas pestañas rozándole el borde de los pómulos. Tenía la boca un poco entreabierta y las piernas encogidas. Sólo llevaba una camiseta, su camiseta, una prenda gastada donde ponía: EL MONSTRUO DEL LAGO NESS. CLUB DE AVENTURA: BUSCANDO RESPUESTAS SIN IMPORTAR LOS HECHOS.

Simon cerró la puerta a su espalda con una sensación de decepción mayor de la que se esperaba. No se le había ocurrido pensar que estaría dormida. Había esperado hablar con ella, oír su voz. Se sacó los zapatos y se tumbó a su lado. Sin duda ocupaba más parte de la cama que Clary. Isabelle era alta, casi de su altura, aunque cuando le puso la mano en el hombro, notó los huesos delicados. Le pasó la mano por el brazo.

—¿Izzy? —llamó—. ¿Isabelle?

Ella murmuró algo y hundió el rostro en la almohada. Él se acercó más; olía a alcohol y a perfume de rosas. Bueno, eso explicaba el olor de su casa. Había estado pensando en rodearla con los brazos y besarla suavemente, pero «Simon Lewis, Acosador de Mujeres Inconscientes» no era un epitafio que deseara en su tumba.

Se tumbó de espaldas y miró el techo. Yeso resquebrajado con manchas de humedad. Magnus tendría que hacer que alguien le reparara aquello. Como si notara su presencia, Isabelle se volvió hacia él y apoyó su tierna mejilla sobre el hombro del chico.

—¿Simon? —preguntó medio dormida.

—Sí. —Él le rozó el rostro.

—Has venido. —Le pasó el brazo por el pecho y se acurrucó contra él, apoyando la cabeza en su hombro—. No creía que lo hicieras.

Él le acarició el brazo.

—Claro que he venido.

Las siguientes palabras de Isabelle sonaron amortiguadas contra el cuello de Simon.

—Perdona que esté dormida.

Él sonrió para sí, un poco, en la oscuridad.

—No pasa nada. Incluso si lo único que querías era que viniera y te abrazara mientras duermes, lo habría hecho igual.

Notó que ella se tensaba un momento, y luego volvía a relajarse.

—¿Simon?

—¿Sí?

—¿Puedes contarme un cuento?

Él parpadeó sorprendido.

—¿Qué clase de cuento?

—Uno donde los buenos ganan y los malos pierden y además se mueren.

—Ah, ¿un cuento de hadas? —repuso él. Le dio vueltas a la cabeza. Sólo sabía las versiones Disney de los cuentos de hadas, y la primera imagen que se le ocurrió fue la de Ariel con su sujetador de conchas marinas. A los ocho años se había prendado de ella. Aunque no parecía ser el momento de mencionar eso.

—No. —Isabelle exhaló la palabra con el aliento—. Estudiamos los cuentos de hadas en la escuela. Un montón de esa magia es real, pero bueno. No, quiero algo que no haya oído nunca.

—Muy bien. Tengo uno bueno. —Simon le acarició el cabello; notó las pestañas de ella en el hombro cuando Isabelle cerró los ojos—. Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana…

Clary no sabía cuánto tiempo llevaba sentada en los escalones de entrada de la casa de Luke cuando el sol comenzó a alzarse. Se levantaba por detrás de la casa; el cielo se volvía de un rosa oscuro, y el río era como una plancha de azul acerado. Estaba temblando, llevaba temblando tanto rato que el cuerpo parecía habérsele contraído en un único temblor seco. Había usado dos runas de calor, pero no le habían servido de nada; tenía la sensación de que el temblor era psicológico más que nada.

¿Aparecería Jace? Si por dentro todavía le quedaba tanto de Jace como ella creía, lo haría; cuando él había dicho sin voz que volvería a por ella, Clary había sabido que lo haría lo antes posible. Jace no era paciente. Y no le gustaban los juegos.

Pero ella no podía esperar indefinidamente. Al final, el sol se alzaría. El día comenzaría, y su madre volvería a vigilarla. Tendría que renunciar a Jace, al menos durante otro día, como mínimo.

Cerró los ojos para protegérselos del resplandor del amanecer, y apoyó los codos en el escalón que tenía detrás. Por un momento, se dejó llevar por la fantasía de que todo era como había sido, que nada había cambiado, que se encontraría esa tarde con Jace para practicar, o esa noche para cenar, y él la abrazaría y la haría reír igual que siempre.

Cálidos rayos de sol le acariciaron el rostro. Abrió los ojos a regañadientes.

Y ahí estaba él, subiendo los escalones, tan silencioso como un gato, igual que siempre. Llevaba un jersey azul oscuro que hacía que su cabello pareciera el propio sol. Clary se irguió, con el corazón golpeándole dentro del pecho. Jace parecía recortado por el brillante sol. Clary pensó en aquella noche en Idris, en la forma en que los fuegos artificiales habían cortado el cielo y ella había pensado en ángeles, cayendo envueltos en llamas.

Él llegó hasta ella y le tendió las manos; ella las cogió y se puso en pie. Él le escrutó el rostro con sus pálidos ojos dorados.

—No estaba seguro de que fueras a venir.

—¿Desde cuándo no has estado seguro de mí?

—Antes estabas muy enfadada. —Le cubrió la mejilla con la mano. Jace tenía una áspera cicatriz en la palma; Clary la notaba contra la piel.

—Y si no hubiera estado aquí, ¿qué habrías hecho?

Él la acercó hacia sí. También estaba temblando, y el viento le alborotaba el cabello, brillante y revuelto.

—¿Cómo está Luke?

Al oír el nombre, Clary se estremeció de nuevo. Jace, pensando que era de frío, la abrazó con más fuerza.

—Se pondrá bien —contestó ella, cautelosa.

«Es tu culpa, tu culpa, tu culpa», pensaba.

—No quería que resultara herido. —Jace la rodeaba con los brazos; los dedos en su espalda le recorrían un lento camino de arriba abajo—. ¿Me crees?

—Jace… —preguntó Clary—. ¿Por qué estás aquí?

—Para pedírtelo de nuevo. Que vengas conmigo.

Ella cerró los ojos.

—¿Y no me dirás adónde?

—Fe —respondió él a media voz—. Debes tener fe. Pero también debes saber algo: si vienes conmigo, no hay vuelta atrás. No durante mucho tiempo.

Ella pensó en el momento en que había entrado en el Java Jones y lo había visto esperándola allí. Su vida había cambiado en ese instante de una manera que jamás podría borrarse.

—Nunca ha habido vuelta atrás —repuso ella—. Contigo no. —Abrió los ojos—. Debemos irnos.

Él sonrió con una sonrisa tan brillante como el sol que se alzaba tras las nubes, y ella notó que se relajaba.

—¿Estás segura?

—Estoy segura.

Jace la besó. Mientras ella lo rodeaba con los brazos, notó algo amargo en sus labios; luego la oscuridad cayó como una cortina al final de un acto durante una obra de teatro.

SEGUNDA PARTE

Ciertas cosas oscuras

Te amo como se aman ciertas cosas oscuras.

PABLO NERUDA, «Soneto XVII»

8

El fuego prueba el oro

Maia nunca había estado mucho rato en Long Island, pero cuando lo pensaba, siempre lo recordaba como muy parecido a Nueva Jersey; sobre todo las urbanizaciones donde vivía la gente que trabajaba en Nueva York o Filadelfia.

Había dejado su bolsa en la parte trasera de la camioneta de Jordan, tan distinta al viejo Toyota rojo que él tenía cuando salían juntos, que siempre había estado lleno de vasos de café usados y bolsas de comida rápida, con el cenicero lleno de cigarrillos consumidos hasta el filtro. En cambio, la cabina de su camioneta estaba comparativamente limpia, la única basura era un montón de papeles en el asiento del pasajero. Él los apartó sin decir nada cuando ella subió.

No habían hablado mientras salían de Manhattan y cruzaban la autovía de Long Island, y finalmente Maia se había dormido, con la mejilla contra el frío vidrio de la ventanilla. Se había despertado al encontrar un bache, que la lanzó hacia delante. Parpadeó, frotándose los ojos.