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—Perdón —se disculpó Jordan—. Iba a dejarte dormir hasta que llegáramos allí.

Ella se incorporó en el asiento y miró alrededor. Iban por una carretera de dos carriles, y el cielo comenzaba a iluminarse. Había campos a ambos lados de la carretera, con alguna que otra granja o silo, y casas de madera al fondo, rodeadas de vallas.

—Es bonito —exclamó ella sorprendida.

—Sí. —Jordan cambió de marcha, y carraspeó—. Ya que estás despierta… Antes de llegar a la Casa Praetor, ¿puedo enseñarte algo?

Ella dudó sólo un instante antes de asentir. Y ahí estaban, traqueteando por una carretera sin asfaltar, con árboles a ambos lados. La mayoría carecía de hojas; la carretera estaba embarrada, y Maia bajó la ventanilla para oler el aire. Árbol, agua de mar, hojas medio podridas y animalillos correteando por la hierba alta. Respiró hondo de nuevo justo cuando salían de aquella carreta a un pequeño espacio circular donde podían dar media vuelta. Frente a ellos estaba la playa, que se extendía hasta el agua, de un oscuro color azul acerado. El cielo era casi lila.

Maia miró a Jordan. Él tenía la mirada clavada al frente.

—Solía venir aquí cuando me estaba formando en la Casa Praetor —explicó él—. A veces sólo para mirar el mar y aclararme la cabeza. El amanecer aquí… Cada uno es diferente, pero todos son hermosos.

—Jordan.

Él no la miró.

—¿Sí?

—Lamento lo de antes. Lo de salir corriendo, en el astillero.

—No pasa nada. —Él soltó aire lentamente, pero Maia pudo notar por la rigidez en los hombros y la forma en que agarraba el cambio de marchas que eso no era cierto. Trató de no mirar la forma en que la tensión le acentuaban los músculos del brazo, marcando la curva del bíceps—. Era demasiado para ti; lo entiendo. Sólo que…

—Creo que debemos tomárnoslo con calma. Tratar de ser amigos.

—No quiero que seamos amigos —replicó él.

Ella no pudo ocultar su sorpresa.

—¿No quieres?

Jordan pasó la mano de la palanca de cambios al volante. La calefacción del coche sacaba aire caliente, que se mezclaba con el aire frío que entraba por la ventanilla de Maia.

—No deberíamos hablar de eso ahora.

—Pero quiero hacerlo —insistió ella—. Quiero hablarlo ahora. No quiero estar nerviosa por nosotros mientras estemos en la Casa Praetor.

Jordan se recostó en el asiento y se mordisqueó el labio. Su enredado cabello castaño le cayó sobre la frente.

—Maia…

—Si no quieres que seamos amigos, entonces ¿qué somos? ¿Otra vez enemigos?

Él volvió la cabeza y apoyó la mejilla en el respaldo de su asiento. Sus ojos… eran exactamente como Maia los recordaba, de color avellana con puntitos verdes, azules y dorados.

—No quiero que seamos amigos —explicó él—, porque sigo queriéndote. Maia, ¿sabes que ni siquiera he besado a nadie desde que rompimos?

—Isabelle…

—Quería emborracharse y hablar de Simon. —Apartó las manos del volante y estuvo a punto de cogerla, pero las dejó caer en el regazo, con una mirada de derrota—. Sólo te he amado a ti. Pensaba en ti durante toda mi formación. En la idea de que alguna vez pudiera compensarte por lo que te hice. Y lo haré, de cualquier forma que pueda excepto una.

—No serás mi amigo.

—No seré sólo tu amigo. Te amo, Maia. Estoy enamorado de ti. Siempre lo he estado, y siempre lo estaré. Ser sólo tu amigo me mataría.

Ella miró hacia el océano. El borde del sol comenzaba a surgir de entre las aguas, e iluminaba el mar con colores púrpura, dorado y azul.

—Este lugar es muy bonito.

—Por eso venía aquí. No podía dormir, y venía a ver salir el sol.

—¿Ahora puedes dormir? —preguntó ella, mirándolo.

Él cerró los ojos.

—Maia… si vas a decirme que no, que sólo quieres ser mi amiga… dilo de una vez. Arranca la tirita de golpe, ¿vale?

Él parecía como preparado para recibir el puñetazo. Las pestañas le proyectaban sombras sobre los pómulos. Tenía pálidas cicatrices en la piel olivácea del cuello, cicatrices que ella le había hecho. Maia soltó su cinturón de seguridad y se inclinó hacia él. Lo oyó tragar aire, pero Jordan no se movió cuando ella le besó en la mejilla. Maia aspiró su aroma. El mismo jabón, el mismo champú, pero ningún resto de olor a cigarrillos. El mismo chico. Lo fue besando por la mejilla, hasta la comisura del labio, y finalmente, acercándose aún más, puso la boca sobre la de él.

Jordan abrió los labios y emitió un gruñido grave. Los licántropos no eran tiernos unos con otros, pero él la cogió con suavidad para colocarla en su regazo, y la rodeó con los brazos mientras se besaban con más pasión. La sensación de él, el calor de sus brazos cubiertos de pana a su alrededor, el latido de su corazón, el sabor de su boca, la presión de sus labios, diente y lengua, la dejaron sin aliento. Le puso las manos en la nuca, y se fundió con él mientras notaba los espesos y suaves rizos de su cabello, iguales que siempre.

Cuando finalmente se apartaron, él tenía los ojos vidriosos.

—Llevo años esperando esto.

Ella le pasó el dedo por la clavícula. Notaba el latido de su propio corazón. Por unos momentos no habían sido dos licántropos con la misión de hablar con una organización secreta y peligrosa; habían sido sólo dos adolescentes besándose en un coche en la playa.

—¿Ha sido como te esperabas?

—Mucho mejor. —Esbozó una medio sonrisa—. ¿Significa esto que…?

—Bueno —contestó ella—. Esto no es exactamente lo que haces con tus amigos, ¿verdad?

—¿No? Se lo tendré que decir a Simon. Se va a quedar muy decepcionado.

—¡Jordan! —Le dio un golpecito en el hombro, pero sonreía. Y él también. Era una sonrisa poco habitual, amplia y tontorrona, que le cubría todo el rosto. Ella se acercó más a él y le puso la cara contra el cuello, aspirando su aroma junto al de la mañana.

Batallaban sobre el lago congelado, con la ciudad helada brillando como una lámpara en la distancia. El ángel de las alas doradas y el ángel con las alas como fuego negro. Clary se hallaba sobre el hielo mientras a su alrededor caían sangre y plumas. Las plumas doradas le quemaban como fuego donde le tocaban la piel, pero las plumas negras eran frías como el hielo.

Clary se despertó con el corazón desbocado, liada entre las mantas. Se sentó y se destapó hasta la cintura. Estaba en una habitación desconocida. Las paredes eran de yeso blanco, y se hallaba en una cama hecha de madera negra, aún vestida con la ropa que llevaba la noche anterior. Bajó de la cama. Sus pies descalzos tocaron el frío suelo de piedra, y ella miró alrededor buscando su mochila.

La encontró en seguida, apoyada contra una silla de cuero negro. La habitación no tenía ventanas; la única luz procedía de una lámpara de cristal colgada en lo alto, hecha de vidrio negro tallado. Pasó la mano por dentro de la mochila y se dio cuenta, molesta pero sin sorprenderse, de que alguien ya había revisado su contenido. Su caja de pinturas había desaparecido, junto con su estela. Lo único que quedaba era el cepillo de pelo, unos vaqueros de recambio y la ropa interior. Al menos, el anillo de oro seguía en su dedo.

Lo tocó con suavidad y pensó «hacia» Simon.

«Estoy dentro.»

Nada.

«¿Simon?»

No obtuvo respuesta. Se tragó su inquietud. No tenía ni idea de dónde se hallaba, la hora que era o cuánto tiempo había estado inconsciente. Simon podría estar durmiendo. No podía dejarse llevar por el pánico y suponer que los anillos no funcionaban. Tendría que ponerse el piloto automático. Averiguar dónde se encontraba, enterarse de todo lo que pudiera. Probaría de nuevo a comunicarse con Simon más tarde.

Respiró hondo y trató de concentrarse en lo que la rodeaba. Había dos puertas en el dormitorio. Probó la primera y descubrió que daba a un pequeño cuarto de baño de vidrio y cromo, con una bañera de cobre con patas en forma de garras. Tampoco ahí había ventana. Se duchó rápidamente y se secó con una esponjosa toalla blanca; luego se puso los vaqueros limpios y un jersey, antes de volver al dormitorio, coger los zapatos y probar la segunda puerta.