Bingo. Ahí estaba el resto de… ¿la casa?, ¿el apartamento? Estaba en una sala grande, la mitad de la cual la ocupaba una larga mesa de vidrio. Más lámparas de cristal negro tallado colgaban del techo, y enviaban sombras bailarinas contra las paredes. Todo era muy moderno, desde las sillas de cuero negro hasta la gran chimenea, enmarcada de cromo. En ella ardía un hogar. Así que debía de haber alguien más en casa, o al menos lo habría habido hasta hacía muy poco.
La otra mitad de la habitación contenía una gran pantalla de televisión, una pulida mesa de centro sobre la que había esparcidos varios juegos y mandos, y unos sofás bajos de cuero. Una escalera de vidrio subía en espiral. Después de echar una mirada a la sala, Clary comenzó a subir. El vidrio era perfectamente transparente, y le dio la impresión de estar ascendiendo por una escalera invisible hacia el cielo.
El primer piso era muy parecido al anterior: paredes claras, suelo negro y un largo pasillo con puertas. La primera daba a lo que era sin duda el dormitorio principal. Una enorme cama de palisandro, con un dosel de cortinas de gasa blanca, ocupaba la mayor parte del espacio. Ahí sí había ventanas, tintadas de azul oscuro. Clary cruzó el dormitorio para mirar por ellas.
Por un momento, se preguntó si estaría de vuelta en Alacante. Estaba viendo otro edificio al otro lado de un canal, con las ventanas cerradas con persianas verdes. El cielo era gris; el canal, de un oscuro verde azulado, y se veía un puente a la derecha que lo cruzaba. Dos personas se hallaban sobre el puente. Una de ellas sujetaba una cámara ante el rostro y estaba ocupada en tomar fotos. Entonces, no era Alacante. ¿Ámsterdam? ¿Venecia? Miró por todas partes la forma de abrir la ventana, pero no parecía haber ninguna; golpeó el vidrio y gritó, pero los del puente no le prestaron atención. Pasados unos momentos, siguieron caminando.
Clary se volvió hacia el dormitorio, fue a uno de los armarios y lo abrió. Estaba lleno de ropa, ropa de mujer. Bonitos vestidos de encaje y satén, cuentas y flores. En los cajones había camisolas y ropa interior, blusas de algodón y seda, también faldas, pero ningún pantalón. Incluso había, alineados, zapatos de salón y sandalias y también pares de medias dobladas. Por un momento, se lo quedó mirando, preguntándose si habría otra chica viviendo allí, o si a Sebastian le daba por vestirse de mujer. Pero todas las prendas tenían la etiqueta del precio, y todas eran más o menos de su talla. Y no sólo eso; mientras las examinaba se fue dando cuenta de que también eran del color y las formas que le sentarían bien: azules, verdes y amarillas, de una talla pequeña. Al final, cogió una de las blusas más sencillas, verde oscuro, con mangas casquillo y encaje de seda en el frente. Después de dejar su gastado jersey en el suelo, se puso la otra y se miró en el espejo de la puerta del armario.
Le sentaba a la perfección. Sacaba lo mejor de su pequeña complexión, ajustándosele a la cintura y oscureciendo el verde de sus ojos. Arrancó la etiqueta del precio, sin querer ver cuánto había costado, y se apresuró a salir del dormitorio mientras la recorría un escalofrío.
La siguiente habitación era sin duda la de Jace. Lo supo en cuanto entró. Olía a él, a su colonia, su jabón y a su piel. La cama era de madera lacada de negro con sábanas y mantas blancas, hecha a la perfección. La habitación estaba tan ordenada como la que tenía en el Instituto. Junto a la cama había libros apilados, con títulos en italiano, francés y latín. La daga Herondale, con su grabado de pájaros, estaba clavada en la pared de yeso. Al mirar más de cerca, vio que estaba sujetando una fotografía. Una foto de Jace y ella que les había hecho Izzy. La recordaba; un claro día a principios de octubre, Jace sentado en los escalones delanteros del Instituto con un libro en el regazo. Ella estaba sentada un escalón por encima de él, con la mano en su hombro, inclinada hacia delante para ver qué estaba leyendo. La mano de Jace cubría la suya, casi distraídamente, y él sonreía. Aquel día no le había podido ver la cara, no había sabido que estaba sonriendo de ese modo, no hasta ese momento. Se le hizo un nudo en la garganta, y salió de la habitación, tratando de respirar.
No podía actuar así, se dijo con firmeza. Como si cada visión de Jace como era ahora fuera un puñetazo en el estómago. Tenía que fingir que no le importaba, como si no notara ninguna diferencia. Entró en la siguiente habitación, otro dormitorio muy parecido al anterior, pero éste, desordenado: en la cama, la colcha estaba hecha un revoltijo con las sábanas de seda negra, el escritorio de vidrio y acero estaba cubierto de libros y papeles, y había ropa de chico tirada por todas partes. Vaqueros, chaquetas, camisetas y complementos. Su mirada cayó sobre algo que brillaba como la plata, apoyado en la mesilla de noche junto a la cama. Fue hacia allí, mirando, incapaz de creer lo que veía.
Era la cajita de su madre, la que tenía las iniciales J. C. en la tapa. La que Jocelyn solía sacar una vez al año, todos los años, y llorar sobre ella en silencio, con lágrimas que le caían por el rostro y le salpicaban las manos. Clary sabía lo que había en la caja: un mechón de cabello, tan fino y blanco como un diente de león; trozos de una camisa de niño; un zapatito de bebé tan pequeño como para caberle en la palma de la mano. Cosas de su hermano, un collage del niño que su madre habría querido tener, que había soñado con tener, antes de que Valentine hiciera lo que había hecho para convertir a su propio hijo en un monstruo.
J. C.
Jonathan Christopher.
Se le retorció el estómago, y retrocedió rápidamente para salir de la habitación, y chocó contra una pared de carne viva. Unos brazos la rodearon con fuerza, y ella vio que eran delgados y musculosos, cubiertos de un fino vello pálido, y por un momento pensó que era Jace quien la cogía. Comenzó a relajarse.
—¿Qué estás haciendo en mi habitación? —le preguntó Sebastian al oído.
Isabelle había sido entrenada para despertarse siempre temprano por la mañana, lloviera o hiciera sol, y una ligera resaca no fue suficiente para impedir que eso ocurriera de nuevo. Se incorporó lentamente y parpadeó al ver a Simon.
Nunca había pasado una noche entera en la cama con alguien, a no ser que contara las veces que se había metido en la cama de sus padres a los cuatro años, asustada por alguna tormenta. No pudo evitar mirar a Simon como si perteneciera a alguna especie exótica de animal. Él estaba tumbado de espaldas, con los labios ligeramente entreabiertos y el cabello sobre los ojos. Un cabello castaño corriente y unos ojos marrones corrientes. La camiseta se le había subido un poco. No era musculoso como un cazador de sombras. Tenía un fino vientre plano, pero no abdominales marcados, y aún le quedaba un resto de suavidad en el rostro. ¿Qué tenía él que la fascinara? Era muy mono, pero ella había salido con caballeros hada y despampanantes y sexis cazadores de sombras…
—Isabelle —dijo Simon sin abrir los ojos—. Deja de mirarme.
Ella suspiró irritada y salió de la cama. Revolvió en su mochila buscando sus cosas, las cogió y se fue en busca de un cuarto de baño.
Se hallaba a mitad del pasillo, cuando se abrió una puerta. Alec surgió de una nube de vapor. Llevaba una toalla enrollada en la cintura y otras sobre el hombro, y se frotaba con energía el cabello mojado. Isabelle supuso que no debería sorprenderse de verlo; igual que a ella, también lo habían entrenado para despertarse temprano.
—Hueles a sándalo —dijo ella a modo de saludo. No le gustaba nada el olor a sándalo. Prefería lo olores dulces: vainilla, canela, gardenia.
Alec la miró.
—Nos gusta el sándalo.